Por Asun Blanco
La verdad es molesta y pegajosa,
sobre todo, si se la ve a la luz de la luna inmisericorde,
o si se presenta a horas intempestivas,
cuando ya hemos bajado el volumen del móvil
y desconectado del mundanal ruido.
La verdad, además, es complicada,
difícil y abyecta,
con más luces
que los flashes de los paparazzi,
siempre buscando y hurgando
en el fondo de algún armario,
que tendría que estar en el trastero,
pero está en la habitación donde dormimos,
y así la verdad se mete en nuestros sueños,
convirtiéndolos a veces en pesadillas.
A mí, dadme una mentira con categoría ontológica,
como las de Lyotard y Foucault,
con clase,
con prestancia,
panteísta y cosmopolita,
dulce donde las haya,
que vuele mucho
y no se detenga nunca,
de pocas palabras,
etérea, como una mujer romántica,
sabrosa,
aleatoria,
virtual,
con una luz de bajo consumo,
con el rostro bien maquillado,
porque vienen los filósofos a examinarla
y hay que estar a bien con las élites.
Una mentira a poder ser vanguardista,
innovadora,
pero a la vez un poco decadente,
como las películas de Visconti,
con muchas contradicciones y vericuetos,
pero que sea divertida y mudable.
Sobre todo, es muy importante,
que pueda cambiar de mentira cada día:
la de los domingos,
la del aniversario de bodas,
la que hace juego con la música de Vivaldi,
la atrabiliaria,
la que pueda ponerme en carnavales,
y la del día de mi muerte.
Dadme una mentira
o dos o tres o una docena,
con las que poder reconstruir mi vida,
con su belleza sofisticada y deslumbrante,
y así persuadir y conquistar a los espectadores.