Contra Pedro el español (I)

En relación con este artículo

Hemos de aclarar que pese a que esta catilinaria lleve por destinatario al señor Pedro Insua, no está en ningún momento destinada a atacar a su persona, no son argumentos ad hominem los que aquí esgrimimos. Al señor Insua no lo conocemos personalmente, y si sabemos algo de él es porque hace parte de un grupo de españoles que, en los últimos años y desde diferentes áreas del saber humano, han defendido a España de La Leyenda Negra. De Insua sabemos algo particularmente por su libro 1492 España contra sus fantasmas, libro que le ha catapultado como tertuliano en algunos programas de opinión en la televisión de España o como columnista en periódicos como El Español donde escribió justamente el artículo que es motivo de estas nuestras palabras. En este sentido no hacemos una crítica al hombre, sino a su notorio ateísmo y desprecio por el Dios de los católicos, condición que no es potestativa de él sólo, sino de algunas otras personas a quienes a través suyo también va dirigida esta catilinaria que hemos titulado, Contra Pedro el español.

I. Callan como los perros del hortelano

Siempre que se acercan las fiestas religiosas, en especial la Semana Santa, afloran los ataques y el menosprecio de los ateos contra la Iglesia y sus miembros, comenzando por el Papa, pasando por el sacerdocio y su Credo, hasta recaer en el más anónimo de sus fieles. Igual ocurre cuando una persona pública osa nombrar a Dios ante los liberales oídos de nuestros amigos los sensibles ateos. Pareciera que sufrieran de otitis divina. En ese momento se encrespan o, como escribe Juan Manuel de Prada, se ponen de uñas y comienzan a lanzar toda suerte de ataques contra quien haya sido el “sectario” que osó nombrar a Dios en un espacio público, y más si éste es un altar laico.

En cambio, si fuese una persona pública o un político o un “artista” o un “intelectual” o un “libre pensador” o un parroquiano sin credo o pachamamista o una feminista de vagina, quien se lanzara en ristre contra la Iglesia, sus representantes, sus ritos, ceremonias y Credo, inmediatamente sería aplaudida esta persona por el coro de áulicos ateos y enaltecida (porque los ateos también tienen sus altares donde llevan a cabo sacrificios y canonizaciones) como una persona culta, librepensadora, defensora a ultranza de la libertad de expresión, alta de miras, toda una demócrata, toda una artista digna de renombre, toda una feminista con pelos en el sobaco.

Empero, hay que aclarar que nuestros amigos ateos se encrespan, se despelucan, les hierve la sangre, se ponen las uñas y exudan hedor vaginal, no cuando se habla del “Dios” de cualquiera de las cientos de miles de religiones nueva era y vieja era que hoy pululan, entre ellas, por ejemplo, la sacrosanta religión de la dichosa pachamama. ¡Ay de aquel mortal impío que llegue a mofarse de esta divinidad! La muerte, apedreado, empalado o por lapidación pública nos espera. Da la casualidad que el Dios que les produce escozor a estos librepensadores es el Dios, sí señor Insua, es el Dios de Abraham, y también el Dios de Jacob, quien, recordemos, viera aquella escalera que llega de la tierra al cielo, y por cuyas gradas suben y bajan los ángeles de Dios, y en cuya cima se apoya el mismísimo Señor. El Dios de Moisés, el Dios de David, el Dios de la Iglesia Católica fundada sobre piedra por Cristo mismo, por Dios hecho hombre, por la segunda persona de la Trinidad; es este Dios, el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, es este Dios el que no soportan que sea nombrado, señor Insua, al que no soportan que alabemos y demos gracias, y mucho menos que le pidamos misericordia o que santifiquemos públicamente su nombre. Es este Dios el que usted, señor Insúa, usted y sus pares ateos abominan. ¿Y, sabe por qué, señor Insua? ¿No sabe por qué? ¿O se hace el que no sabe? Se lo diré, señor Insua: porque ese Dios que usted y sus semejantes abominan, es el único Dios Verdadero. El creador del cielo y de la tierra, de lo visible y de lo invisible; el creador de nuestros padres, de los suyos y hasta de usted mismo y de toda la caterva de ateos, señor Insua.

Si oyesen dar o pedir gracias por ejemplo a Alá o a Yahvé desde la tribuna del laicismo, seguramente nuestros amigos los ateos callarían como los perros del hortelano que no comen ni dejan comer, porque son soberbios y altaneros tanto como cobardes y pusilánimes. Saben que el día que ello sucediera en la tribuna de un Congreso de cualesquiera de los países donde los ateos viven muy orondos, quien osara cuestionar el nombrar despectivamente al Dios de los musulmanes o al Dios de los judíos, quien se despeinara por ello, quien cuestionara dicha “osadía sectaria” o la despreciara, quien se solazara como cerdo en chiquero ante las masas con una icónica y vaginal “obra de arte” con la cual mofarse de la fe de los musulmanes o de los judíos, quien así lo hiciese tendría sus horas contadas, tal cual como ocurriría en cualquier régimen comunista con quien no aplaudiera al unísono, por ejemplo, la cháchara de un Stalin o de un Kim Yun Sun. Estos ateos, estos librepensadores, estos artistas de oropel podrían darse por muertos. Pero en estos casos, porque en estos casos sí son todos un ejemplo de prudencia y de respeto hacia la libertad religiosa, callarían como los perros del hortelano que no comen ni dejan comer. Los simios con pantalones como buenos primates que son, saben bien a qué palos trepan.

Pero como es el Dios de la Iglesia Católica, el Dios de los católicos, el Dios de muchos españoles de hoy, de ayer y de mañana, a este Dios uno y trino sí se le puede y, es más, se le debe despreciar e infamar como imperativo o ley atea, para el bien y progreso de la humanidad y de sus muy liberales instituciones. Son como las guerrillas criminales de hispanoamericana: nos matan por nuestro bien. Nada nuevo. Ya el amigo de los afrancesados españoles, el señor Voltaire llegó a afirmar: “Si queremos progresar hay que acabar con la Iglesia”; la Iglesia Católica por supuesto, no la del pastor Pedro el español de la esquina. A esas “iglesias”, por el contrario, hay que apoyarlas por la “libertad de culto” que llaman, pero sobre todo (aunque no lo dicen, porque callan como los perros del hortelano la verdadera razón que se esconde bajo el cieno de la “libertad de cultos”) porque esas “iglesias” minan la credibilidad y los derechos de la Iglesia de Cristo, a su vez que le roban al Vicario y a sus pastores, los corderos y ovejas que por mandato divino es su deber apacentar.

El antiespañolismo propio de La Leyenda Negra ha enraizado en muchos de los llamados intelectuales españoles, más bien afrancesados, germanófilos, añorasoviéticos, marxistas de cobija, hollywoodenses, los cuales se dicen defensores de España, pero cuando se trata de hablar con veracidad del papel fundamental de la Iglesia Católica, orgullosamente española, en la historia de España, se arrugan, se avergüenzan, se esconden, evaden el tema, hacen malabares, se rasgan las vestiduras, se hacen los ingeniosos, mientras callan, como los perros del hortelano que no comen el pan ázimo ni quieren dejar que nadie lo coma, la verdadera raíz de La Leyenda Negra y del odio que se ha propagado hacia España en los centros de enseñanza desde hace siglos, en los libros de “historia”, en novelas y tragedias, en óperas y libelos y, últimamente, hasta en los platos de los programas televisivos, los verdaderos “educadores” de las últimas generaciones de simios con pantalones, término muy acorde con nuestros tiempos, y que utilizaba C.S. Lewis para referirse al hombre moderno, ya que no al postmoderno.

Este odio cainita que algunos sienten por España se debe a que España fue el Reino Católico (sí, Católico, señor Insua, señor Pedro el español) que cumplió por Providencia Divina el mandato de llevar la Palabra de Dios hecho Hombre a todos los pueblos: “Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28:19) Amén. Esa fue la misión que por destino le fue concedida a España, una misión que empezó en Cesaraugusta, cuando la Virgen María, Madre de Dios, aún en vida, se le apareció sobre un pilar al Apóstol Santiago y lo consoló con su manto de amor. Si España no hubiese sido defensora de la Fe de Cristo, azote de herejes y vencedora de infieles; si en sus gestas sin igual, envidiadas hasta el rechinar de dientes por sus enemigos, sólo hubiese llevado consigo la Espada mas no la Cruz; si hubiese propagado por el mundo herejías y blasfemias; si no hubiese promulgado Las Leyes de Burgos y, en cambio, hubiese exterminado a los nativos de Las Indias como a bestias, para poder “progresar” tal cual como fuera la invitación que hiciera el muy liberal y protohombre de los Estados Modernos, el señor George Washington a los Padres Fundadores; si así hubiese sido, seguramente los enemigos de España -que son los mismos enemigos de Cristo, los creadores y propagadores de La Leyenda Negra, unos altaneros y confesos herejes e infieles- sus enemigos de siempre la hubieran recibido de brazos abiertos entre la organización de naciones bienamadas; la tendrían entre los suyos y la considerarían digna de todas las loas y alabanzas terrenales... Pero gracias a Dios España, sí señor Insua, España es y será siempre despreciada por la cuadrilla de usurpadores, de esclavos y correveidiles del padre de la mentira.

Es más, señor Pedro el español, deberíamos sentirnos como hijos de España que somos, orgullosos de ese desprecio y odio que hoy se denomina en algunos cenáculos académicos e históricos hispanofobia o antiespañolismo. Pero en vez de ser así, señor Insua, estos intelectuales de pacotilla que usted bien conoce y que se dicen defensores de España, enceguecidos todos por el adoctrinamiento sectario del ateísmo, en vez de hablar como lo harán las piedras, callan como los perros del hortelano que ni comen ni dejan comer, esta verdad que nunca se ocultara bajo el sol. En vez de ser así, señor Insua, nuestros amigos ateos se pavonean mientras ladran aquí y acullá abominaciones contra el Dios uno y trino, en un alarde de autosuficiencia y cinismo muy propia de esa soberbia demoníaca que se dice libre del influjo de la Ley Divina, destinada ésta, según ellos (no usted, señor Pedro el español) únicamente para gentes iletradas e incultas, para esos “rebaños” de ignorantes que, por sí mismos, no piensan y que, por ende, nunca llegarán a ser iluminadas por la muy castiza luz de la “Diosa Razón”.

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