“Prometeo confió en hacer una buena obra al crear y salvar al hombre. Sobre todo, quería dar a la especie humana un poder mayor que el poseído por los animales. Pero no era fácil hallar dones más maravillosos que los otorgados a las bestias por su hermano Epimeteo. Los animales salvajes tenían el valor, la velocidad y la fuerza y, a veces, alas o agudas garras. ¿Qué más podía desear un hombre?
Entonces, un día, Prometeo pensó en algo extraordinario, que un animal ni siquiera sabría usar: ¡El fuego! ¡Cómo se parecería el hombre a un dios si lo poseyera!
Pero Prometeo sabía que Júpiter había prohibido que el hombre tuviera aquella arma peligrosa y potente. Por lo tanto, el audaz titán decidió robarla. Su acto era realmente valeroso, ya que, pudiendo ver el futuro, sabía de antemano lo que le esperaba cuando se descubriera el robo.
En secreto, Prometeo subió al Olimpo, y encendió una tea en el hogar de los dioses. Ocultando la llama en un tallo hueco, se la llevó al hombre. Cuando Júpiter, al mirar desde el cielo, vio humo elevarse desde la Tierra, su ira fue terrible. Sabía perfectamente que era Prometeo quien se había atrevido a desafiarlo y planeó un espantoso castigo.
El rey de los dioses ordenó a Vulcano (Hefesto) que forjara una pesada cadena, para sujetar a Prometeo, tendido de espaldas, sobre un alto peñasco. Allí, el titán fue encadenado desnudo, expuesto a los helados vientos del invierno y a los abrasadores calores del verano. Como si esa tortura no fuese suficiente, Júpiter envió a una enorme águila, de gran y afilado pico, para que le royera el hígado. ¡Pero como era inmortal, Prometeo no podía morir! Muchos años después, un héroe, Hércules, liberó a este gran amigo y protector de los seres humanos.
Júpiter, a quien cada día disgustaban más los mortales porque habían aceptado el prohibido don del fuego, convocó a los dioses para ver qué podía hacerse para debilitar el poder del hombre. Quizá fuera Mercurio (Hermes), el dios de las travesuras, quien propuso la astuta treta que decidieron jugar los dioses a los mortales.”
Entonces, un día, Prometeo pensó en algo extraordinario, que un animal ni siquiera sabría usar: ¡El fuego! ¡Cómo se parecería el hombre a un dios si lo poseyera!
Pero Prometeo sabía que Júpiter había prohibido que el hombre tuviera aquella arma peligrosa y potente. Por lo tanto, el audaz titán decidió robarla. Su acto era realmente valeroso, ya que, pudiendo ver el futuro, sabía de antemano lo que le esperaba cuando se descubriera el robo.
En secreto, Prometeo subió al Olimpo, y encendió una tea en el hogar de los dioses. Ocultando la llama en un tallo hueco, se la llevó al hombre. Cuando Júpiter, al mirar desde el cielo, vio humo elevarse desde la Tierra, su ira fue terrible. Sabía perfectamente que era Prometeo quien se había atrevido a desafiarlo y planeó un espantoso castigo.
El rey de los dioses ordenó a Vulcano (Hefesto) que forjara una pesada cadena, para sujetar a Prometeo, tendido de espaldas, sobre un alto peñasco. Allí, el titán fue encadenado desnudo, expuesto a los helados vientos del invierno y a los abrasadores calores del verano. Como si esa tortura no fuese suficiente, Júpiter envió a una enorme águila, de gran y afilado pico, para que le royera el hígado. ¡Pero como era inmortal, Prometeo no podía morir! Muchos años después, un héroe, Hércules, liberó a este gran amigo y protector de los seres humanos.
Júpiter, a quien cada día disgustaban más los mortales porque habían aceptado el prohibido don del fuego, convocó a los dioses para ver qué podía hacerse para debilitar el poder del hombre. Quizá fuera Mercurio (Hermes), el dios de las travesuras, quien propuso la astuta treta que decidieron jugar los dioses a los mortales.”