El poder de las palabras y la política

Por Antonio Hermosa Andújar

Si se midiera su peso en oro, el precio de esos “poderosos soberanos de cuerpo diminuto” no tendría más valor objetivo que el que en diferentes contextos alcanzara a otorgarles la espada, como dijera Hobbes (meras exhalaciones de aire sin ella, añadía).

¿Cómo algo tan pequeño posee un poder tan grande?

Demos un paso atrás, el necesario para resituar la cuestión en la aspiración confesa de Gorgias, autor de las palabras entrecomilladas anteriores, de “poner algo de razón en la tradición” y rescatar a Helena de la prisión de infamia a la que generaciones de prejuicios e ignorancia la arrojaron, vale decir, de rescatar a la propia Grecia de su inicua historia de bárbara sinrazón. 

Liberar a Helena de la cadena de humillación que la arrastra por el alma griega, esto es, demostrar que su llegada a Troya se debió a un poder superior a su voluntad, el objeto del discurso de Gorgias, lo explica su autor por cuatro probables causas: el azar, la divinidad o la necesidad, primero; la fuerza del probable raptor, segundo; la irresistible seducción de las palabras o del amor, en tercer o cuarto lugar respectivamente: aquéllas, actuando mediante el látigo de la persuasión y éste mediante el encantamiento de la pasión. ¿Qué voluntad humana resistiría a semejantes prodigios? Cada uno de ellos, en el elenco del gran sofista, arrebataría sin escrúpulos a todo ser humano al destino de sus manos y escindiría sus deseos de sus objetos.

Y en esta nivelación ontológica de las cuatro fuerzas naturales en un posible efecto causal idéntico anida imperceptible la primera manifestación del poder de la palabra: ¿cómo, en efecto, ese ser invisible y diminuto competiría en capacidad disuasoria con tanto ilustre concursante? El liviano desarrollo explicativo de su razonamiento basta para mostrar, en efecto, que la palabra rechaza medirse con ellos por la sencilla razón de que sabe que los supera a todos. ¿Qué la dota de un poder tan soberanamente incontestable?

En los dos primeros casos, medir la fuerza de los contendientes con la voluntad individual es situar frente a frente a dos potencias tan disímiles que no cabe relación alguna. La mera presencia de una conlleva la anulación de la otra. En el último caso, en cambio, hay, sí, relación, porque si bien el torbellino del amor envuelve a los amantes y arrastra consigo cuanto envuelve, la pasión crea aquiescencia entre ambas partes a correr entre ellas una misma suerte. La lucidez de la voluntad se extingue voluntariamente ante el corazón que la conquista, y si éste opta por el secuestro aquélla optará vehemente, incontrolablemente por ser secuestrada.

¿Qué cabe más poderoso que toda fuerza cuando fuerza o que el corazón cuando arrastra –otra forma de fuerza más con, añadido, el encantamiento que seduce?

A decir verdad, manifestaciones de poder aparecen asociadas a la palabra desde el instante mismo en que entra en escena; la palabra es el titiritero que mueve las marionetas de las pasiones a su gusto; así, juguetea con la alegría y la tristeza, el miedo y la esperanza, el placer y la desdicha tanto cuando se la recita en las grandes manifestaciones artísticas, sociales o personales, como cuando se la sigue en sus correrías escritas, y persuade con donaire ya sea en el ámbito retórico, filosófico, forense o político. Doquiera hallemos teatralizaciones de la aflicción, el ramillete de flores por las que la dicha se expande, a la catarsis prodigando sus exorcismos, a la audacia en formación de combate o a la locura suplantando a la razón sabremos de su presencia. La potencia de la palabra, por tanto, deriva tanto de su naturaleza como de su omnipresencia, esa versatilidad que la dota para la acción en una pluralidad de escenarios y le asigna el papel principal en toda obra en que actúe.

Ello, empero, no respondía a la pregunta, dado que la finalidad era saber por qué su poder es superior al de los rivales. 

La palabra persuade, es decir: mueve voluntades ajenas. Y a tal fin no requiere ni aplastarlas, como sí hace la gama de fuerzas expresadas en las dos primeras causas, ni desactivarlas en tanto arrastradas por los impulsos del corazón. La palabra requiere el concurso de las voluntades que mueve en la acción que sigue a la opinión que la crea. Y aquí yace el meollo de la cuestión. Gorgias se jacta de devolver a Helena una nueva vida en Grecia por mor de su supuesto triunfointelectual –he ahí un episodio más del poder de la palabra: la mutación del filósofo en charlatán, novedad entonces y hoy hábito–, pero lo que sí hace es legar una tragedia a la posteridad. ¿En qué consiste?

La palabra persuade, decía. Y para hacerlo se vale de sus muchos y asimismo poderosos recursos, como su perfección interna, la belleza con la que la retórica la engalana, la serie de reglas formales que dan vida a esa belleza, etc. La palabra, por tanto, se ha organizado como discurso, esto es, se ha tecnificado; y, al hacerlo, se ha desprendido de la piel axiológica que la recubría; y es así, como serpiente que se ha deshecho definitivamente de su camisa, y que adopta una de quita y pon en función de quién la usa y quién la consumirá, como desciende al mundo, privado o público, de la opinión. 

Un mundo ese siempre imperfecto por naturaleza –no lo sería si conociéramos pasado, presente y futuro, como el Calcante de Homero–, al que la “deidad” de la palabra accede ocasionalmente cubierta con el manto de la neutralidad y otras, las más, con el disfraz de la ideología y la intención del manipulador, segura por otro lado de chantajear a nuestras necesidades o a nuestra vanidad como a nuestra ignorancia, y de lograr en ambos casos convencer a los opinantes, es decir, dotar de la fortaleza de la convicción el medio antes frágil de la opinión personal.

Ahí la tragedia se ha consumado, porque quien persuade convence a la opinión incluso de algo que va contra ella misma, contra el interés o el deseo íntimo de quien la sostiene, llegando incluso a desatar su audacia para combatirse a sí mismo. Sólo la vacuna de una responsabilidad personal siempre en alerta podría refrenarla, algo cada vez más difícil cuando la manipulación se ha elevado a arte y la resistencia se hunde en el hastío incluso cuando aumenta.

El poder de la palabra es trágico y más poderoso que los anteriores porque la voluntad del que actúa no se volatiliza sojuzgada por la gama de fuerzas que concurren en los dos primeros casos, ni, presente, desaparece en el vórtice de la pasión; sino que, presente, la voluntad hace y deshace a su antojo. Por lo que, manipulada, acaba siendo ella misma la que se sojuzga y arrastra libre y racionalmente. 

La tragedia que acompaña a la palabra es, pues, su capacidad, al persuadir, de transformar al persuadido en verdugo de sí mismo por propia convicción…

…O bien en parte de un verdugo colectivo en el que la opinión de cada uno se funde con la de un jefe de partido que busca el exterminio del bando rival: al principio por hostilidad y más tarde por interés personal, campo moral que acaba ampliándose hasta abarcar la felicidad de exterminar por exterminar.

Eso es cuanto, al narrar la guerra civil de Corcira, nos enseña Tucídides sobre lo que acontece en tiempo de guerra, tiempo en el que el miedo a perecer de muerte violenta nos induce a violar normas y tradiciones, y en el que, con la naturalidad de la inconsciencia, se somete a las palabras a un vaciado en su sentido y a una resignificación ulterior que las hace decir semánticamente lo que no decían y ser axiológicamente lo que no eran: ya no comunican a los humanos porque ya no todos son humanos: ya sólo dividen la polis en facciones y las enemistan entre sí. 

Y lo que nos enseña semejante enseñanza son dos cosas: que la política, guerra incluida, depaupera a la palabra, mas no le rapta su poder, si bien lo traslada a la cáscara en lugar de fijarlo a la pulpa, es decir, al nombre en lugar de a la realidad que designa: sigue siendo poderosa diciendo lo opuesto a lo dicho antaño. Eso, en primer lugar. 

Y, en segundo lugar, que el poder que une es uno con el poder que divide y que, por tanto, en la nueva línea recta creada por la escisión de la sociedad en facciones cuya enemistad las intrarrelaciona, el poder de dividir puede coincidir con el deseo de matar.

Efecto ese apareado a una enseñanza final: que si conformar un cuerpo sólo es posible a quienes por sangre son capaces de reunir ocho apellidos y a quienes por creencia deducen mediante su razón falsaria de la sangre un único idioma, una sola historia y una unísona voluntad –aun admitiendo sanchetes reciclados que no sean de plata–, los beneficiarios de modelo tan poco edificante aprenderán sin remedio que el deseo de vivir llega a coincidir con el poder de matar.

Este artículo se publicó en Pompaelo el día 1 de febrero 2022

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