La otra tarde, al poco de oscurecer, el termómetro ya marcaba cuatro grados. Seguro que la sensación térmica sería aún más baja. Apenas había gente en la calle salvo esos incombustibles adolescentes que acostumbran a “adolescentear” en esa esquina tan mal iluminada. Estar allí era un flagrante atentado contra el sentido común. Sin embargo, allí estaban, los de siempre, donde siempre, haciendo lo de siempre...
¿Qué impulsa a estos adolescentes a echarse a la calle en una noche tan fría y a ponerse a “adolescentear”? Es decir, ¿qué les incita a consumir alcohol, tabaco y presumiblemente otras sustancias más tóxicas y adictivas, a hablar a gritos, a recostarse en unos coches que no son los de sus padres y a prescindir -en estos dolorosos tiempos de pandemia- de la mascarilla y de la distancia de seguridad?
Cuenta Robert Sapolsky que las cuevas de Las Montañas de California forman un sistema de cavernas subterráneas que conduce, después de un descenso estrecho y serpenteante de diez metros, a una caída abrupta de más de cincuenta metros que hay al otro lado de un angosto agujero que no es nada fácil atravesar. En el fondo de la cavidad los espeleólogos han encontrado esqueletos de una antigüedad de siglos de los exploradores que en la oscuridad dieron el paso de más, el imprudente paso que les hizo precipitarse al vacío. Tales esqueletos, sentencia Sapolsky, siempre son de adolescentes.
La anécdota bien pudiera elevarse a categoría y tomarse como síntoma de la deficiente evaluación de riesgos que el adolescente acostumbra a hacer de su comportamiento: aquellos de California, dando un paso de más y estos de Sevilla, bebiendo al raso en una gélida noche de invierno en pleno recrudecimiento de una pandemia de la que ellos no son sus más frecuentes víctimas pero sí uno de sus principales vectores de contagio. Sí, resulta muy irritante que los adolescentes antepongan su diversión a la salud de sus familias. Quizás sea por ello que el botellón, que lleva lustros invadiendo impunemente la vía pública, ahora parece tener más contestación social que nunca.
Entonces... ¿por qué los adolescentes “adolescentean”? Los neurocientíficos responden que el cerebro del adolescente acusa un retraso madurativo de aquella específica región que nos hace más distintivamente humanos. Se trata de la corteza frontal y más en particular el lóbulo prefrontal, tanto el segmento ventral como, sobre todo, el dorsolateral. Resulta muy llamativo que sean precisamente las regiones cerebrales de las que depende nuestra distintiva humanización, las que menos determinación genética tienen y las que, por tanto, más expuestas quedan, para bien y para mal, al impacto del medio.
De lo contrario, sería harto improbable que el hombre pudiera ser el animal social tan sumamente complejo que evolutivamente ha acabado siendo. No deja de ser un tanto irónico que el programa genético del desarrollo cerebral humano haya evolucionado para, en cierta medida, liberar al lóbulo frontal de los genes. Gracias a este avatar el hombre no está genéticamente “cerrado”, sino biológicamente “abierto” y por eso la cultura, de la que es su autor y su producto, es posible.
Eso sí, entre otros costes, el precio de esta admirable anomalía es la vulnerabilidad del individuo cuando irrumpe en la pubertad. Mientras madura el lóbulo frontal (de su región ventral dependerá el control emocional y de la dorsolateral el cognitivo), el estriado ventral lo suple como puede... solo regular.
Pero hasta que el cerebro, en dicha región, no “pode” las neuronas funcionalmente ineficientes y acabe de mielinizar el resto, el adolescente difícilmente podrá evitar su característico “adolescenteo”; es decir, errar en la evaluación del riesgo de sus comportamientos, llegar tarde a sus emociones hormonalmente descontroladas, ver el mundo desde la egoísta “mirilla” de su estrecho placer, sentirse fatalmente fascinado por la experimentación de la novedad, etc.
El hombre anatómicamente “moderno” apareció hará unos 200.000 años y el hombre comportamentalmente “moderno”, unos 40.000. Hay que presumir que, desde entonces, su cerebro no ha experimentado ningún cambio evolutivamente relevante. Quiere decirse, por tanto, que desde entonces el hombre "tiene" adolescencia.
Sin embargo, esta adolescencia de hoy, la de la botellona, es un constructo cultural contemporáneo: por un lado, la mejor nutrición -que ha adelantado la irrupción de la pubertad- y, por el otro, la ampliación de la edad de escolarización y por tanto el retraso de la incorporación al mercado laboral y de la paternidad, han generado un “hueco” biográfico que antes nunca había existido. Es esta adolescencia.
Por ejemplo, mi padre. Con doce años entraba con su amigo Felipe en melonares vecinos, se bañaba en las albercas de las huertas de Torredonjimeno y Torreperogil, y se saltaba el cercado de Los Cantones de Porcuna para coger higos... ¿Fue esta su adolescencia? ¿se podría decir que estas “correrías” iban a cuenta de la inmadurez de su lóbulo prefrontal? ¿que esas “chiquilladas”, que tanto enfadaría a los propietarios de aquellas huertas, son el equivalente de estas “botellonas”, que tanto molestan al vecindario? Salvadas las distancias, probablemente sí: una atinada estimación del riesgo de estas conductas, a cargo de un prefrontal maduro, le hubiera hecho desestimar la idoneidad de entrar en esas propiedades.
Pero mi padre, entre la niñez y la madurez social, no tuvo tantas "estaciones" intermedias como ahora se reconocen: preadolescente, adolescente, joven, joven adulto... Con doce años una guerra le estalló en su cara y ya entonces el trabajo formaba parte de su vida cotidiana. No era explotación infantil, qué tontería, sino máxima cooperación familiar. Entonces vivir tenía mucho de sobrevivir y a ello todos habían de contribuir.
En el caso de mi padre, aquella parte del cerebro que nos hace más distintivamente humanos hubo de madurar en un tiempo cuyo principal afán era mantenerse materialmente "agarrado" a la vida. En bastante, la vida consistía en vencer a la propia vida. Esto hizo de mi padre un hombre particularmente esencial y recio, sobrio y luchador.
Pero a la genérica pregunta de por qué los adolescentes “adolescentean” le sigue la pregunta más particular de por qué estos adolescentes de hoy “adolescentean” de la manera en que lo hacen. El ejemplo de mi padre ayuda a ilustrar como cada generación “adolescentea” conforme a sus específicas circunstancias, lo cual no es sino una evidencia de esa cierta indeterminación genética de la que una parte del cerebro humano se puede beneficiar.
Lamentablemente, "adolescentear" haciendo botellonas, entendiendo que la diversión consiste en el consumo callejero de alcohol, no es nuevo. Los padres, las autoridades y la ciudadanía, ya se habían resignado a ello. Pero ahora la pandemia ha dado otra dimensión al fenómeno, amplificando su endiablada problemática.
Acostumbrado a bregar con adolescentes -aunque no los exculpo de las consecuencias de su desmedido “adolescenteo”: la adolescencia explica pero no justifica- sí considero que los padres en no pocas ocasiones son más responsables de los actos de sus hijos que los propios adolescentes.
La sociedad padece el “desvanecimiento” general de la autoridad. Es una tesis que Massimo Recalcati repite una y otra vez en sus ensayos. Le ocurre a los padres, a los maestros... incluso a los mismísimos agentes del orden público. Aún son “relativamente” cercanos los tiempos en los que el abuso de la autoridad -el autoritarismo- estaba socialmente asumido. Quizás eso ayude a entender que en la actualidad se haya pasado de aquel extremo autoritarista a este otro en el que lo socialmente aceptado es una suerte de “diálogo” en el que se difuminan esos límites que, aun sin resabio alguno de autoritarismo, tienen que existir entre padres e hijos, entre maestros y alumnos, para no incurrir en una perniciosa "horizontalización" de los vínculos que termina extraviando todo sentido de "verticalidad" y acaba confundiendo la identidad y el desempeño de cada quien.
Avanzando por este camino es como, inadvertidamente, se llega a esta extrema y reiterada situación en la que los padres no “saben” qué hacer con sus hijos adolescentes, y a no tener los arrestos para decirle "no" ni la autoridad para que su "no" tenga efecto performativo y sea "ley" que reclama y consigue el respeto y el cumplimiento de los hijos. Sin duda, que muchos adolescentes se echen a la calle a hacer botellona, aunque no sea la única razón, tiene bastante que ver con este “desvanecimiento” de la autoridad de sus padres.
Regreso al ejemplo de mi padre. Él fue “adolescente” en unas circunstancias en las que la mayoría de la gente llevaba una vida carente de casi todo lo que no fuese esencial. No es el caso de los adolescentes de hoy, en esta sociedad hiperconsumista. Si aquellos fueron tiempos esenciales y duros: tan esenciales seguramente por tan duros; los de hoy son banales y hedonistas: tan banales seguramente por tan hedonistas.
Si entonces el propósito era afianzarse “materialmente” en la vida para, a toda costa, vivir, ahora el propósito es afianzarse “materialistamente” en ella para, también a toda costa, disfrutar. Quizás a los de entonces, vista a toro pasado su prometeica vida, les faltara sentido lúdico y festivo y, en cambio, les sobrara espíritu de sacrificio y de laboriosidad. Pero es que en el último medio siglo la sociedad se ha ido pendularmente al extremo opuesto y si antes la vida era trabajo, trabajo y trabajo, ahora es disfrute, disfrute, disfrute. Y tan penoso es que el trabajo no deje vivir, como que la postmoderna degradación del estado de bienestar impida saber que la vida, de veras, est magni laboris, es decir, un gran "quehacerse".
Cada tiempo se tiene en sus propias creencias y sufre sus propias ideologías. La linde entre la creencia y la ideología es difusa. Por eso, en una época en la que los Poderosos tienen más poder que nunca para “hurgar” en el natural crédulo del hombre, urge releer a Mannheim, a Horkheimer, a Orwell… y así comprender que la botellona, además de lo evidente que tan fácilmente nos entra por los ojos, probablemente sea el icono que mejor visibiliza en el segmento juvenil esa polimórfica ideología, ahora imperante, que dicta que la vida, más que nada, es diversión y disfrute, y que la felicidad de uno -una felicidad, por cierto, bastante banalizada- es un deber y una responsabilidad antes de otros que de uno mismo.
No existe la persuasión de que fuera de uno no hay "salvación" verdaderamente posible ni eficaz para uno mismo. Ni la convicción de que uno es el primer y mejor salvador de su propia vida. Ni tampoco la idea de que uno es autor y protagonista irreemplazable de ella. Extrañamente alguien se siente Augusto Pérez, aquel personaje de Niebla que se subleva contra su Autor, porque no quiere ser mero intérprete de un guión que otro escribe para él.
La conciencia individual se ha diluido en un rarísimo colectivismo que ha emergido en sociedades presuntamente "abiertas", democráticas y liberales, nacidas en contraposición a los regímenes fascistas y comunistas, en los que la masa y el colectivismo eran preeminentes en la constitución y gestión social. Ahora el individuo (por definición, indivisible, irreductible) se diluye en el sinfín de colectivos a los que está adscrito y que conforman esta sociedad de hashtags. Pese al cúmulo de derechos, de conquistas sociales, que tiene en su haber, la vida no parece vivida precisamente por individuos, sino por los colectivos que los aborregan.
Se ha extendido el engaño de que la vida, la buena vida, ciertamente no en el sentido clásico, es posible sin esfuerzo y sin trabajo, sin necesidad de asumir sacrificios, de practicar la superación personal ni de suscitar el ansia de la propia excelencia. Dicho en otros términos, se ha generalizado la mentira de que el estado de bienestar (que no de “bienser”) o es gratis o es otro, no se sabe quién, el que lo paga. La sociedad, el Estado, el Sistema... parece que no es solo responsable subsidiario, sino primero, de cada ciudadano.
Quizás el “felicismo”, esta concepción de una vida siempre “fácil”, “disfrutona”, “gratuita”, “subvencionada”, sea una secularizada secuela de ese tan católico saberse “hombres salvos”, de esa tan reconfortante creencia de que la Salvación es pura Gracia. Y así es como la sociedad ha pasado de la minoría de edad de la religión a la minoría de edad del Estado.
Pero, una vez que el Estado se ha convertido en “pagador" y “fiador” del ciudadano, no es de extrañar que también haya acabado arrogándose legitimidad para “educar” sus conciencias y modelar ingenierilmente su mundo intelectual y moral. Desde luego no hay mejor prisionero que el que, alimentado con el homérico azofaifo, pierde el anhelo de ser libre. Para ello, el Poder nunca tuvo tanto poder como el ingente poder que ahora le otorga la omnipotente tecnología. Ni la contemporánea educación universal, ni el moderno monopolio estatal de la fuerza ni la milenaria "tánato-técnica" de la religión, dieron tanto poder al Poder.
La lastimosa estampa de los de siempre donde siempre, haciendo lo de siempre, me lleva a pensar que mañana o no les aguarda ninguna responsabilidad o que, si les aguarda, no pasa nada si incumplen con ella, o que dicha responsabilidad es tan light que apenas les demanda dedicación y esfuerzo. Lamentablemente, son víctimas de un sistema educativo que, sin quererlo sus educadores, les induce a creerse que la vida es posible sin esfuerzo, a ignorar que es un colosal “quehacerse” y que acostumbrarse a hacer nada es hacer mucho, es lo mismo que “deshacerse”.