Mi primer amor tuvo nombre de hombre. Sobre mi homosexualidad poética (I)


Fue lo inesperado. Me acerqué con el recelo propio de quien va a introducirse en un mundo desconocido y casi, por qué no decirlo, temeroso de que se me notase mi inexperiencia.

Titubeé. Demasiado verde prado. Me animaron a pasar la alambrada que separa el camino de tierra, árido y sin flores, de aquel vergel tres hombres a los que solo conocía de algún escarceo adolescente, incluso infantil diría. De esas veces que con esas edades uno busca novedades. Demasiado verde prado. Demasiado campo por recorrer. Pero me adentré sin saber que terminaría perdido, en todos los sentidos.

Con el tiempo, aprendí que en todo prado hay también grietas. Trampas y madrigueras para el ignorante que, alegre y confiado, se vadea ufano por él sin atender a las señales. Pero uno viene al mundo con la inocencia, y la experiencia, superviviente, pilla, y apaleada, te hace perder más tarde que pronto esa virginidad más propia de seres maravillosos. Trampas y madrigueras, he dicho. Las unas y las otras, sin ser lo mismo, casi lo parecieran; pues las primeras son las causas de los abandonos, de optar por no seguir merodeando campo a través, y las segundas son aquellos lugares donde se resguardan aquellos que se alimentan de aquellos pastos.

Llegué temprano a esas lindes, aunque sí es cierto que me decidí tarde a dejar atrás los alambres. La pereza, quizás. Pues, aunque curioso, no era un gran aventurero. El verdadero culpable de que me animara fue un hombre al que desde siempre consideré, no sabía por qué, un eterno niño. De frente despejada, no muy alto, de voz ceceante y animada, de mirada risueña que, de cuando en cuando, parecía desilusionada y, como un bucle, resurgía de nuevo a la vida. Su mano tersa y más bien pequeña me asió, y me contaba no sé qué historia de dos lagartos desposados que habían perdido sus anillos. El lagarto y la lagarta con delantalitos blancos, iba ensoñando aquel extraño que me resultaba tan familiar con paso abierto, casi saltarín. El sol, capitán redondo, lleva un chaleco de raso. Lo escuchaba absorto y sin comprender nada de lo que iba hablando. Pero…, qué capacidad de atracción. Entonces supe qué era estar enamorado. Sí, sí… ¡enamorado!

Si lo espiritual puede ser más fuerte que cualquier energía humana, diría que el amor es algo así. Lo platónico caía como imantado por un campo gravitacional inesperado, y lo imposible se hacía realidad. Tanta admiración despertaba en mí su voz, la verdad desnuda de sus palabras, que terminé por caer en la tentación de amarlo. No hay amores prohibidos cuando este es sincero, sino mentes podridas como las de un muerto bajo el limo; entornó los ojos al decir esto y continuó, esgrimiendo una gran sonrisa, por el verde.

Federico, sí. Era Federico el que así me hablaba y me introdujo en la verdad y en la mentira de la moral de las gentes. Mi primer amor de niño fue un hombre que a mí me parecía de alma clara.

Y en la luna nos sentábamos, al borde de su río. Un río de plomo, donde el timbre de su voz se confundía con el rielar de sus aguas mientras me hablaba de gitanos y amoríos, de celos y envidias, de mujeres que eran como el misterio de una pirámide y escondían en sus alcobas deseos inconfesables.

Sus labios agolpaban las historias que salían como remolino por su boca dibujada, y sentí la necesidad de besar sus palabras; pues, de solo oírlas, paladeaba el agridulce de sus estrofas. Era yo muy joven para entender aquello. Mujer alguna me había soliviantado los sentidos como aquel temblor que recitaba incomprensibles metáforas y dejaba al aire su sexo controvertido, y ni me asustó ni me aturdió siquiera la sinceridad del niño que escribe nombre de niña en su almohada, del muchacho que se viste de novia en la oscuridad del ropero.

Relampagueaba su figura en mis ojos. Me deslumbraba. Y como el trueno, me agitaba los latidos cuando lo escuchaba. La primera vez de algo debía ser así. En el prado verde, frente a la noche y bajo un polisón de nardos, consumamos esa primera vez. Y hoy lo confieso, nunca nadie había penetrado en mí tan hondo como el exquisito y tormentoso ímpetu de Federico.

Dejé pasar la madrugada de los años, esa que discurre junto a los días y las noches, casi imperceptible para la mayoría de los mortales, y ya no era tan desconocido para mí ese campo verde lleno de trampas y madrigueras. Ya fui yo puede que amapola, o quizás nenúfar en el río, pero siempre solo, que se quedó para oír encenderse los grillos y aprender de toda aquella poesía que era ese carmen granadino, vergel o prado he dicho, donde me hizo suyo Federico. Aún guardo con cariño el recuerdo de aquel encuentro, un viejo libro que rezaba «Libro de poemas». Mi primer amor no fue con una niña, ni siquiera fue femenino. Mi primer amor, sí, tuvo nombre de hombre y fue un libro de Lorca.

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