Salí muy temprano, fijándome en todas las nimiedades que veía a mi paso: Hacía un día espléndido para tomar café en buena compañía, aunque rehusé hacerlo por ir andando al trabajo. Ese día precisaba estar a solas conmigo misma, con el fin de poner en claro alguna de mis ideas. A lo lejos divisé a un viandante, mientras iba por el camino: me dio la sensación de que parecía disponer cierta hora de la mañana del mismo modo que yo... no obstante, como no me apetecía prestar atención, en cuanto pude, cambié de acera para continuar con mi relato interno durante el trayecto.
Al llegar al primer semáforo en rojo, tuve la impresión de que, ese alguien, se me había colocado detrás, tal vez demasiado cerca, y distrajo mi atención. Puesto en verde el semáforo, intenté distanciarme cuanto pude de esta persona para volver a mi relato interno, y lo hice de una manera más resuelta que la vez anterior: cambiando de dirección para despistar... Mientras me desplazaba de forma anodina, evitaba volver la vista, con el fin de que no sospechase que la rehuía; no obstante, llegando a un cruce, lo hice de reojo, entonces comprobé que venía siguiendo mis pasos...
...el corazón me dio un vuelco en el pecho; desde ese momento comencé a acelerar la marcha para entrar en el primer garito de turno que estaba abierto: allí tomé un café y hojeé el periódico del día. En cuanto me serené un poco, salí de nuevo a la calle sin demora alguna; entonces vi a la misma persona que la vez anterior: parecía esperarme en una esquina de la amplia avenida. Un temblor recorrió por todo mi cuerpo que me duró hasta llegar a la oficina.
Durante la mañana me sentí como angustiada y más cansada de lo habitual: deseaba acabar cuanto antes la jornada; sin embargo quise echar un par de horas más de la cuenta, hasta bien entrado el mediodía, con la excusa de que tenía trabajo atrasado. Me decidí a salir en cuando supuse que había pasado el tiempo suficiente para que se hubiese cansado de esperar; incluso aquello que me había sucedido llegó a parecerme una broma de mal gusto.
El mediodía estaba claro y apacible, no había mucha gente por la calle; cuando al volver la esquina veo que me sigue la misma persona de la vez anterior. No puede remediarlo: eché a correr sin parar ante el semáforo, hasta pisar el portal de mi bloque. No sé si me siguió o no, pues no me atreví a comprobarlo, tal era mi grado de excitación, elevado a miedo.
El corazón me saltaba en el pecho, mientras tocaba al timbre de casa y mi padre abría la puerta. Cuando vio en el estado que me encontraba, preguntó que qué me había pasado; le dije que en realidad, todavía, nada, pero que estaba asustada porque me había estado siguiendo una persona muy extraña; y le conté la historia con todo lujo de detalles. Entonces, él me dijo: “Por qué no le has preguntado lo que quería, quizás te lo hubiera dicho..., e igual te estaba equivocando con alguien, y por eso te observaba de ese modo: no te lo tomes todo a la tremenda, hija mía. Anda, come y descansa”. Aquella contestación me hirió en el amor propio: “no-si... todavía voy a pensar que me invento las cosas.”
A la mañana siguiente, en cuanto salí para el trabajo, veo que está esperándome la misma persona del día anterior, semioculta y puesta de espaldas –he de confesar que me llenó de alivio, pues ahora estaba dispuesta a descubrir la verdad.
Me acerqué sin dilación alguna, recordando las palabras de mi padre, y le pregunté a bocajarro: “¿Oiga por qué me sigue?”. Entonces se volvió hacia hacía mí para responderme: ”Solo quería que te enfrentases a ti misma”. Dicho esto, dio un paso hacia delante y me atravesó su espectro (¡Era mi viva imagen!): Fue cuando se desvaneció como el humo... Desde entonces no he vuelto a tener esa experiencia, ni falta que hace.
Así es el miedo: el que no te mata te hace más fuerte; y se supera enfrentándose a él (ya sea fundado e infundado); no obstante, como todo mecanismo de defensa, es necesario en el ser humano. La mayoría de nosotros lo hemos sentido en algún momento concreto de un modo infundado hasta dejarnos paralizados. Es por tanto necesario tener constancia de ese tipo de miedo, conocer la debilidad, para poder afrontarlo.
No deberíamos detenernos ante el miedo infundado; al contrario, sería conveniente ponernos en contacto con nuestro lado miedoso, y, una vez que lo hayamos observado –como si fuéramos ajenos a él–, nos dará la cara; solo entonces identificaremos el problema hasta superarnos.
Estos razonamientos a priori parecen fáciles, aunque llevados a la practica no lo sean tanto. El que tiene miedo está claro que se siente una victima ante el panorama acosador, ya sea miedo fundado e infundado, y es así como que se construye la huida hacia adelante.
No es vital enfrentarse al miedo, aunque, en algunas situaciones concretas no nos quede más remedio que hacerlo; no obstante, conveniente prepararse para cuando pudiera llegar el momento; ya que, superando lo que antes nos parecía adverso, la acción nos llevará a ser capaces de transformar “el miedo disfuncional en funcional”, saliendo fortalecidos de fobias nimias e improbables.
Venciendo al miedo se asciende de nivel de conciencia, hasta superar otros retos que antes nos parecían impensables; gracias a un temor derrotado, la persona crece y se hace valerosa; por ello, una vez resuelto el problema, demos gracias a nuestro amigo, el miedo.