De todas formas y bien pensado, no es batalla cultural, señores. Es batalla moral.
A uno pueden gustarle las vulgaridades escatológicas de Extremoduro, la estridencia de Pink Floid y los lamentos de niño a punto de llorar de The cure. Aunque los sepa o los imagine en el polo políticamente opuesto a sí mismo. "¿Acaso voy a ser contaminado?"
Puede ser abducido por la expresividad literaria de Nietzsche, rayado por la rigidez conceptual de Byung-chul Han, irritado por los planteamientos sobradísimos de Ortega y Gasset. Y de todos ellos en su mente quedan más cuestiones y menos afirmaciones: la discrepancia. No aceptará dogmas, pero entiende las posiciones: eso le basta.
Puede adorar la música de Wagner o arrastrarse al medievo con el gregoriano castellano. Fascinarse con el usufructo y abuso totalitario que Platón hace de un Sócrates que no escribió. Admirar una catedral sin jugar con el zippo en el bolsillo.
Y no por ello estará de acuerdo con todo, en desacuerdo total o se resguardará de todo mal. La cultura se vive críticamente o no se vive. Porque todo, esté o no en su credo, está en su cultura.
Luego la actualidad trata de otra cosa. Eso que mal se llama "batalla cultural" enmascara una cosa peor: el intento totalitario de rechazar la cultura como crítica, es decir, como la puesta a prueba que el individuo libre hace de un universo común, reconocible para los miembros de la sociedad que comparte dicha cultura.
Y esto, señores, es batalla moral.