Nadie muere del todo
Dicen que nadie muere del todo, que la muerte no existe mientras alguien nos recuerde, mientras que
alguien nos mencione o nos tenga en el pensamiento. Dicen que la muerte no existe pues solo nos
mata el silencio del olvido. Y por eso hoy quiero recordar, quiero pensar y dejar mis palabras en
homenaje a aquella gran flota que intentó dar un escarmiento a la pérfida Albión, una armada
insuperable o una armada invencible (como la llamaron los enemigos y adoradores de la Leyenda
Negra). Para mi, siempre será, la Grande y Felicísima Armada.
Pero hoy no voy a hablar de los, aproximadamente, 140 barcos que la formaban, ni de los que
regresaron (más de los que se cree pues, según investigaciones posteriores las pérdidas no superaron
los 35 buques – la mayoría mercantes). No hablaré del fracaso de la Contraarmada inglesa ni del valor
de María Pita en la defensa de La Coruña.
España y Portugal
Hoy no voy a hablar de la extensión del Imperio Español en el que se incluía Portugal, ni del
matrimonio de Felipe II con María I (Tudor) de Inglaterra para unir dos potencias, ni de la proposición
de matrimonio del rey español a Isabel I (hermana de María) tras el fallecimiento de su esposa.
No escribiré sobre los piratas ingleses, John Hawkins y su primo Sir Francis Drake, ni de sus viles
ataques a los barcos españoles auspiciados por la Isabel I. Ni siquiera mencionaré la bula del Papa
que autorizaba a asesinar a la reina inglesa. Ni de los espías mandados por Felipe II para incitar a la
rebelión, ni de María Estuardo, ni de las expediciones corsarias financiados por Isabel, ni tampoco del
plan de Isabel para dar dinero y tropas a los rebeldes protestantes de los Países Bajos.
Álvaro de Bazán
No describiré la estrategia adoptada, ni los planes de Álvaro de Bazán con la flota desde Lisboa, ni de
los Alejando Farnesio (Duque de Parma) con los 30.000 hombre de los tercios, desde Flandes. No hablaré del plan combinado de ambos para desembarcar en el Condado de Kent y sitiar Londres.
Hoy no voy a insistir en la modernización de la flota inglesa ni en los informes que recibía Isabel. Ni
tampoco hablaré de la Expedición de Drake que llevó a cabo en Cádiz para destruir y capturar casi 100
barcos y dejar sin barriles viejos de agua a la armada (detalle importantísimo para el desarrollo posterior de los acontecimientos).
No, tampoco escribiré sobre el fallecimiento de Don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, e
invencible almirante de la mar, en Lisboa por tifus. Ni del nombramiento de su sustituto, Alonso Pérez
de Guzmán, Duque de Medina Sidonia, un hombre sin experiencia naval y que rehusó por varias veces
el ofrecimiento.
En el Canal de la Mancha
No hablaré de hombres ni de pertrechos, ni de preparativos ni de caudales, ni de galernas ni dispersiones ni de los barcos enviados por los ingleses para intentar sorprender a la armada, que se hallaba amarrada en La Coruña.
Hoy no toca hablar de los fanfarrones ingleses, ni de los faros costeros ingleses, ni del Canal de la Mancha, ni del almirante Juan Martínez de Recalde ni de la posibilidad que hubo de atacar a la flota inglesa amarrada en el puerto de Plymouth, ni de las órdenes seguidas al pie de la letra ni de la decisión irrevocable del Duque de Medina Sidonia de unirse con Farnesio.
Hoy no describiré la formación adoptada en forma de media luna, ni el barlovento, ni los primeros contactos, ni los cañonazos recibidos ni de las refriegas. No hablaré sobre la pérdida de los galeones “San Salvador” y el “Nuestra Señora del Rosario”, ni de los víveres que en ellos quedaron.
Brulotes
Hoy no me entretendré ni en maniobras ni en distracciones, ni en el escuadrón costero y su estratagema, ni hablaré de la isla de Wigh, ni del paso de Calais. No hablaré de los brulotes ni del pánico de los españoles al cortar los cables de las anclas. Tampoco hablaré del Mar del Norte ni de los
ataques ingleses ni de las rebeliones.
En este escrito no me extenderé en la penosa travesía de los barcos rodeando las Islas británicas tras la dispersión, ni del rodeo por Escocia a causa de los vientos, ni de los naufragios en las costas de Irlanda ni de la dificultad de arribar a tierra en aquellas costas agrestes. No hablaré de la falta de agua, ni de las bajas ni del desastre.
Tampoco hablaré de las enormes bajas inglesas tras el intento de la Armada, ni de la crisis económica
provocada, ni del tamaño de la flota inglesa (226 barcos, 163 mercantes). Ni del número de cañones, ni del trato de favor dado por Felipe II a sus bravos soldados y marinos para aliviar su sufrimiento; ni del trato denigrante y poco apropiado que dio Isabel I a los suyos, dejándolos morir de hambre.
Una segunda flota
Y tampoco, aunque tenga ganas, hablaré de los diferentes ataques españoles a las Islas Británicas y de los desembarcos y saqueos, a pesar de la petulancia inglesas. No hablaré del valeroso y audaz ataque de la flota comandada por Carlos de Amésquita en la península de Cornualles, ni de la nueva flota enviada por Felipe II en 1597, la cual avanzó sin oposición hasta que los temporales la dispersaron. No hablaré del desembarco de 400 hombres de élite, que esperaron refuerzos para marchar sobre Londres. Y tampoco hablaré de los días de esperas, de las milicias inglesas acobardadas ni del reembarco de tales tropas, al comprobar que no llegarían refuerzos por la dispersión de la flota. No hablaré de lo que pudo ser y no fue.
Hoy solo quiero hablar de homenajes a los caídos, a los héroes del ayer y de los que dieron su vida por su patria. Quiero dejar constancia para que no se olvide, para que jamás se olvide y siempre se recuerde a la Grande y Felicísima Armada, como hacen en un condado de Irlanda cada año, con sus ofrendas y actos, por los 1800 españoles que naufragaron en Streedagh en 1588.
Un recuerdo imperecedero
Hoy quiero dejar constancia, quiero grabar en piedra mi recuerdo por aquella hazaña, por los marinos
que perecieron, por la grandeza de la empresa y lo complicado del regreso. Y también quiero recordar
aquella frase de Felipe II, tras la debacle: “Yo no mandé a mis naves a luchar contra los elementos” pues, después de todo lo acontecido, después de las tormentas, ataques y vientos, tras los años siguen los elementos vertiendo mentiras y leyenda emponzoñada sobre la Gran Armada. Porque lo peor de que nos escribieran la historia es que nos la hemos creído.
España ya olvidó otros héroes que derramaron su sangre con honor: Blas de Lezo, Santiago Liniers, El Gran Capitán, Los Héroes de Baler, Carlos Palanca y otras tantas figuras relevantes que contribuyeron enormemente a engrandecer su tierra. Felipe II los trató con benevolencia y luchó para que los participantes en la empresa se recuperaran, y que no les faltase de nada.
No olvidemos la hazaña, ni las rutas, ni los barcos, ni los hombres, ni las penurias… como hacen en Irlanda cada año, donde se iza con honores la bandera de España. Tomemos ejemplo. El olvido no puede silenciarlo pues siempre será recordado, y así se lo contaré a mis hijos, como la Grande y Felicísima Armada.