«Veo menos que un gato de escayola»
Dicho popular
Lo compró hace muchos años en una feria de artesanías y desde entonces lo tenía en un lugar principal en su casa, encima de la chimenea del salón. Era una pieza de arte que solía gustar a todo el mundo, y que como la Monalisa, tenía ese efecto óptico de trampantojo en el que parece que la imagen te sigue con la mirada, sin importar donde te coloques.
Pasaron los años, y aquel mudo espectador vio la casa cambiar, sus moradores crecer y salir del nido, y cómo la Parca se llevó a su esposo allí mismo en el solón tras un fallo cardíaco. La vio languidecer día a día sentada al lado de la ventana esperando la visita de esos hijos que nunca se acordaban de ella; hasta que falleció de tristeza mirando por el ventanal.
Aquellos descastados retoños se repartieron el botín de la herencia y el gato de escayola fue a parar a la casa de una de las hijas, y al igual que en casa de su madre ocupó un lugar principal. Decía la muy hipócrita que era como tener a su madre más cerca, que le recordaba a ella.
Allí, en ese lugar privilegiado, vio pasar la vida de esta nueva generación, las penas y las alegrías. Observó a la criada sisando, los demonios de los gemelos poniéndole una traca al perro en el rabo, al marido diciéndole a la sirvienta «ábrete de patas, corazón», a ella llorando cuando lo descubrió y su venganza con el instructor de tenis. Fue testigo de ese matrimonio roto siguiendo las apariencias; las puyas en el morillo y varas de castigo de uno a otro. Vio los porros de los adolescentes cuando no estaban sus padres, y cómo se bebían el licor; las broncas por las malas calificaciones y cada regalo de navidad.
Siguió con la mirada a los ladrones cuando entraron por la televisión, el DVD, los ordenadores y las joyas. Tenía la descripción perfecta para los policías, pero no dijo nada.
Tras el divorcio y los hijos salir de casa, ella empezó a mirar por la ventana. Las hojas brotaban en primavera, se tornaban de color ocre y caían en otoño; año tras año la misma rutina, pronto necesitó sentarse para ver el ir y venir de los viandantes, y esos hijos que no venían a visitarla.
Impávido el gato seguía observando la vida de esta familia. No era que no pudiera ver, era que no podía hablar.