Mitos clásicos (III): Por qué hay invierno
Cuando empezaban a soplar los helados vientos nórdicos, y las nieves de octubre cubrían las cumbres de las montañas haciendo que las flores se marchitaran, los griegos recordaban una historia que explicaba la llegada del invierno:
“Júpiter (Zeus) amaba siempre a la Tierra, porque le pertenecía especialmente. Durante muchos años, después de iniciado su reinado, el dorado otoño fue seguido de cerca por la primavera llena de follaje. En realidad, la hermana del rey, Ceres, tenía tanto trabajo, cuando viajaba por los campos y las colinas, para hacer crecer las cosas verdes, que no podía cuidar de su hijita Proserpina, a quien los griegos llamaban Perséfone. Mientras la diosa estaba ausente, la niña vagaba por los soleados campos de Sicilia, arrancando las flores a su antojo.

Pero la pequeña y gentil Proserpina nunca estaba sola. Otras hermosas doncellas, tan felices y despreocupadas como ella, eran sus compañeras de juego, desde la mañana hasta la noche. A veces, a modo de travesura, se ocultaban las unas de las otras en la alta hierba o detrás de densos matorrales.
Una vez, entre tanta divesión, Proserpina vio una flor que crecía junto a un arroyo. Era un narciso, más grande y bello que ningún otro de los que había visto. La niña abandonó su escondite para arrancar la flor, porque quería enseñársela a su madre esa noche. Pero, por extraño que parezca, el tallo era resistente y no quería romperse, aunque ella tiraba de él con todas sus fuerzas.
De pronto, sucedió algo terrible. ¡La Tierra se conmovió bajo sus pies, se agrietó y se abrió! La muchacha se sintió horrorizada al verse parada en el borde de un ancho foso negro. Desde abajo llegó un ruido atronador y, en un instante, cuatro caballos negros saltaron a la luz. Detrás de ellos, en una carroza de hierro, viajaba el sombrío Plutón (Hades), rey de las tinieblas y monarca de los muertos. Antes de que Proserpina pudiera huir, el gran dios la atrapó en sus fuertes brazos, ahogando sus sollozos con sus besos. Un instante más, y la Tierra se los tragó, sin dejar huella alguna de la niña, salvo su chal, que el viento arrastró al río.
Las compañeras de Proserpina la buscaron hasta que oscureció. Les dolía decirle a Ceres que su hija no aparecía por ninguna parte, pero, finalmente, tuvieron que volver con la triste noticia. La acongojada madre no ser lo podía creer. Día y noche buscó a su hija por toda la extensión del mundo.
Por fin, -de acuerdo con la versión más bella del mito- Ceres volvió a Sicilia para descansar junto al río, cerca del lugar donde había desaparecido su hija amada. La ninfa del río la oyó llorar y trajo a sus pies el chal que se le había caído a Proserpina y le murmuró que su hija era ahora la esposa del rey de Averno, Plutón (o Hades).
Desesperada, la madre de Proserpina subió al palacio de Júpiter (o Zeus) y le imploró, con lágrimas en los ojos:
-¡Oh tú, el más poderoso de los dioses! ¡Obliga al sombrío señor de los infiernos a devolver la esposa que ha robado! Mi hija, nacida entre el sol y las flores, no puede vivir en el mundo de la noche y la muerte.
Júpiter había querido complacerla, porque veía que la Tierra sufría a causa del abandono en que la tenía Ceres. No florecían los jardines, los árboles no daban fruto, ni maduraban las cosechas. El mundo había perdido su belleza, y la gente pasaba hambre. Pero las Parcas habían decretado que Proserpina debía quedarse en los infiernos en el caso de que hubiese probado alguna comida de los muertos.
Cuando Ceres oyó esto, se dirigió al Averno. Ni el terrible Estigia ni el gruñón Cerbero pudieron cerrarle el paso. En su trono, vagamente iluminado, estaba sentado Plutón, y Proserpina se hallaba a su lado, luciendo la corona de las tinieblas.
Nuevamente, la madre estrechó en sus brazos a su querida hija y quiso llevársela a la superficie de la Tierra. Pero Plutón, sabiendo lo que habían dicho las Parcas, prohibió a su esposa que se marchara, recordándole que había comido la dulce pulpa de siete granos de granada, aunque no pudo inducirla a tocar ninguna otra vianda. Entonces, el dolor de Ceres fue lastimero. Se aferró llorando a su hija y se negó a abandonarla. Por fin, hasta el duro Plutón se ablandó y, para consolarla, consintió en compartir la pérdida. Declaró que, durante la mitad de cada año, Proserpina podría vivir en los dominios de la luz; pero, a causa de los siete granos de granada que había comido, debía vivir los otros seis meses con él, en los infiernos, como esposa suya.
Por eso, durante la estación en que la hija de Ceres está sobre la Tierra, la diosa embellece al mundo entero en su honor; pero cuando la muchacha debe volver a los infiernos, la enlutada madre descuida su labor y llega el invierno.”

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