La punzada de la envidia

Siente su punzada cómo en ti se prende: especie de aguja en el pecho que te deja el alma indefensa y dolorida; se adhiere despiadada, lo mismo que una vieja espina molesta y, cuanto más se la toca, más se inflama: eso es la envidia. Luego, si no has conseguido deshacerte de ella, bien pudiera pasar a comportarse como semilla latente, hasta alojarse en tu pecho para poder despertar y crecer algún día. En todo caso ocurrirá si la abonas y la riegas con frecuencia: pronto brotará un mar de dudosas contrariedades... se convertirá en un monstruo verde que te crecerá hasta colonizar tu ser por entero y no te dejará vivir en sana armonía: será entonces el principio del desasosiego y el fin de la poca o mucha paz que haya imperado en tu vida. Todo ello ocurrirá si la cultivamos: nos lo advierte de antemano el sabio proverbio, dado que “la maldad camina de la mano con la envidia –y– quien la genera jamás podrá ser feliz“.

La primera vez que sentí su punzada –y no precisamente sana– era yo muy jovencita: tendría unos 23 años cuando ingresé en el hospital entre Don Benito y Villanueva de la Serena (iba entre la vida y la muerte a causa de una preeclampsia: perdí a la criatura que había llevado durante siete meses en mi vientre).

Lo curioso del caso es que no me había planteado ser madre hasta que tuve ese percance; no obstante, a partir de ese momento, quise serlo con todas mis fuerzas: “¡Ay Señor! lo que es la vida y lo que ella nos depara”.

Hoy me hallo en la lejana experiencia de esos días críticos, cuando se produjo mi ingreso en una de las habitaciones del citado hospital: donde entraban parturientas y cada una de ella salía con su bebé en brazos... todas, menos yo: una pobre muchacha desolada y triste, que envidiaba la suerte de cualquiera de aquellas madres triunfales. Aún recuerdo, con todo lujo de detalles, como era el hermoso bebé de la mujer que más tiempo estuvo conmigo en la habitación compartida: era de una tal Guadalupe Vigárez. Como bien digo, esta madre había tenido un niño muy grande: el segundo, que le pesó 4.500 grs. al nacer (...) y le tuvieron que hacer la cesárea de emergencia.

Estando yo en uno de esos días de ingreso hospitalario, mi compañera, –hablo de la tal Guadalupe–, cuando se fue a lavar el pecho al servicio para proceder a amamantar a su bebé, éste comenzó a llorar con vivo desconsuelo... y, como no se calmaba, ella me pidió –desde el baño– que le atendiese. Cuando cogí al pequeño en mis brazos volví a sentir una punzada de envidia que me traspasó el alma... Reconozco que fue de forma casual e inocente: al arrimarle al calor de mi cuerpo y comprobar como él me buscaba y a mí me venía el apoyo...; recuerdo que pensé: “si le doy el pecho el niño creerá que soy su madre... dejará de llorar...” más, me contuve: respeté ese momento tan íntimo y sagrado, entre madre e hijo, que nadie debe mancillar.

Aquel ramalazo de locura –que me había pasado por la cabeza– se esfumó como un mal pensamiento, acudiendo en mi auxilio la razón y la conformidad: una sombra que se iría alejando de mi vida en la medida que iba aceptado mi nueva situación, sin despreciarme por ello: ni las jóvenes madres, ni Guadalupe, ni yo, teníamos culpa de nada; nadie pretendía ofenderme: era mi situación la que me incomodaba y me costaba aceptar; me ayudó este proverbio en el que me veía reflejada en sentido inverso: “no dejes que la gente te haga daño con sus palabras, porque los que dicen que te odian no te odian realmente, se odian así mismos, ya que eres el reflejo de lo que les gustaría ser y no pueden”. “Di la vuelta a la tortilla” y gradualmente abandoné mi cerrazón, al tiempo que se iba dulcificando mi relación con Guadalupe; entonces fue cuando comprendí que “la envidia es más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual”.

Pasados los días críticos, cuando me sobrepuse, tuve el valor de comentárselo a Guadalupe [fue al final: ambas nos fuimos casi al mismo tiempo, cuando ya habíamos forjado una sincera amistad y compartido unas vivencias que no olvidaremos nunca (cada una a su manera)]; curiosamente, ella, me comprendió, además de confesarme lo que había sido, hasta entonces, su pequeño secreto: “era que me envidiaba por que yo recibía toda clase de atenciones; en cambio ella... se encontraba sola, agobiada, sin apenas dinero y con dos niños muy juntos...”. Yo, mientras la besaba, decía: “pero eso tiene arreglo, Guadalupe, hija: me das el niño que no quieras y... Guadalupe sonreía mientras se secaba las lágrimas: “¡Ay Señor! Lo que es la vida y lo que ella nos depara” (ambas nos habíamos envidiado). La envidia: “sentimiento de tristeza o enojo que experimenta la persona que no tiene o desearía tener para sí sola algo que otra posee”.

Cada día extiende más y más: crece como la mala yerba. Vivimos en una sociedad complicada, llena de frustraciones, prejuicios y conflictos. Es raro no habernos encontrado con personas tóxicas, que nos hayan envidiado en algún momento de nuestras vidas. Existen prototipos de personas envidiosas: la sádica-sarcástica, la bala directa, la que supura negatividad, la dulce asesina, la entrometida, la ególatra, la que acecha.

La envidia, en cualquier caso, es perniciosa (no hay envidia que sea sana para nadie). Todos hemos sentido alguna vez la experiencia de su punzada, como se clava: te deja el alma indefensa y dolorida; se adhiere despiadada, lo mismo que una vieja espina molesta y, cuanto más se la toca, más se inflama... Evita, en todo caso, que se aloje en tu pecho para poder despertar y crecer algún día; luego, si la abonas y la riegas con frecuencia, brotará un mar de dudosas contrariedades... se convertirá en un monstruo verde que te crecerá hasta colonizará tu ser por entero y no te dejará vivir en sana armonía.

En cuanto a los que nos envidian pues, es importante alejarnos en la medida que podamos de ellos: que vivan su vida, dado que es inútil hacerlos cambiar; tal vez, con el tiempo descubran, si no siguen demasiado obcecados o doloridos con la nefasta y fatídica punzada, que “la envidia no es el camino”.

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