La ira de Aquiles o la civilización arrasada

Por Antonio Hermosa Andújar

¿En qué circunstancias el imperio de una pasión da para destruir la convivencia?

Ha llegado el momento que la ira estaba esperando para hacer estallar la bomba que es: en un lance habitual en una guerra Héctor acaba de dar muerte al ser más querido por Aquiles, y cuando la noticia llega jadeante al corazón del jefe mirmidón allí ardió Troya. El tiempo se parte en dos y sólo queda un horizonte teñido de negro. Aquiles jura venganza en medio de las brasas del dolor por el amigo, como si su muerte hubiera comportado una injusticia telúrica en lugar de ser lo que fue: el resultado de un simple duelo en el que la lógica quiso que venciese el mejor.

El tiempo de la venganza es el tiempo en el que la vida parece haber olvidado el esfuerzo invertido en extraer civilización de la naturaleza y sintetizar ambos mundos en uno.

Por de pronto, el propio vengador es el primer deshumanizado dado que, en lo sucesivo, y hasta que la venganza haya concluido en la anhelada catarsis, vivir se reduce a matar, y los numerosos troyanos que caen en el río Janto salvajemente heridos por la espalda o los doce efebos ahora capturados y luego inmolados en loor de Patroclo, culpables todos de ser troyanos, dan prueba de la propagación de la nueva fe. 

Aquiles despliega su promesa de muerte en sus actos como la causa en sus efectos y en el camino nuevos sujetos dan testimonio del poder deshumanizador de la ira: héroes que olvidan serlo, como Licaón, que abdica del vínculo de consanguinidad y del principio del honor con tal de vivir, si bien la ira ironizará con el supuesto nuevo amor ofendiendo el cadáver al negarle un lugar en la tierra, el llanto materno y las correspondientes exequias. 

Y a la deshumanización de la víctima sigue la del espectador imparcial, que sin interés legítimo en los hechos se alza contra su autor revelando la existencia en los humanos de un principio de compasión universal con el que nuestro ánimo reniega del dolor injusto o del daño desproporcionado; si bien más tarde, implicado ya en ellos, decide saborear el placer de la venganza contra el homicida aun a costa de sentir cómo el deseo de justicia se ha disuelto en aquél.

La deshumanización retorna al verdugo y a la víctima cuando ambos se encuentran frente a frente, en el momento álgido de la obra. Con todo, el duelo entre Aquiles y Héctor se ve precedido de una serie de hechos reveladores de la evolución psicológica de Héctor o, si se prefiere, del cambio de valores que ha empezado a asediar en la fortaleza moral del héroe a su más dilecta criatura: el honor.

Justo antes de percibir en los ojos de Aquiles ese furor animal de una venganza posesa que ni el odio sabe inspirar, Héctor escucha la voz paterna que le implora desde lo alto de su dolor entrar en la ciudad para protegerla mejor, lo que, además, salvará su vida; y la voz materna a continuación, que le impetra lo mismo pero con mayor consternación: abriéndose el vestido con una mano, alzándose el pecho con la otra, y recordando a su hijo entre lágrimas que allí radicaba su virginal tierra nutricia, que si con él lo empezó a criar fue para vivir y no para morir. Mas los dos conocen de antemano que no conmoverán la férrea voluntad del héroe regido por su honor, el mismo que le constriñe a luchar contra Aquiles hasta que sólo uno sobreviva; y conocen la razón: el ser visto por los suyos en lo sucesivo como un cobarde si se refugiara en la ciudad en pos de la vida.

Empero, ese era el Héctor de siempre, no el que ahora finge permanecer orgulloso ante las puertas de la ciudad a la espera de la serpiente enemiga. Ése del que no saben que su ánimo vacila porque ha comprendido al unísono un aluvión de novedades que, al no ser asimiladas con idéntica velocidad por su conciencia, constriñen su decisión a fluctuar en el vacío de la duda hasta que la irrupción de Aquiles en escena saca a la luz la verdad de lo que se movía en el interior de su mente sin que nadie lo percibiera: no es la razón lo que decide, sino el instinto, y como el instinto que decide es el instinto de supervivencia Héctor se ve huyendo antes de explicarse por qué.

Ahora bien, justo antes de emprender la huida su conciencia se hallaba sumida en la perplejidad al haber descubierto el valor absoluto de la vida por sí misma, es decir, que el honor no tiene en última instancia más derecho sobre ella que el de convertirse en su vasallo; y que ese mismo honor puede, en el furor de su pureza, transformar al héroe-rey en aprendiz de tirano porque no necesariamente sus decisiones son las más sabias ni él el mejor en todo. Repasando en efecto hechos recientes, el consejo de Polidamente de hacer entrar las tropas en la ciudad le obsesionaba, porque fue su jerarquía la que le impulsó hacia la gloria, es decir, a decidir mantenerlas fuera de las murallas: había sido, pues, su deseo de gloria el principio de la acción causal que las llevó a la muerte, la constatación de que el honor mataba no sólo enemigos, sino a los suyos, un descubrimiento en grado de calcinar un alma. 

Fue el fracaso del principio moral y político por el que Héctor había regido su vida la última certeza que vislumbró antes de perderla. Y de ahí las tribulaciones de su conciencia atormentada por la duda.

Llegado su duelo con Aquiles, Héctor apela a los dioses en cuanto garantes del deseable pacto entre ellos, mediante el cual la civilización preserve sus derechos en las personas: que el vencedor se apodere de las armas del vencido pero devuelva el cadáver a los suyos, para que puedan llorarlo y celebrarle honras fúnebres; y lo mismo implorará al poco, moribundo ya, cuando a la negativa anterior a celebrar pactos –“no hay juramentos leales entre hombres y leones / y tampoco existe concordia entre los lobos y los corderos”, respondió Aquiles a su solicitud de pacto– añada su pronóstico de la suerte del cadáver: “de ti tirarán los perros y las aves”.

Con su ofrecimiento primero y su ruego después Héctor aspiraba a que la muerte sólo se llevara su cuota del destino de un individuo al nacer, mas dejara viva la obra labrada por él y su porción de gloria si la hubiere. Su tentativa, no obstante, obtuvo el éxito esperado; su condición de moribundo, lejos de ser un atenuante para la ira, devino en un cebo que al morderlo reveló el monstruoso secreto que la animaba, la hoguera de rabia interna en la que crepitaba. 

Ante la convencional petición inicial de un pacto, en el que la civilización condensaba su significado básico –derogar formalmente la ley del más fuerte en la sociedad y ampliar los procedimientos de hacerlo; garantizar una confianza entre las infinitas partes, tan diversas y aun antitéticas en su ser y su poder, hasta posibilitar la convivencia entre las mismas–, Aquiles prorrumpía devolviendo la sociedad a la naturaleza, aislando entre sí a sus miembros y correlacionándolos por la sola ley del más fuerte. Y ahora, ante el ruego de lo mismo, la ira desnaturaliza a la propia naturaleza al expresar su deseo de justicia para el cadáver, es decir, para el conjunto de la vida del héroe muerto: “¡Ojalá que a mí mismo el furor y el ánimo me indujeran a despedazarte y a comer cruda tu carne por tus fechorías!”. Una brutal manifestación de primitivismo esa, una cancelación autoritaria de toda cultura y toda civilización, que lleva a considerar el dolor de la madre al no poder llorar a su hijo por haber sido su cadáver juguete de las fauces de los perros casi un signo de progreso.

Así pues, retomando la pregunta con la que abríamos el texto advertimos que no es sólo una pasión desquiciada gobernando la conducta del héroe lo que proscribe la convivencia y prescribe la barbarie, sino el poder hacer lo que la ensangrentada voluntad de su poderosa marioneta quiere, o en suma: su poder. El quiero que sigue al puedo es la ley del poder y la plaga de la existencia humana, contra lo que no inmunizaría ni la más acabada armadura que Hefaistos fuese capaz de construir para otro Aquiles al fin humanizado; frente a la nuda violencia, y en tanto permanezca expedita la línea del puedo al quiero, no habrá garantía alguna de preservación, por cuanto el enemigo contra el que deberá preservar a la futura ciudadanía se halla originariamente en él.

¡O se rompe la línea o todo será un esperar sin esperanza, esto es, sin acción! Y acabaríamos entendiendo no sin cierta autocompasión que la armadura con la que Héctor combatió a Aquiles la llevó antes Patroclo, a quien al volver a la lucha se la había cedido Aquiles: fue la propia muerte la que nos hizo el regalo de devolverla a su legítimo dueño a fin de recordarle que también él estaba desarmado.

Este artículo se publicó en Pompaelo el día 15 de febrero 2022

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