Lo más importante de nuestra sabiduría se reduce –se amplía, deberíamos decir más bien– a vivir y dejar vivir. Esa breve fórmula compendia el arte de la felicidad: la búsqueda de la nuestra y el respeto a los demás para buscar la suya. Fórmula esa cuya sencillez es la máscara de su complejidad, porque siempre hay un absoluto que la desenmascara, que carga contra nuestra autonomía para buscar la propia o nos insta a cargar contra la ajena: Uno de los tres dioses únicos que circulan por ahí, cuando se le toma en serio en lugar de cultivar la santa hipocresía que bendice la socialidad; alguna Historia que limita por detrás con el olvido y por delante con la libertad más paradisíaca; alguna Nación que los tiene cuadraos y más antigua, seguro, que las dos familias señoras del tiempo (a tenor de la leyenda del fornido Alcázar de los Condestables de la localidad burgalesa de Medina de Pomar, deliciosa desde el nombre: Antes de que Dios fuera Dios / Y los peñascos, peñascos / Los Quirós eran Quirós / Y los Velascos, Velascos); o incluso alguna Nación con un pasado tan, tan libre que ya explica que el dios de su elección fuera marca de la casa y hasta se impusiera hablar en una sola lengua pudiendo hacerlo en dos porque la otra es una lengua colona.
No sólo eso: aun esfumado lo anterior, la fórmula seguiría siendo compleja porque vivir no se entendió siempre de la misma manera por todos, o –aún peor– porque vivir no fue siempre algo valioso en sí mismo. Cuando Platón se escandalizaba de que los esclavos anhelasen vivir siendo esclavos nos brinda, cierto, una excusa para escandalizarnos hoy de él, mas también la oportunidad de entender cuanto afirmábamos justo mientras entraba en escena. Y además: la fórmula es compleja en su sencillez porque en algún prohombre griego, como el Solón de Herodoto, vida y felicidad se reunían sólo tras la muerte. Y si el lector ahora se preguntara por qué hemos retrocedido hasta Grecia la respuesta sería fácil: también esta historia empieza allí.
Demos algún paso atrás, hasta la obra de Homero, prodigiosa síntesis de inteligencia, erudición, hondura y belleza. El escenario aparece dominado por héroes y los héroes por su honor; toda acción en la vida de aquél lo tiene como centro de referencia, al punto que ejercerlo y preservarlo se convierte en su estrella polar. De hecho, la vida cesaría de ser inteligible de perderse, y morir en tal caso sería más dulce y perentorio que vivir… ¿O no?
Si rebuscamos atentamente entre los cantos de la Ilíada, ese opus magnum de cuyo Canto XXIII dijera Friedrich Schiller que valía la pena nacer sólo para leerlo, toparíamos con varios pasajes que proclaman cada vez con mayor vigor el triunfo de la heterodoxia, esto es, de la vida sobre el honor. Si algo repugna al héroe es la cobardía, y no obstante Licaón, en lugar de cumplir con su deber y morir luchando, se deshace en lamentos por su negra suerte e implora al verdugo que le deje vivir, llegando incluso a renegar de sus vínculos de consanguinidad con Héctor. Y la inicial reacción del héroe troyano por excelencia, una vez a solas frente a Aquiles, es huir enloquecidamente hacia ninguna parte al describir un círculo alrededor de las orgullosas murallas de la ciudad perseguido por Aquiles “pies ligeros” sin que éste le dé alcance, demostrando así que la cobardía es también una forma moralmente degradada de instinto de supervivencia (en otra entrega asistiremos al final de esta historia). Mas la humillación señera de su honor, con todo, el héroe la había sufrido por obra de otro hermano de Héctor, Paris, quien en el momento álgido del duelo con Menelao, cuando lo que está en juego es nada menos que la suerte de la guerra de Troya, acepta que Afrodita, su deidad protectora, lo secuestre de la escena y lo deposite en el lecho, adonde acude su esposa a refocilarse con él mientras la paz, burlada por la diosa y por el sexo, se retira sangrante de rubor del campo de batalla.
Empero, su mayor golpe el honor heroico lo experimentará calladamente, en la Odisea, probable acmé de la cultura griega si no de la entera tradición occidental. En el Canto XI, un ajuste en toda regla con el mundo heroico de Troya, un Odiseo aterrorizado ha cruzado el umbral del Hades, se ha topado con figuras conocidas cuando de pronto le sale al paso el alma de Aquiles; la nostalgia aprovecha el breve diálogo para calmar el dolor de la del héroe vivo, que aún no pudo regresar al hogar, refugiándose en laureles de otros tiempos sin percibir que el destino ha cambiado de mundo y que, en realidad, son él y sus antiguos valores heroicos lo que ahora están muertos: “Tú, Aquiles, fuiste… feliz entre todos y lo eres ahora (…): por ello no te debe, ¡oh Aquiles!, doler la existencia perdida”. Pero las sombras han cambiado para entonces los ideales del héroe, y el supuesto consuelo que en otros tiempos habría hecho sonreír a su orgullo revela hoy, desenmascarada la astucia del destino, que ni la melancolía de los recuerdos sobrevive al fósil de la gloria. Así responde Aquiles a Odiseo: “No pretendas… buscarme consuelos de la muerte, que yo más querría ser siervo en el campo de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa que reinar sobre todos los muertos que allá [en Troya] fenecieron”.
Las sombras del héroe han revivido renunciando al honor y a la gloria, uno de los deberes contraídos con aquél. Y aunque el heroísmo y su moral sobreviven en algún pueblo que, de pie ante el precipicio, prefiere untado de honor seducir a la muerte en lugar de una transitoria servidumbre, la vida ya ha empezado a caminar con autonomía, adulta, y a mirar desde lo alto de su desprecio toda sujeción que en última instancia no se postre ante ella: el honor, el heroísmo, la moral, la patria mística y, desde luego, esa muerte sacrificial que algún profesor universitario desde su cátedra o algún político desde su tribuna o algún criminal con hechuras de ambos predica para otros, incluidos los suyos, mas nunca para sí, que prefiere dirigirla o explotarla: arrancar el corazón de nuevos muertos en el altar de una patria fantasmal, de un lado, y glorificar asesinos como él, pero que sí matan (y si el muerto es francés, hasta puede salir gratis), de otro.
Así pues, ¿qué es desear la vida y cómo ese deseo preludia nueva igualdad y más libertad?
Vivir, su deseo absoluto, significaba anteponer la vida al honor y empezar a nivelar a los títeres de éste con los fieles a aquélla, igualando así en la psicología y en la práctica a hombres que tanto por su pedigrí, su condición y su conciencia eran aún muy desiguales.
Vivir significaba ponerle rostro a todos aquellos a quienes los héroes se jugaban a su suerte y ponerle rostro humano al héroe, además de mérito a las acciones de todos.
Vivir significaba iniciar la andadura en la que el sentido común se impone a las prosapias naturales o sociales, históricas, políticas o intelectuales: la misma en la que un día, ya claramente transformado en opinión, en doxa, formará parte de la decisión colectiva con la que la asamblea marca el rumbo de la ciudad democrática.
Vivir como valor, antes incluso de ser homenajeado como renovado absoluto, significó de hecho el triunfo en sordina del individuo común, un producto histórico, desde luego, y sin duda con grandezas y mezquindades desconocidas, pero que contiene entre sus atributos una vacuna cuyo buen uso remediaría todo dogmatismo: el lujo de equivocarse y poder, pese a ello, volver a empezar.
Y la vida como absoluto, al aunar a los humanos en torno a ese valor común, presupone la aceptación del hecho de vivir como valor, del valor de la vida como un hecho, una singladura ideal-normativa que tuvo su origen en Homero y que en su desarrollo no reclamará el temido egoísmo platónico que convierta una sociedad en dominio de la anarquía, sino la capacidad de decidir por parte de cada individuo el estado de excepción normativo en momentos de soledad moral y, también, autoridad originaria para recrear la vida subjetiva y dar el singular visto bueno a las reglas y los límites que habitualmente configuran la vida en sociedad. Vale decir, presupone, junto a la igualdad, libertad.
Desear vivir a toda costa significa, en suma, crear el requisito para una nueva moralidad y una nueva humanidad, en las que dicho deseo empieza a ser el valor intangible por antonomasia.
Aunque en permanente vigilancia por la moral para evitar su apasionamiento, caída en el placer incluida, la vida fue deviniendo tan adulta como para fabricar mundos propios con los sujetos y sus deseos si, por ejemplo, una embestida de la naturaleza les arrebataba de su condición social, como en la Atenas dominada por la peste, en la que según Tucídides los aún no apestados fueron capaces de reconciliarse con la vida a través de un repentino carpe diem, dramático porque el instante que pasaba podía ser el último, y que en medio de las zozobras del alma iba sacando al miedo puntuales colores de esperanza.