«Historia magistra vitae»

Por Antonio Hermosa Andújar

Si las palabras fueran alas, las del título de este artículo llevarían sobrevolando los cielos de la mente más de dos milenios, resolviendo allí tantos acertijos que acabaron por recalar en la conciencia; lo que, empero, no es óbice para recordar dos cosas antes de proseguir. La primera, que lo escrito por Cicerón en El Orador no era eso, sino esto: Historia vero testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustatis… (“la Historia, genuino testigo del tiempo, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, heraldo de la tradición”), lo cual dejaba nuevas parcelas de vida personal y colectiva a merced del poder de la historia; la segunda, que aun si esas palabras concretas no existían antes, la idea sí, y propalaba hechos morales y políticos de gran calado en grado de asentar las diversas culturas y razas en una única antropología.

Así, del padre de la historia, Herodoto, aprendimos que los hombres, aun siendo mortales, son también inmortales, pues realizar determinadas acciones corona sus vidas de gloria, redime a sus autores del silencio programado por su naturaleza y les fuerza a trascender su época. Y Tucídides, el padre de la historia científica, proyectando tales hechos sobre el lienzo de una identidad humana común, nos enseñó que la historia de un pueblo es en parte la historia de todos los pueblos, en el sentido de que a todos cabe aprender de ella, y de ahí el considerar válida “para siempre” toda verdad certificada por su investigación. Ambos nos ilustraron de que los bárbaros no eran una especie aparte de los civilizados griegos, el primero al incluir sus empresas en el recuento de las que debían ser salvadas del olvido, es decir, al juzgarlos como sujetos dignos de historia, dignos de existencia intemporal: de ser tratados como hombres y ser rescatados de una existencia efímera merced a la propiedad de la escritura de escindir no sólo lo escrito del escritor, sino también la gesta de su época (Gellner dixit); el segundo, con una frase que quiere esconder un oxímoron: “el mundo griego antiguo vivía de modo semejante al mundo bárbaro de hoy”; Grecia, la ville lumière, el pueblo-faro de los demás, a los que vencería, romanos incluidos, incluso vencido (Horacio dixit), ¡había comenzado siendo bárbaro!

Así pues, la historia nos enseñaba merced a ambos que la barbarie no era un pueblo, que todo pueblo bárbaro limitaba al frente con la civilización. Más tarde Polibio añadió la posibilidad de que ese porvenir que todo pueblo aún bárbaro tenía ante sí encarnase en otro más civilizado y poderoso que los conjuntara, enhebrando la heterogeneidad de sus pasados en un futuro común, y por eso Roma creó la historia universal como hecho nuevo; novedad más tarde apuntalada por Aristides con un fundamento normativo al fechar en Roma el feliz punto de intersección de la justicia universal –el Imperio era el mundo– con la supervivencia de tradiciones locales.

Esa, a un tiempo, moralización y politización de la historia se explica porque Roma, por boca de sus historiadores más preclaros, había puesto condiciones a sus propios actores para recibir sus gracias y a ella misma para dispensarlas. Cicerón había descuidado todo eso al describir los poderes taumatúrgicos de la historia, creyéndolos innatos y faltos sólo de un alma para producir efectos, sin atender al hecho de que el alma podía estar muerta en vida o la muerte misma fingir un alma. Mas Tito Livio habría sentenciado con sus dudas la entera validez didascálica de la historia de haber tomado en serio su afirmación sobre la gravedad de la crisis social de la Roma contemporánea, al decir, con frase inmortal, aquello de que “se llegó a estos tiempos en que no somos capaces de soportar nuestros vicios ni su remedio”. Mantener en pie pese a ello su colosal proyecto historiográfico indica que no cabe confiar en la coherencia de los seres humanos ni cuando sus cenizas en flor son lo único que resta de ellos, por cuanto un soplo de historia, nutrido de exempla, bastaría para devolverlos a la vida. Tal fue a la postre la gracia con la que el historiador empezó a superar la gravísima situación: rebajar la presuntuosidad de los humanos, quitarles el orgullo de perecer en una crisis, renunciando a su propiedad de cambiar. Por decirlo con otras palabras: no cabe jamás dar al hombre por muerto.

Tácito, de su parte, nos explicaría la otra cara de la moneda histórica: esta no puede soplar para insuflarnos vida donde no hay libertad, donde la tiranía, transformado su círculo en peculiar corte de los milagros, se saca de un historiador o un adulador de oficio o bien un delator profesional, personajes ambos ajenos a la objetividad que la historia postula o al valor con que el historiador la cultiva. Nunc demum redit animus (“Ahora, finalmente recuperado el valor”) suena como un grito de liberación, también metodológico, tras la muerte de Domiciano proferido desde su Agrícola, más tarde racionalizado en sus obras mayores como aserción expresa de dejar a un lado las pasiones del odio o del amor, antagónicas en su naturaleza mas idénticas por sus efectos sobre la historia, al tomar la pluma. Entonces, quien escriba en libertad tendrá la objetividad a su disposición, enseñará Tácito.

A partir de tales postulados las historias antiguas se llenan de narraciones de hechos que sacan del anonimato la naturaleza humana, y serán esos hechos, su cuota de intemporal verdad, lo que aquí intentaremos traer a colación en una serie de entregas que, a modo de exempla, como quería Salustio, nos irán explicando una gran parte de lo que hoy somos a través de quienes entonces fuimos, pues ninguna división en razas, naciones, tiempos, geografías, lenguas o culturas nos protegede nuestra común humanidad ni establece jerarquías naturales en su interior, mas sí diferencias históricas que unas veces enriquecen la convivencia o las relaciones externas y otras nos alejan y enfrentan entre nosotros más de cuanto aquélla nos aúne. 

Para aprender eso nuestro hipotético lector no necesitará esperar a que dios hable inglés o, cada vez más, chino, como no le hará falta mirar hacia Canet para entender qué delirio se esconde tras la persecución de un niño y su familia, ni aspirar las miasmas que exudan ciertas fuerzas políticas del País Vasco para doctorarse en abyección. Como tampoco, y por alterar el orden de los factores, le será menester aguardar nuestras historias para conocer cómo somos los humanos, si bien no le vendrá mal constatar que ya éramos así siempre pues no podemos ser otra cosa, pese al enorme concentrado de libertad que cabe en esa frase, o hasta dónde la política se revela capaz de manipular nuestras vidas y nuestra historia. 

De lo que sí podrá estar seguro es de que aquí no se le servirá ninguna dosis puntual de fake news –o como se escriba en chino o esperanto–, de que no se obedece a ningún otro amo que la propia libertad y la propia ignorancia, ni se adora a más dios que la propia conciencia. Esas serán las reglas del juego. Si el lector prefiere la comodidad de la mentira o de la tergiversación, o la simpleza de confundir historia y memoria, siempre tendrá a mano a algún nacionalista que le decidiráo, como dice Tomás Pérez Vejo, a algún tirano que lo controlará y hará feliz, y no porque así lo pida expresamente, sino porque su fe le llevará a no chistar ante lo que tales dioses le ordenen creer. Pero en ese caso, que no se sorprenda si escucha a un eco repetir a su paso aquello –atribuido a Voltaire, pero que a mí me suena más a Valéry– de que “la política es el instrumento mediante el que hombres sin principios dirigen a hombres sin memoria”.

Este artículo se publicó en Pompaelo el día 3 de enero 2022

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