Mitos clásicos (IV): Los monstruos del mar

Con frecuencia, débiles barcos desaparecían en el estrecho de Mesina, que separa Italia de Sicilia, sorbidos en un cegador remolino o destrozados sobre las rocas ocultas por la niebla. Los marinos creían que en aquellas aguas vivían dos monstruos hambrientos: Escila y Caribdis. Resultaba difícil decidir cuál era peor. El remolino de Caribdis se bebía golfos enteros tres veces diarias, y barcos y hombres eran arrastrados a sus insaciables fauces. La rocosa Escila tenía seis cabezas, y sus dientes eran lo bastante fuertes para triturar el casco de cualquier embarcación.

Caribdis era tan viejo que nadie recordaba cómo había llegado a ser el terror de aquellos mares. Pero los marinos conocían la triste historia de Escila, que no siempre había sido un mostruo:
“En otros tiempos, Escila era una hermosa doncella, llena de dulzura, que jugaba alegremente en la playa. Un dios del mar llamado Glauco la observó una vez, sentada sobre una caleta, lavándose los bellos pies en las cristalinas aguas. Después de haber admirado su belleza desde lejos, nadó hasta ella y le habló con palabras lisonjeras.
Pero Escila no quiso escucharlo. Le causaba temor la gran cola de pez del dios y sentía aversión por su cabello lleno de cizañas. Este dios era bastante vanidoso y le molestaba bastante que le ignoraran. Así que, empleando la magia, decidió obligar a la doncella a amarlo. En una isla no lejana vivía una hechicera, Circe, que se había mostrado siempre cordial con Glauco. Era tan poderosa que un toque de su varita mágica convertía a los hombres en cerdos, y el dios pensó que Circe podría darle un hechizo suficientemente fuerte para conquistar el corazón de Escila. Lo que ignoraba Glauco era que la propia Circe estaba enamorada de él y que no tenía intenciones de permitir, de manera alguna, que Escila llegara a ser su esposa.
Por fin, la hechicera le dio un brebaje mágico, prometiéndole que, si seguía sus indicaciones, Escila cedería sin duda a su seducción.
De acuerdo con las instrucciones de Circe, Glauco vertió todo el contenido de su frasco mágico en la caleta donde acostumbraba a nadar la tímida doncella. Poco después, Escila entró corriendo al agua y, como no sospechaba peligro alguno, avanzó vadeando la caleta.
De pronto, la rodeó una jauría de perros que mostraban dientes amenazadores. Al principìo, gritó de terror y trató de repelerlos con las manos, pero entonces descubrió que aquellos repulsivos seres habían brotado de su propia cintura. Sus gritos de terror se volvieron en sonoros bramidos, mientras su cuerpo de bella muchacha se convertía en el de un repulsivo animal de seis cabezas. Desde luego, cuando Glauco vio esta transformación, la abandonó. Con el tiempo, la pobre Escila se convirtió en el animal salvaje cuyo medio de vida consistía en devorar a los marineros que arrancaba de las cubiertas de los barcos de paso”.

Pero no todos los peligros del mar eran feos. Las sirenas eran unas mujeres extrañas, de cuerpos semejantes a los de los pájaros. Vivían sobre los peñascos de las islas, cantando con dulce voz, desde la mañana hasta la noche. Hechizados por su canto, los marinos de los barcos que pasaban por allí se tiraban por la borda. Pero podía darse por seguro que antes de alcanzar a las sirenas en la playa, se ahogarían.
Los griegos afrontaban muy valerosamente todos los peligros del mar. Quizá les resultaran más difíciles de capear los problemas en tierra firme. Uno de los mitos explica cómo empezaron toda clase de cosas desagradables: las enfermedades, los celos, la ira, el egoísmo,... El mito se origina en los primeros tiempos del reinado de Júpiter (o Zeus), cuando el flamante rey sentía que su trono corría un incesante peligro:
“Júpiter había estado tan atareado defendiendo sus derechos, que dejó en manos de otras dos divinidades la difícil tarea de crear, tanto a los seres humanos como a los animales. Los nombres de esos poderosos eran Prometeo (el previsor) y Epimeteo (el que piensa después). Eran hermanos y descendían de los dioses llamados Titanes, además de ser parientes del viejo Saturno (Cronos). No obstante, habían ayudado a Júpiter a derrocar a su padre Saturno, y aquél los recompensó dándoles participación en el gobierno del mundo.
Pero Júpiter odiaba a los hombres y ordenó que sobre la Tierra se abatiera un diluvio que acabara con la especie humana. Prometeo encargó a su hijo Deucalión y a la esposa de éste, Pirra, que construyeran un arca de gran tamaño y que se refugiaran en ella con una pareja de cada especie animal. Cuando cesó el diluvio, el arca se posó sobre el monte Parnaso y, para poblar el mundo, Deucalión empezó a arrojar piedras que se convertían en hombres, mientras que las que arrojaba Pirra se transformaban en diosas, ya que entonces aún no se había creado a la mujer.”

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