Era ese momento áureo en la historia de Cartago en el que ya su grandeza hacía peligrar su libertad. La familia de los Barca extendía el imperio de la ciudad por el Mediterráneo incrementando así el propio, esto es, potenciaba el refulgir de los destellos monárquicos en el aún formalmente prevaleciente firmamento republicano. El pasado pugnando por volver, bien que con una realeza distinta y más poderosa, precediendo en eso a la propia Roma mas con menos éxito, al ser justamente ella quien le arrebatará primero el destino y más tarde su forma.
Dos discursos del aristócrata Hannón transmitidos por Tito Livio, en reacción a los del bando rival, jalonan la reorientación política experimentada por la República de Cartago.
En el primero combate a la hidra de dos cabezas que venía configurándose a ojos vista: una guerra implacable con Roma y –su repique interno– la formación de una dinastía centrada en los Barca. La designación de Amílcar como jefe del ejército fungió como pistoletazo de salida de ambos procesos que, pese a pactos intermitentes entre las dos ciudades más poderosas de ambas orillas del Mediterráneo, había inscrito en su origen su destino: al conflicto sólo cabía saldarse con la destrucción de una por su rival.
La constitución de Roma como potencia marítima y no sólo terrestre, el juramento de odio por parte de Aníbal, que arrastraría su vida por un sendero fatalmente marcado, el reparto del poder militar entre los miembros de la familia Barca, en la que Asdrúbal se había integrado como yerno de Amílcar, su decisión de llevar consigo a Hispania a su hijo, Aníbal, siendo apenas adolescente, el traspaso de su poder a su yerno tras su muerte y la aclamación de Aníbal como jefe por la tropa tras la suya eran fenómenos que Hannón había podido palpar en su formación y desarrollo, y de los que preveía sin esfuerzo su devenir si no se los atajaba.
De ahí su admonición al Senado, que tenía también a Aníbal por destinatario, cuando advierte contra “los poderes desmedidos y esa especie de tiranía de su padre” y cuando exige para refrenarla que se deba “mantener a ese joven en casa sometido a las leyes, a las autoridades, que se le debe enseñar a vivir con los mismos derechos que los demás, no vaya a ser que en algún momento esta pequeña chispa provoque un enorme incendio”.
El destino, se sabe, es autista y se muestra igual de insensible ante un acto de rebelión de la libertad, por trágico que sea, que ante una lección magistral de la tradición para mantener el statu quo si para la ocasión no contribuyeron a configurar su instinto. En la actual, el anhelo de paz de Hannón fue claramente derrotado por el afán de guerra del Barca más insigne, arropado por el nuevo sujeto político surgido a raíz de lo anterior: el ejército.
El segundo discurso de Hannón tiene lugar ante el Senado cuando ya la guerra con Roma resume toda la actividad exterior de Cartago y el triunfo en la misma consuma sus ideales. La rotundidad de sus pronunciamientos en contra de quienes la fijan, la ironía con la que despacha a sus portavoces y aun la melancolía que se deja entrever en sus conclusiones, nos dicen sin ambages cuán soberanamente el gran republicano hizo uso de la libertad incluso cuando ya no creía en sus efectos, cuando sus palabras se disolvían en volutas de sonidos informes antes de llegar a los oídos de los presentes en el auditorio.
De la brillantez de este discurso traemos primero a colación los dos sarcasmos mediante los cuales Hannón fulmina la racionalidad de las palabras de Magón, hermano de Aníbal y vocero de sus intereses, que venía a decantar la evolución favorable de la guerra, si bien sale de su misión ingeniosamente ridiculizado en un doble oxímoron: “(…) He destruido los ejércitos enemigos; enviadme soldados: ¿qué otra cosa pedirías si hubieras sido vencido? He tomado dos campamentos enemigos, llenos sin duda de botín y víveres; dadme trigo y dinero: ¿qué otra cosa pedirías si te hubieran despojado, si te hubieran quitado el campamento?”.
Ahora bien, el uso pleno de su libertad de opinión a fin de controlar la acción exterior del general se vuelve heroica no sólo por la valentía con la que su parecer contraviene el de los demás, sino por la soledad en la que Hannón la emite. Así, el silencio religioso que las acogía, en efecto, era el del respeto aún mantenido por su prestigio, no el que otorga una cómplice atención; su propio partido se ha dejado ya cautivar por los cantos de sirena del imperio prometido por las continuas victorias; el Ejército ha terminado por ser la potencia política contenida en la promesa de su aclamación de Aníbal como Jefe, pese a que la Constitución no le reconocía semejante prerrogativa: Cartago, en suma, acentúa su condición de monarquía pese a su fachada republicana. En esta tesitura, el diálogo con Magón con el que Hannón remata su discurso resulta revelador.
Su apuesta había sido vincular la suerte de Cartago a la paz con Roma, conocedor como era de la historia romana y de la promesa de potencia contenida en ella; mas la actitud infantilmente triunfalista del hermano de Aníbal era el eco de la contraria dirección hacia la que soplaba el espíritu del momento. Por ejemplo, jactarse de una victoria próxima no se correspondía con el hecho de que, pese a esa Roma moribunda emergida tras su derrota en Cannas, ni un solo pueblo latino se hubiera pasado al bando de Aníbal, etc. De ahí que le espete una ráfaga de palabras con las que refrendar la paz, como él desea, o la victoria, como Magón pregona; y de ahí que, dado el resultado, el botín de la certeza o el de la esperanza se esfumen tras el cerco de un puñado de preguntas sin la buscada respuesta.
Magón, pues, ha embarrado la escena pública con bulos, la ha edulcorado con palabras que no son la sombra verbal de hechos ya acaecidos ni probables, sino lodo sacado del polvo del voluntarismo, y ha ocultado con ellas, además, peligros y amenazas que sí son reales; y lo ha hecho sin sonrojo, y si cabe adivinar algún aspaviento en su comportamiento quizá provenga antes del entusiasmo que le provoca la empresa en acto que del deseo de convencer al auditorio de su bondad. Por ello no sorprende que no se haya tomado demasiada molestia por disimular su actitud: estaba autorizado a mentir a sabiendas porque también sabía que sus partidarios no le pedirían cuentas, dado que compartían creencias, eran multitud y se diría que confiaban por adelantado en la verdad de la creencia un día troquelada por Lucano en verso áureo, a saber: que “el delito que se comete entre muchos queda sin castigo”.
La fuerza, también se sabe, es de naturaleza atea, aunque guste servirse de algún dios para protegerse de la superstición y hacer más llevadera la obediencia que reclama. A veces se siente tan segura de sí misma que hasta los dioses le estorban, y entonces tales espectros han de buscar creyentes nuevos a los que retener excitando la esperanza o el temor. Fue ésta la que nos enseñó Polifemo ostentando ante Odiseo el terror de su potencia.
La fuerza que autoriza a mentir a Magón es en cambio la de las armas secundada por la de la opinión, menos visibles pero más terribles y poderosas que la anterior, sobre todo la segunda, al justificar su existencia en la del número y no requerir más verdad para su epifanía que la mentira que ella misma fabrica, por cuanto la creencia le imprime por sí misma la fuerza del hábito, de la tradición: nace consolidada. Es la fuerza que no teme la verdad, que no exige pruebas en auxilio de su palabra, que ajusta los hechos a sus intereses, que los manipula por sistema en aras de su verdad, otra nueva y superior a las antagonistas, pese a forjar su relato con leyendas y a falsificar la historia mediante ideologías. La fuerza, en suma, que vuelve al gobernante más poderoso que la ley y a la verdad más innecesaria que la propaganda, y que otrora, en Cartago, al compás tranquilo de acontecimientos ya sabidos, había transformado el régimen político de República en Monarquía sin haber certificado ni la defunción política de aquélla y sin haber tenido que trastocar siquiera el orden de sus instituciones.
Este artículo se publicó en Pompaelo el día 13 de junio 2022