Los dos hombres del hombre: Tucídides y la peste de Atenas

Por Antonio Hermosa Andújar


Cuando más de treinta años atrás leí el libro de Juan Domingo Sarmiento subtitulado Civilización o barbarie aún creía plenamente en el valor sustantivo de esa o que mediando entre dos nombres trazaba una divisoria entre dos antropologías. Cuando apenas en 2016 publiqué un texto con idéntico título, pero flanqueado por dos signos de interrogación, hacía ya un siglo que había dejado atrás la añosa ingenuidad inicial. La relectura de Homero y mi primer contacto con la obra de Tucídides habían provocado un cambio que desde finales de los años 90 del pasado siglo no ha hecho sino madurar. El relato sobre la peste de Atenas, un paraíso del desengaño de toda idealidad, empezando por el de la decantada oración fúnebre de Pericles que le precedía, fue piedra miliar del proceso. ¿Qué nos enseña?

Ya desde su presentación en sociedad la enfermedad que asolaría Atenas, y que narrada por el historiador devendría en historial médico-sociológico de la sociedad, dio muestras de su prepotencia fisiológica al asimilar las demás enfermedades que un individuo pudiera padecer al contraerla e impedir el acceso a la fortaleza del cuerpo en el que ella imperaba de todas las demás; y mientras ejercía su imperio sembraba el desierto por los lugares que atravesaba –el recorrido era siempre de la cabeza a los pies– antes de que la muerte del paciente la detuviera en la gran mayoría de los casos. En otros, en cambio, lo dejaba vivo y muerto a la vez: arrebataba la memoria del sujeto convirtiéndolo en un ser desconocido para sí, le infería una especie nueva de muerte en un alarde de su capacidad de matar.

Lejos de saciar su vanidad con semejantes muestras de poder subvirtió el orden mismo de la naturaleza, añadiendo otra muesca más a su currículum “al demostrar que era un mal diferente a las afecciones ordinarias en el siguiente detalle: las aves y cuadrúpedos que comen carne humana, pese a la abundancia de cadáveres insepultos, o no se acercaban o si los probaban perecían”. El alimento que hasta su llegada daba vida ahora crea muerte y el propio orden natural se desquicia al forzar la migración de las aves de tan surreal escenario.

La revolución llegaría igualmente al mundo humano. Asaltó sus murallas sin esfuerzo ni contemplaciones, llevando consigo un bagaje ya ejercido durante su experiencia natural como era el de la personalización de determinados síntomas, que exigía individualizar el tratamiento, lo que produjo sacrificios humanos por motivos opuestos, inundando así de sinrazón la cordura y evitando paradójicamente que sus víctimas advirtieran la humillación que se añadía al sufrimiento.

Cuando a ello se suma la ausencia de remedios eficaces, la pasarela que lleva al paciente del desánimo a la desesperación ha quemado en un solo salto todas las etapas. El incendio del alma helena es voraz, porque aquél pasa del no te resignes, actúa, con que Homero lo nutrió y Pericles aún enaltece en el discurso citado, a su conversión religiosa fatalista, en tanto los afectados “se abandonaban por completo sin intentar resistir”.

La revolución continúa girando y al hacerlo engulle en su torbellino gran parte de la trama de creencias que sostenían el pasado del alma ateniense, desde la orgullosa autoestima a las costumbres, sin dejar de lado a los dioses. Los pacientes tuvieron ocasión de constatar que la solidaridad dejaba de ser contagiosa por serlo la enfermedad, pues la posibilidad de sobrevivir se abrazaba a quien no auxiliaba a los demás en lugar de a quienes lo hacían; y si bien a todos conmovían las gestas del altruismo solidario, muchas finalizadas en un réquiem del altruista, los efectos sacudieron sobre todo los cimientos de la república de los dioses y los de la democracia de los hombres. 

En efecto, si el que sobrevive al mal es el malo, si el bueno paga con su vida el coste de ejercer su bondad, ¿de qué sirven el culto a los dioses, las normas rectoras de la sociedad o las tradiciones comunitarias? La irreverencia religiosa y social de la peste entraña la reordenación de las jerarquías normativas, que acaban expulsando a los dioses de tal condición ante la llegada de la nueva y arrolladora deidad y deshaciendo los nudos que ataban a los hombres en sociedad. Es eso cuanto se advierte en el desconocido desprecio hacia los templos, en cuyo interior se hacinan ahora los enfermos y, por ende, cada vez más muertos colonizan su espacio, o en la burla de las ceremonias funerarias, cuya venerada sacralidad dista de respetarse con la nueva situación, cuando los muertos arden en piras que no son las suyas o junto al cadáver que le antecedió. 

El poder del mal se consolidaba con sus efectos y los antiguos ciudadanos y devotos, los mismos individuos, rompieron los viejos moldes donde reposaban sus creencias y, sobre la marcha, incineraron a los dioses en la improvisada hoguera del ateísmo y sepultaron el vínculo social en la recién abierta fosa de la anarquía moral: “ante la extrema violencia del mal, los hombres, sin saber lo que sería de ellos, se dieron al menos precio tanto de lo divino como de lo humano”; y más adelante: “Ningún temor de los dioses ni ley humana los detenía (…)”. Esos atenienses, la flor y nata de la humanidad en la oración fúnebre de Pericles, son ahora, singularmente considerados, el Polifemo de Homero mas sin su ferocidad, quizá un último homenaje de la situación actual a la civilidad precedente, el testigo silente de su fugada humanidad.

Ahora bien, en plena venganza de la barbarie contra la civilización el mal produjo, como es su hábito, bienes impensados, cual un amor febril por la vida que unía, en un extraño lazo que mezcla solidaridad y melancolía, a enfermos y sanos –aquellos dando parabienes a éstos y los últimos viviendo su situación con prestado entusiasmo– y que tenía hasta su estrés cómico en la alegre confusión que los supervivientes hacían entre inmunidad e inmortalidad.

Una “mayor inmoralidad” fue el caldo de cultivo de la nueva pasión por la vida, pues como “la gente se atrevía más fácilmente a acciones con las que antes se complacía ocultamente”, el hedonismo pasó a ser la visible nueva religión común que separaba a los improvisados acólitos en el goce de sus placeres personales, “el provecho pronto y placentero” al que cada uno dedicará sus fuerzas como si fuera un maldito cuando la incertidumbre ha volatilizado el mañana en un caleidoscopio de espejismos o, mejor aún, cuando el esfumarse del pasado ha traído consigo la indefinición del futuro. Goces que, aun si aparecen al contraerse la civilización, apuntalan la aludida ausencia de violencia del antiguo ateniense como huellas visibles de su civilidad perdida. Se apoderan de lo que queda sin dueño, pero no se lo arrebatan a su posesor, legítimo o sobrevenido, y gozan lo propio sin pensar en gestas excéntricas que produzcan efectos hoy fumígenos, como la gloria, esperando de los demás el goce de lo ajeno.

Una yuxtaposición de individuos dispersos con un horizonte en sombra compone el paisaje de cenizas de la sociedad sacrificada en el altar de la peste y constituye el mayor triunfo de ésta a la hora de proclamar la presencia ontológica de la barbarie en la civilización, esto es, la doble faz de la naturaleza humana; mas si de dicha anarquía fatal hubiese dependido realmente el futuro de Atenas, ¿cuál habría sido éste? ¿Habría logrado Pericles organizar la expedición de cien naves contra el Peloponeso mientras el ejército espartano saqueaba el Ática?

Lo que salvó a Atenas de perecer en ese instante fue paradójicamente el compuesto de civilización entreverada de barbarie presente más allá de la esfera dominada por la peste; ésta nos habla para decirnos que la barbarie no derrota a la civilización, sino que coexiste y forma un todo con ella; y nos dice asimismo que podría conquistar un dominio abrumador casi instantáneamente. Empero, lo que a ello añade es que un agente natural, por poderoso que sea, quizá excepcionalmente puede derrotar a una sociedad bien organizada, mas no es esa la función que corresponde a su existencia; lo suyo es recordar que la civilización sin barbarie es imperfecta, que el mal y el bien forman una maraña inextricable y que quien aspire a construir una utopía se hunde, por hablar como Maquiavelo, a quien hemos traído repetidamente a colación sin nombrarlo.

Dicho esto, lo que libera de la barbarie es el compuesto antedicho, y para lograrlo no es indiferente el grado de civilización adquirido antes de que el mal se revelara en toda su pureza y, emancipándose de la civilización, amenazara con la destrucción absoluta de la sociedad. De otra forma: la mala combinación de ambos elementos ontológicos es lo que destruye una sociedad; son las pestes humanas y no las naturales las que inexorablemente llevan a cabo su labor de zapa de la frágil y robusta a un tiempo cimentación social debida al pluralismo moral y político. 

Una facción que aspira a prevalecer absolutamente sobre las otras; el poder público que crea adversarios en otros poderes públicos y un enemigo en la parte de sociedad que no controla; las formas de violencia que tales prácticas despliegan contra la legalidad; la mentira y corrupción que favorecen y con las que se alían; una ideología que monopoliza la verdad y la razón, y compra y vende por tanto todo ello; la falsificación de la historia que legitima el dominio faccioso naturalizándolo o la deshumanización del bando opuesto resultante de lo anterior. Son tales formas de tiranía más o menos entrelazadas, nunca una a una, las que provocan la envidia de cualquier peste natural e intensifican de largo sus consecuencias sociales. La barbarie ya ha cumplido su función indicándonos que el mal absoluto existe y que el hombre es capaz de todo por ejercerlo en su favor; lo que cabe entonces, y se debe, es aspirar a que la civilización con que se contrapesa se halle siempre dispuesta a retenerla más allá de donde pueda prometer su omnipotencia.

Este artículo se publicó en Pompaelo el día 16 de abril 2023

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