Una loba amamantando a dos niños abandonados ha seducido desde antiguo a la imaginación como símbolo del origen de Roma, pero la historiografía como disciplina científica lo objetó desde siempre, aun dando cuenta de él, con enmiendas a la totalidad. No obstante, el águila de la imaginación, avivando con sus alas el fuego de las emociones, ha conseguido mantener su presencia, pese a la soberbia potencia del enemigo, en el trono del saber. Leyenda esa que figura entre las disonancias del espíritu humano que vuelven más bella y amable la vida.
Uno de esos niños fue Rómulo, que, de mayor, fundó Roma. Lo hizo mediante un “aluvión de gentes de todas clases, sin distinción de esclavos y libres, ansiosos de novedad”, de procedencias diversas; “una multitud oscura y de baja extracción”, precisa Tito Livio, a la que procura la ansiada protección del “asilo”, el sacro refugio en el que expiarán un pasado manchado de crímenes. La mezcla se vuelve unidad mediante leyes e instituciones comunes, que les tratan como hombres y por ende como ciudadanos, sin diferenciarlos por su lugar de proveniencia, su calidad moral, sus costumbres, sentido de pertenencia, lengua, profesión, etc. El constante crecimiento de la ciudad, compuesta ya de una cifra que, significativamente, empezaba a despertar recelos y miedo entre las circundantes, ratificaba la bondad del procedimiento.
Ahora bien, a medida que Roma se dilataba en el espacio acortaba su tiempo: era una ciudad toda ella hecha de varones y la reproducción es un privilegio que la naturaleza sólo concede a las mujeres. La solución, pues, pasaba por ellas: ¿estaba también en sus manos? Sigamos el decurso de la historia.
Rómulo envía una legación a las ciudades vecinas solicitando enlaces matrimoniales y las alianzas anexas. El fracaso que cierra todas las negociaciones tiene varias causas, y el miedo a la nueva potencia que crecía a ojos vista entre ellos no es la menor; el fracaso, empero, no deja intacto el statu quo ante, porque los ofendidos combaten las burlas de los humillantes con resentimiento, lo que de repente nombra a la violencia virtual juez del conflicto. Y el juez pasa astutamente a la acción con ocasión de unos juegos solemnes a los que Rómulo invita a las poblaciones vecinas, que acuden incautas y curiosas anhelantes de conocer al enemigo en su madriguera; mas, a una señal convenida, los jóvenes romanos raptan a numerosas doncellas, y los nuevos ofendidos huyen, víctimas de su anterior desprecio y paganos de su inocencia.
En tanto suenan los tambores de guerra, Rómulo hurga en la conciencia de las raptadas, en su mayoría sabinas, con argumentos que apelan a la justicia del castigo al orgullo ajeno, la necesidad de actuar, las promesas de un futuro igualitario con sus nuevas parejas y la conveniencia de deponer su actitud hostil aceptando la nueva situación; vale decir, con la esperanza de que el amor, los hijos y el paso del tiempo curen con su bálsamo la herida inicial, y devuelvan así la paz y la alegría al corazón de las nuevas romanas.
Fiar la justicia del deseo de reparación a la venganza y sus prisas por castigar equivale a confundir la naturaleza de las cosas, y la irreflexiva precipitación con la que ciertos pueblos declaran la guerra a los romanos los lleva a aprender la dura lección en sus propias carnes: no pocos ceninenses y antemnates pagaron con su vida y libertad, y las dos ciudades con su independencia al quedar convertidas en colonias romanas (Dionisio de Halicarnaso dixit), el precio de la contienda. Todos quedaron instruidos entonces en que una guerra sólo se vence si se dispone de recursos adecuados para organizar la fuerza, esto es, conocimientos de estrategia y de táctica, disciplina y un general preparado al frente del ejército, etc. O si se prefiere: que tener razón, ser justo o piadoso, u odiar legítimamente pueden equivaler a otras tantas razones que hacen más lacerante e incomprensible la derrota.
El enfrentamiento entre romanos y sabinos fue mucho más disputado, al punto que Livio introduce en su narración la trascendencia –la ayuda de Júpiter Stator tras la interesada invocación de Rómulo–, como factor compensador de la superioridad sabina en el instante de mayor peligro para el ejército romano. Y justo entonces, en uno de esos obstinados y tan reincidentes momentos en que la condición humana parece naufragar en la indecisión porque la razón y la voluntad no ofrecen soluciones convincentes la una a la otra al mediar entre ambas grandes pasiones que atizan en pos de opciones divergentes, según Dionisio de Halicarnaso; o bien porque la suerte ha cambiado para uno de los bandos, y con ella la esperanza de odio y victoria se vuelve demasiado exigente ante los requerimientos de la paz, según Tito Livio; justo entonces, decía, las mujeres sabinas entran en escena y con su actitud imprimen un giro inesperado a los acontecimientos no entrevisto por los hombres y, al final, gracias a la actitud y argumentaciones de aquéllas, revelándose los más útiles y deseados por ellos.
Son las mujeres sabinas quienes con su actitud hacen comprender a los guerreros la tragedia de la guerra y con su valentía quienes se arrojan en medio de la batalla para frenarla, acciones que Livio narra como sólo él sabe narrar: “alternativamente, suplicaban a sus padres y a sus maridos que no cometiesen la impiedad de mancharse con la sangre de un suegro o de un yerno, que no mancillasen con un parricidio el fruto de sus entrañas, sus nietos unos, otros sus hijos”. Y poniendo en boca de las propias mujeres las palabras, añade: “Si estáis pesarosos del parentesco que os une, si lo estáis de estos matrimonios, tornad vuestra ira contra nosotras; nosotras somos la causa de la guerra, de las heridas y muertes de nuestros maridos y nuestros padres; mejor perecer que vivir sin unos u otros de vosotros, viudas o huérfanas”.
Una confesión de culpa ésa que no mancha su inocencia, puesto que todos conocen los hechos y nadie osaría acusarlas, pero que las saca para siempre del anonimato social o del papel secundario hasta entonces desempeñado y otorga carta de ciudadanía a un nuevo sujeto político que antes de seguir dando vida a Roma con sus hijos ha dado existencia a Roma con sus acciones. O mejor, ha refundado la nueva Roma, porque no sólo ha traído la paz a los contendientes, sino que las consecuencias van mucho más allá: su gesto, que “emociona a soldados y jefes”, se prolonga en esta otra secuela, tan deseada quizá al inicio por Rómulo como inesperada después y lógica siempre: “No sólo establecen la paz, sino que integran los dos pueblos en uno”.
¿Cuál es el significado de un hecho histórico tan extraordinario que empezando en el rapto de las sabinas concluye con la refundación de Roma, y qué cabe aprender de él?
Aparte de la plena humanización de la mujer o la mezcla de individuos de origen diverso en valores y fines comunes como ingrediente esencial de la constitución de una sociedad, un rasgo fundamental observable en semejante proceso es la disociación entre origen y destino, tanto de un pueblo como de un individuo, puesto que cabe corregir la violencia inicial y legitimarla a fortiori con otro hecho más importante que el anterior. La magia de la acción humana permite, al extraer bien del mal, legitimar éste y resignificar su memoria al desmarcar los ventajosos efectos de la siniestra causa; por otro lado, y aunque no repara automáticamente el daño hecho haciendo justicia a los damnificados, compensa su balanza, en la medida en que esto es posible, evitando su repetición en el futuro, es decir, ahorrando las víctimas que una sociedad partida en dos mitades rivales o dos sociedades enfrentadas por un mal –un odio– común producen naturalmente.
Otro rasgo igualmente fundamental proviene del amor, filial o de género, que se revela aquí como el agente más potencialmente revolucionario entre los seres humanos, ya que no duda en sacrificar la vida del amante por el amado. Ahora bien, cuando las sabinas trasladan el corazón a la política y denuncian el crimen de lesa majestad cometido por la guerra al enfrentar a personas con vínculos consanguíneos, no actúan de precursoras de Antígona, sino que se saben portadoras de una novedad; al anteponer el corazón a los valores morales que fuerzan a los sabinos a guerrear contra quienes violaron el sacro deber de hospitalidad, ellas ostentan ya su conciencia de ciudadanas de un nuevo mundo, el nuevo sujeto en el que el amor ha fundido al pueblo de antes y al de ahora en un único pueblo; son ellas, pues, las que transforman la guerra exterior, movida por el deseo de venganza, en guerra civil, que exige el perdón para olvidar la herida inicial y sellar la paz que una definitivamente a los antaño adversarios; son ellas, en suma, quienes asimilan antes la nueva situación y apuestan por un metro nuevo que la evalúe. De otro modo: la pasión –el amor– refrenaba la pasión –la venganza–, espectáculo ese que escenifica una fuerza esencial de la complejidad humana y suministra una clave a la supervivencia.
Para acabar: ¿por qué las sabinas decidieron actuar como hicieron en lugar de sufrir en la pasividad del silencio el dolor lancinante que las humillaba, papel para el que habían sido educadas? La necesidad es el irreverente comodín causal con el que tendemos a explicar esos cambios inesperados y radicales del statu quo en los que todo cuanto sucede lleva la vitola de lo necesario. Pero al aplicar la lupa a cuanto oculta el dechado de objetividad aludido, lo que se observa en este caso es un objeto, la guerra entre dos de los afectos esenciales en los que el amor disputa el trono del corazón humano, y un sujeto que sufre, las sabinas, porque los dos afectos se reparten por igual el suyo.
A partir de ahí, continuamos observando, el sujeto urde sobre la marcha un plan racional para cambiar la faz de la situación; un plan en el que, a la vez, resuenan los ecos pasados de lo que fue –la confesión del delito de existir, causa de la guerra– junto a los ecos futuros de lo que puede llegar a ser si sigue rompiendo los barrotes invisibles donde lo encarcelan los prejuicios y persiste en actuar como es. En fin, si las sabinas decidieron, contra su rol social, parar la guerra es, sencillamente, porque podían: porque, al menos por entonces, los prejuicios y las creencias que los fortifican daban a lo más para atenazar la potencia de la naturaleza humana, mas no para desnaturalizarla. Su acción frisó en el mármol del tiempo la certeza de que mujeres y hombres comparten humanidad.