La adicción de Nicanor I


Por C.R. Worth crw


Nicanor Sanguino no era como los demás, un hombre extraño según sus vecinos, ya que rara vez se lo encontraban por las escaleras de su casa. La vecina del quinto juraba que solo lo veía por las noches, y bromeaba diciendo que llevaba vida de murciélago, y que quizá era un vampiro, azuzada esta idea por la palidez de su rostro.

No ayudaba a su reputación que siempre tuviera las cortinas corridas y las persianas cerradas durante el día, y únicamente se le veía entre los visillos al anochecer, o tomando un baño de luz de luna en el balcón, cuando el astro de Selene estaba en su máximo esplendor.


En el pasado fue un hombre de vida ordenada, aburrida si me lo permiten decir; un agente de seguros de una importantísima firma internacional, de nueve a dos y, de cinco a ocho cada día; jalonada con los gozos del estudio de su colección de líquenes en sus ratos libres.

Ya entradito en la cincuentena, con anterioridad, tuvo varios amoríos que no cuajaron en la ansiada boda y prole con renacuajos de ojos verdes como él. Su relación más sonada y apasionada fue con la francesa Miranda Gatier, que tras desesperados meses de búsqueda por parte de la policía por su súbita desaparición, fue dada por muerta, sin jamás encontrarse su cadáver.

Miranda era alegre, inteligente, y sensual; a la vez de tener un endiablado carácter y ser tremendamente irritable y rencorosa. No soportaba muchas de las «manías» de Nicanor, especialmente la de ser tan intransigentemente vegetariano. Nicanor era de aquellos que profesaban un vegetarianismo estricto, no tomando ningún producto de origen animal, ni siquiera lácteos, huevos, o miel; y además, se consideraba un vegano, ya que por motivos éticos, también evitaba el uso de productos de animales, como el cuero, o almohadas de plumas. Incluso detestaba aquellas actividades de ocio con animales, como pudiera ser montar a caballo, unas carreras de galgos o incluso admirar animales en un zoo… Todas sus restricciones y manías irritaban profundamente a Miranda, como la cara que le ponía Nicanor cuando en un restaurante ella pedía un «filet mignon» en su perfectísimo francés, mientras él rumiaba una acelga.

Esta tendencia vegetariana le nació a la tierna edad de siete años, cuando visitando a sus parientes en Aracena, presenció por San Martín, la matanza de cerdos en la finca de su abuelo. Los chillidos de los animales, cómo recogían la sangre, y cómo los descuartizaban lo traumatizaron, decidiendo que jamás comería nada que fuera de origen animal, radicalizándose con los años y rechazando cualquier producto que procediera de algún ser vivo.

La pérdida de Miranda fue un duro golpe para Nicanor, ya que a pesar de ser tan distinta a él, la adoraba. Nicanor se culpaba de su desaparición y muerte, puesto que por motivos de trabajo no pudo acompañarla a la exposición colectiva que hubo en Santander, en la que ella exponía un cuadro de grandes dimensiones. Nunca llegó a su destino, ni si quiera embarcó en el vuelo de las 10 de la noche, y su desvanecimiento, años después, sigue siendo un misterio para la policía y su familia.

En un principio, Nicanor fue el máximo sospechoso, pero no había ninguna prueba incriminatoria contra él, y tendría que haber sido muy buen actor para representar ese papel tan afectado, desesperado y compungido en el que se le veía.


Una noche de septiembre, sin luna, cuando regresaba de una reunión de los «Amantes de los líquenes», algo inesperado hizo casi salir el corazón de su pecho. Caminando por la calle Archeros, al girar en la calle Verde, se tropezó de frente con Miranda.

— ¡Miranda! ¡Oh Dios! ¡Estás viva!

— Dios no tiene nada que ver…

La abrazó con fuerza.

— ¿Dónde has estado?

— Aquí y allá, disfrutando, jugando, comiendo…

La pelirroja estaba muy extraña, actuando de forma inusual, y aunque era una mujer sexy, su sensualidad se había multiplicado. Hablaba de forma susurrante y seductora, y se movía insinuosamente alrededor de él, con una sonrisa entre pícara y malévola. Vestía con un traje largo, color granate y negro, y, de moda gótica, que mostraba todos sus encantos con un amplio escote.

— ¡Te dimos por muerta! ¿Por qué no me has dicho que estabas bien?

Miranda risueñamente se acercó a Nicanor, puso su índice sobre sus labios y le dijo:

— Estoy muy bien, mejor que nunca, más libre, sin remordimientos… y muy cerca de ti.

Observándote. Para hacerte como yo en el mejor momento…

— ¿De… de... de qué hablas?

Miranda rió…

— No sé si voy a castigarte o liberarte… Pero como castigo me parece una dulce venganza.

Se acercó a él, moviéndose y rozándose apasionadamente mientras lo besaba. Desabrochó sus pantalones y empezó a acariciarlo en sus partes, y cuando estaba listo, hincó sus desmesurados colmillos en su cuello, sorbiendo el dulce néctar rojo de sus venas, quedando Nicanor semi inconsciente. Luego se hizo un pequeño corte en ella misma e hizo que su amante chupara su sangre; terminando Miranda de beber toda la de Nicanor.

 

Todo se desvaneció para el vegano, lo último que recordaba fue la risa de Miranda, mientras se diluía en el silencio sus palabras, y se sumergía en la más profunda oscuridad.

— ¡Cerdo maniático!, tanto que amas a los animales ahora te convertirás en uno, y nada te dará más placer que alimentarte de ellos, mordiendo, bebiendo sangre… y… Rió sonoramente.

— ¡No soportarás los vegetales!

 

El forense abrió la bolsa negra en la que se encontraba el cuerpo de un hombre sobre una camilla, y pidió que le ayudaran a ponerlo encima de la fría mesa para realizar la autopsia.

— ¿Quién es el fiambre? ¿Se sabe su identidad?

— No, le han robado la cartera y no llevaba un móvil, o documentación alguna para saber quién es este pobre desgraciado. Habrá que tomarle las huellas dactilares y revisar la base de datos de la policía.

Le quitaron sus vestiduras, y el médico a solas empezó a revisar el cadáver mientras en una grabadora iba describiendo el proceso de la autopsia.

— Sujeto tres, cuatro, seis, dos. Veintisiete de Septiembre del dos mil doce a las cuatro horas. Individuo de identidad desconocida, varón, de raza caucasiana, de unos cincuenta o cincuenta y dos años. Hora posible del fallecimiento, alrededor de media noche. Se le ha desnudado para proceder al examen del cadáver, e iniciar la autopsia. En la ropa no había sangre, y estaba en perfecto estado. No hay contusiones o signos de violencia aparente en el cadáver. Paró su informe al mirar el cuello del individuo.

— Un momento, hay dos orificios en el cuello, en la yugular. Quizá producido por un objeto punzante, como un tenedor de barbacoa, sin embargo apenas hay restos de sangre en la herida.

 

Poco a poco empezó a despertar de un largo sueño, y la voz del forense comenzó a surgir de un lejano eco

— Comenzaré ahora a hacer una incisión en el cuello para determinar la profundidad y característi…

En eso Nicanor abrió los ojos, habiéndole cambiado su verde grisáceo natural por un marrón rojizo de reflejos anaranjados. Agarró al médico por el cuello, sus uñas habían crecido puntiagudamente, y súbitamente tubo unos incontrolables deseos de morderlo.

Hincó sus nuevos grandes colmillos en el cuello del médico y bebió su sangre sintiendo un inusitado placer. Quería parar, pero no podía, era como si algo se hubiera apoderado de él y controlara sus acciones de forma instintiva. Bebió y bebió hasta hastiarse, cayendo el cuerpo sin vida del forense al suelo.

Sintió una gran satisfacción, no solo por el dulce néctar de vida que ahora corría por sus venas, sino por el placer de arrancar una existencia y esa embriaguez de superioridad que le envolvía. Deseaba más.

Nicanor no lo sabía, pero era su bautizo como vampiro, y eran horas cruciales para completar su transformación. Debía de beber más, arrancar nuevas vidas para que el mal se adueñara de él, y no quedaran restos de su humanidad dentro de sí.

Su instinto le decía que tenía que dejar ese lugar para buscar nuevas víctimas; pero había entrado cadáver y no podía salir por la puerta. Se dio cuenta que estaba desnudo y se vistió con sus ropas. Miró a su alrededor, y vio una ventana con una reja en la parte superior. Estaba en un sótano.

Se acercó a ella, partió la ventana, y arrancó el enrejado de un cuajo. Era fuerte, increíblemente fuerte… pensó:

— ¡Parece que he comido espinacas!

Aún había humanidad en él.

— Espinacas… ¡me encantan las espinacas! No puedo pensar en eso, ¡necesito sangre!

Salió de la morgue, y observó que estaba en la calle Hernando Colón, seguía siendo de noche, pero no veía un alma por la calle

 — ¿Dónde están todos los niñatos de la movida y la botellona?, ¡podría comerme uno ahora!

Siguió avanzando hacia la plaza de San Francisco, y no pudo evitar mirar hacia el Ayuntamiento. Esa hambre canina volvió a invadirlo, pensando irónicamente, que le haría un favor a la ciudad si se tapiñaba unos cuantos de concejales que no sirven para nada; pero por desgracia a esas horas de la madrugada no estaban allí.

No se veía a nadie por la calle, si acaso alguna moto en la lejanía aprovechando la soledad de las vías para circular por la zona peatonal. Atravesó la desierta calle Sierpes, llegó a la Campana, miró a su derecha, y pensó en las horribles setas. Su cabeza se inundó de imágenes suculentas. Setas a la parrilla, champiñones al ajillo, revuelto de setas y ajetes… Sus tripas le sonaban, y estaba pasando demasiado tiempo desde la última vez que comió. El demonio dentro de él pedía más sangre.

— ¡El mercado de La Encarnación! Allí tiene que haber gente llevando la mercancía a los puestos.

Se apresuró en dirección hacia la plaza, mirando de un lado a otro. Para sorpresa suya se vio reflejado en una luna de un comercio. Era evidente que había mitos inciertos sobre los vampiros, o quizá era porque el ritual de sangre no estaba completado. También vio que sus uñas habían vuelto a su estado natural, y no sentía sus colmillos afilados, pero si se vio a sí mismo increíblemente pálido, pensó:

— ¡Me parezco al tabernero de la calle Boteros!

Fue al mercado, y allí había varios camiones descargando las mercancías: pescados, carnes, frutas y verduras… Tenía que conseguir apartar a alguien, o esperar hasta que cualquiera se distrajera alejado de los demás para tomarlo por sorpresa…

— Quillo, estoy «esmallao». ‒Dijo uno de los operarios, orondo y sonrosado.

— ¿Nos vamos a tomarnos un café y una tostada? ‒Le dijo otro.

— ¡Que va, tío, no puedo! Ya sabes que el médico me ha puesto a base de lechuguitas…

— ¡Pues conmigo no vengas a tomarte esa mierda!

— ¡Maricona, mira que eres mamón!

— Eso es lo que tú quisieras, que te la mamara…

El gordo trabajador cogió una col y se la tiró a la cabeza entre risas.

— ¡Mira que eres cabrón! Después nos vemos.

Le asqueaba la vulgaridad de esos hombres, ya que él jamás pronunciaba palabrotas, y pensó que comiéndose a uno, ayudaría a la lengua castellana, la perduración del buen lenguaje, y la erradicación de la ordinariez…

El lustroso verdulero cogió un manojo de remolachas y una lata de zumo de tomate y se apartó de los demás, para sentarse encima de unas cajas y tomarse el tentempié.

Esa era la oportunidad de Nicanor, allí a solas estaba su víctima. Nuevamente sintió esa imperiosa necesidad, un sentimiento primitivo y animal de morderlo. Mientras se acercaba por detrás, veía al rollizo operario devorar a bocados la remolacha, y por un momento, no sabía que le atraía más, si el dulzor de la hortaliza, o el palpitar se la sangre del verdulero en las venas. Sin miramientos, se abalanzó contra él, y mordió su cuello con todas sus fuerzas mientras le tapaba la boca para que no gritara. Bebió y bebió, siendo su sangre más deliciosa que la anterior.

De pronto se dio cuenta por qué, ese hombre se alimentaba sólo de vegetales. Se sació de él hasta la última gota de su sangre, sintiendo un placer casi sexual, pero a pesar de eso, no se sentía totalmente satisfecho.

El gordinflón calló sin vida en el suelo, mientras Nicanor se relamía las gotas de sangre de la comisura de su boca. Miró al desdichado, y allí estaba inerte… todavía agarrado a su ramo de remolachas mordisqueadas. Sus ojos no podían dejar de mirar la suculenta hortaliza, tan roja, con el jugo rosado que parecía sangre. Ahora era más demonio, más animal, pero lo poco que le quedaba de humano le hacía desear tan delicioso manjar. Impulsivamente las agarró y devoró, y eso sí que le satisfizo completamente; aunque a la vez le hacía detestarlas.

No sabía qué estaba pasando, volvía a sentirse diferente, era como si hubiera recuperado parte de su conciencia de humano, o si el proceso de «vampirización» se hubiera corrompido, y ahora no era ni completamente vampiro, ni humano. Necesitaba sangre, su naturaleza se lo pedía, pero a la vez empezaba a tener remordimientos de conciencia por sesgar las vidas que había terminado.

 

Corrió lejos de la Encarnación, amparándose en la oscuridad de la madrugada, el crepúsculo se estaba acercando, aunque ese día no salía el sol hasta las 7:02. Callejeó hasta llegar a su casa en la Puerta Osario. Pronto amanecería, y no quería comprobar si el mito de la luz del sol afectaba a los vampiros, y acabar en llamas. Su instinto le decía que tenía que estar resguardado del sol.

El portal de su vivienda estaba abierto, pero cuando salió del ascensor para entrar en su casa, se dio cuenta que no llevaba ni cartera, ni llaves o el móvil. Afortunadamente era un hombre meticuloso, y debajo del macetón con flores al lado de su puerta, tenía pegado, oculta, con cinta americana, una llave; por si acaso en alguna ocasión olvidaba la suya.

Se sentía seguro en su casa, pero enseguida comenzó a echar persianas y correr cortinas… el naciente crepúsculo le irritaba los ojos, y sabía que la luz directa del sol le molestaría, aunque no sabía si se convertiría en una antorcha humana como en las películas.

Debía comprobar más mitos. Fue a la cocina para buscar la cestita en la que tenía los ajos. Pero podía olerlos desde el pasillo, siendo su aroma extraordinariamente desagradable para él, ¡con lo mucho que le gustaba el aderezo con ajo! Abrió la ventana y los tiró al patinillo.

Algo más tenía que comprobar, y solo el pensar que le provocara miedo, rechazo, o dolor, ya lo estaba acongojando. Se dirigió despacio hacia su dormitorio, abrió la puerta y miró al cabecero de su cama, allí estaba el cuadro del Cachorro que le había pintado y regalado su amigo Juan Luis Aguado. Solo mirarlo ya le producía dolor, pues podía sentir el sufrimiento que sintieron sus víctimas emanando del cuadro. No era como aparecía en las películas, un miedo a la cruz o lo que ésta simbolizaba, sino una ventana al purgatorio; ya que cuando cometió esos crímenes arrastrado por su nueva naturaleza demoniaca, humanidad permanecía en él, pudiendo haber elegido hacer otra cosa y no sucumbir a la naturaleza animal.

Su instinto le indicaba que destrozara el cuadro, que se deshiciera de él. Pero su humanidad le decía que era una obra muy buena, que sería un crimen contra el arte, y sobre todo, un recuerdo patente de su humanidad y una forma de pagar su culpa.

Se debatía en su interior luchando contra su demonio. Tenía que controlarlo, y no podía sucumbir para ser un monstruo y perder lo que le quedaba de su identidad como humano.

 

A partir de ese día durmió en el frío mármol del suelo del salón. Al ocaso despertó, tenía hambre, pero estaba determinado a no quitar una vida para alimentarse él de un ser humano. Pensó que lo mejor sería dirigirse a uno de los mataderos de la ciudad, y allí beber la sangre de los animales, aunque le repugnaba la idea. Así hizo en las semanas siguientes, pero se sentía infinitamente infeliz y no estaba satisfecho. Le torturaba el recuerdo de su última víctima, pero aún más el delicioso placer del sabor de su sangre, tan «vegetal».

(Continuará)

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