Teorema de la enajenación


Lejos queda al pensador el congénere. Extraño y desconocido humano. Llegando del retiro bendito a la vida con la cobaya inconsciente de serlo, estos olores respira. Sabe de él: ¡de sí se cuida! Pues ya del hombre dice necesitar cura, siendo él la herida. ¡Pero no me adelante! Moraba con los pensadores muertos -sus libros, las palabras flotantes en la mar ambigua de los conceptos-, y decidió o fue requerido para ingresar en la intimidad animal de todos nosotros. También de la suya. Zafia y monstruosa política: para los monstruos de dos patas. ¿Acaso hay otros monstruos? Entonces se encuentra nuestro divagante amigo con el hombre real: aquel del que idealizó su postura y con ello fulminó en las primeras letras. Pues ya en mi prólogo aquél no era un hombre. Un hombre: que necesitaba comer tres veces al día, mas lo tenía resuelto; dormir en lecho blando, y no tenía problemas con ello; impelido a luchar contra su disolución, pero decía saber quién es y cómo el zapato le aprieta. No serán la niebla -exclamo al verlo- ni la bruma (que esconde los anhelos sólo en sueños alcanzables) las cosas del hombre. Será una prisión sin fuga de acerados barrotes de libertad y argamasas del destino construída.
Ha llegado el pensador; que diagnostica al hombre como el objeto imposible que dictamina nunca fue arrojado al mundo por manifiesto alguno. Uno en pos del olvido del otro, del desarraigo de sí, el pensador del hombre real ha trazado siempre la semblanza enajenada.

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