Sumida en su recuerdo

Por Nuria de Espinosa nuriadeespinosa


Todo transcurría entre los parámetros que podrían considerarse normales, hasta que conocí a Daniel. Daniel era algo parecido a un hidalgo castellano, nacido en Castilla en el seno de una familia acomodada. Su educación religiosa fue lo que más me atrajo de él. Recuerdo los paseos junto al arroyo, mientras evocábamos a Machado, tratando de retener el agua entre nuestras manos. Entonces llegó, un breve y casi adolescente matrimonio que nos concedió dos hijos: Gabriel y Lucía. Al poco tiempo descubrí que Daniel se perdía en su palabrería. Quizás lo que más me costó fue mi voto de silencio, ahogada por la desidia de sus pecados; un infiel redomado. Tuve paciencia, mucha paciencia. Mis días transcurrían entre el silencio y mis oraciones. Pero apenas hace un año, todo empezó a precipitarse.

El despecho hacia Daniel creció en mí con fuerza. Reflexioné mucho y decidí que era el momento de introducirme en el mundo laboral. Por supuesto Daniel se negó en rotundo; iba en contra de sus creencias. Creencias que aplicaba para lo que le interesaba.

Me mantuve firme y pronto empecé a trabajar. En un principio me sentí sola, encadenada al trabajo donde hallaba algo de consuelo y a pesar de que temía el regreso a casa, comprendí que mi vida familiar era más importante para mí que cualquier consuelo afectivo con Daniel.

Un atardecer bastante grisáceo, me encontraba caminando de regreso a casa, cuando un joven motorista chocó ante mis ojos contra una farola; murió en el acto. Volví a casa sollozando por la aterradora imagen que golpeaba mi mente una y otra vez.

En aquel instante me di cuenta que debía retomar las riendas de mi vida, por increíble que pareciese me aterraba romper nuestro matrimonio. Algo sucedió en aquel fatídico accidente que resquebrajó mi interior haciéndome aún más fuerte. Me miré ante el espejo y vi la imagen de una mujer demacrada, cuyo reflejo se negaba a asumir. Llegué a pensar que mi existencia era miserable. Un grito mudo se ahogó en mi garganta y expulsé la visión del esperpento que acababa de ver: yo. Sonreí capaz de retratar mi alma y evitar que aquellos pensamientos se posaran en ella. Escuché el sonido de unos pasos que se acercaba; el crujir de las pisadas sobre el parqué delataba su presencia. Daniel apareció sonriente, perfumado, impecable. Respiré profundamente. Durante unos minutos reflexioné sobre nuestro destino. Llegué a la conclusión de que necesitaba a Daniel más que nunca. Mis pensamientos aceleraron las palpitaciones de mi corazón, anhelando las caricias de Daniel de un modo que nunca imaginé. Grité dentro de mí con desesperación, cuando para mí sorpresa, Daniel dijo:

—Mi amada Lucía. Espero que me perdones todo el daño que te he hecho. Sé que me odias y que incluso has pensado en romper nuestro matrimonio. No puedo ofrecerte más que mi amor. Mi orgullo durante los últimos meses me impedía acercarme a ti. ¡No puedo más! Necesito abrazarte, besarte, acariciarte. Te fallé y fui infiel porque inequívocamente no aceptaba mi madurez. ¡Qué estúpido he sido! Jamás podría amar a nadie como te amo a ti. Yo…

—No te odio —respondí— El dolor se disipó y mi llanto se evaporó junto a sus palabras. Le amaba a pesar de todo. Mi cuerpo le tendió los brazos sin cicatrices, sin rencor, sin palabras de reproche; y allí en nuestra habitación volvimos a ser una sola alma.

—Hoy; después de veinte años me deja de nuevo vacía. Su amor se extenderá sobre el cielo a la espera de que nuestras almas se vuelvan a unir. Su presencia queda en un tiempo ya extinguido y no deseo más mortaja que el amor de sus palabras.

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