Tiranía y «necesidad»


Por Antonio Hermosa Andújar


CÉSAR Y EL DISCURSO DE POTINO EN LA FARSALIA DE LUCANO

       A Roberto Muñoz Bolaños, que denostado a izquierda y derecha
por el mismo extremista sólo limita su conciencia con la razón

¿Tiene la necesidad rostro?

La necesidad es la última forma en la que se metamorfosea la legitimidad del poder antes de convertirse en tiranía, el velo final del que se despoja antes de anunciar su rostro y asombrar mediante el terror a sus futuros destinatarios. Un poder que todavía necesita justificarse anda a la caza de ideología para su legitimación: su ejercicio aún desmerece su naturaleza.

Isócrates, por ilustrar con un ejemplo, que estimaba al persa “enemigo nato” del griego, no dudó en aducir toda una retahíla de razones de diversos tipos –religiosas, históricas, militares, políticas y culturales– al reclamar la hegemonía entre los griegos para la mayor de sus potencias: Atenas; y un antecesor como Gorgias o un coetáneo como Lisias, por no extender la lista, no dudaron en anticipar o emular sus pasos. Así, el patronazgo divino, su fundación sin mácula étnica, las victorias sobre los persas en Maratón y (más griega ésta) Salamina, los dones de Ceres, los misterios de Eleusis, las hazañas filosóficas y artísticas, la hacían acreedora de portar el pabellón heleno frente al enemigo natural. En la –errónea– opinión del ilustre orador, el prestigio de su ciudad, fuente de admiración indeleble del resto de Grecia hacia ella, fundamentaba su obvia exigencia de legitimidad.

Esa panoplia de razones, con todo, no era sino el trasunto discursivo de otros tantos hechos, presentes a la vista incluso de los enemigos –en ciertos casos, para estos, no eran sino razones para la destrucción de tan augusta polis– y que por ello negarían sólo quienes vocacionalmente trabuquen la historia añadiendo sinrazón a la justificación de su interés; allí la necesidad no tenía cabida y, en efecto, no aparecía. Sólo desvelaba tras la exigencia de hegemonía, esto es, de un poder que acaba concentrándose en el arbitrio del hegemón pese a ser un poder circunstancialmente otorgado y por ende reclamable su devolución, la aspiración a obtener más de lo que la lógica se halla dispuesta a conceder tras la fachada del prestigio; o, si se prefiere, denunciaba el error de creer que la historia da poder, o más precisamente: que la virtuosahistoria propia confiere derechos sobre presentes ajenos.

No era ese discurso el que pronunciara César apenas cruzado el Rubicón, ni eran tales las intenciones que brotaban de sus labios, como tampoco es la diferencia de contexto o de meta el hontanar de las diferencias, dado que el monstruo que se adhiere a la hegemonía a su paso era parte constitutiva del proyecto cesariano; y conociendo al monstruo que está por nacer en cuanto yace completo en su interior, cual Atenea en la cabeza de Zeus, su prioridad aún es legitimarlo escondiendo inicialmente su forma futura bajo el victimismo de una supuesta ingratitud hacia lo mucho hecho con lo poco recibido, dejando así libre a su intención para agazaparse bajo el caparazón de la necesidad. 

Contándose entre sus soldados como uno más –Bellorum o socii… (“Compañeros de guerra…”)–, justificando su desobediencia, esto es, su alzamiento contra el orden vigente, con el valor, el sufrimiento o la muerte de aquellos cuyas hazañas elevaron el nombre de Roma con la gloria propia y el temor ajeno, César cumple el último paso antes de ocultarse él mismo en la necesidad, ese trono vacío a disposición de quien pasando por allí logre sentarse en él, y que confiriéndole el poder de trocar el nombre de Roma por el suyo cede a su espada el derecho a clausurar ideológicamente el mundo antiguo, o lo que es igual, a declarar la llegada del nuevo:  “(…) Al que armas empuña, todo se lo da quien le niega lo que es justo. Y no nos faltará el apoyo de los dioses, pues mis armas no buscan ni el botín ni el trono: intentamos librar de tiranos a una ciudad dispuesta a ser esclava”. Los dioses tienen, pues, amo, y Roma, su residencia en la tierra, ya sabe que por orden de César sólo él lo será. La tiranía, por tanto, en cuanto declaración de intenciones ya ha comenzado ahí su andadura, si bien a César aún le queda ganársela sobre el terreno.

Semejante arrebato ideológico denota la reticencia que aún custodia moralmente la conciencia de su autor; por su gracia disocia intenciones y palabras, asigna un fin a los hechos en antítesis con su significado y se resiste a mostrar el nudo poder al que aspira en el poder que regularmente ejerce, esto es, contiene su voluntad a un paso del arbitrio y la política a otro de la tiranía. De ese velo de pudor se desprenderá olímpicamente apenas traspasado el umbral legitimador al que acaba de acceder, en cuanto la geometría del mérito desprecie lo recibido por lo hecho y su tropa lo avale, y los recuerdos que en tanto ciudadano romano le vinculan a un pasado y las obligaciones que en tanto autoridad romana le sujetan a un orden se disuelvan en la niebla.

La flor de la tiranía recién eclosionada, a fin de germinar la semilla del tirano recurriría o no a voluntad –sobre el terreno bien pertrechado de conocimientos históricos que era la cabeza de César– a algún notable precedente, incluso extraído de la historia griega: quizá aquella gesta de humillación con la que la legación ateniense, recibido el plácet de sus interlocutores melios para hablar exclusivamente sobre su propia salvación, apostillara: “En ese caso, pues, no recurriremos, por lo que a nosotros atañe a una extensa y poco convincente retahíla de argumentos, afirmando con hermosas palabras que ejercemos el imperio justamente porque derrotamos al Medo o que ahora hemos emprendido esta expedición contra vosotros como víctimas de vuestros agravios”; una renuncia, por cierto, que priva a la futura víctima de aspirar a sustraerse a su destino recurriendo al victimismo.

A lo que el imperio ateniense maduro renuncia es justamente a argumentos del tipo de los que Isócrates y otros bienintencionados oradores abogarán por hacer justicia a la historia ateniense reclamando la dirección política de la guerra contra el enemigo persa, ignaros de cuán fácilmente el secreto oculto en el más humilde mando es llegar a ser orgullosa hegemonía, y por ende de cómo el buenismo, consciente o inconsciente, no es sino la brutal propaganda con la que el supuestamente inmaculado bien inocula el mal en un cuerpo social sano, esto es: forzosamente dual. En ese punto, el poder hegemónico en el exterior o el tiránico en el interior reparten equitativamente su dominio en el doble campo de la política y ésta prescinde del lujo poético de la justificación porque al poder sobra fuerza para legitimar su naturaleza con su ejercicio.

Cruzado el umbral, rasgado el velo, a César sólo queda crecer militarmente, que es su modo de agigantarse políticamente, y Lucano exhibe un poderío intelectual excepcional para fundir ambos planos en uno mientras explica por qué César pasa de gigante humano a superar a los propios dioses. Su pluma recorre el mundo de las ideas con tanta belleza como eficacia, al punto de no ser óbice para nosotros ver en acción a César Rex de Roma a pesar de que antes de narrar dicho episodio el escritor fallece por orden de un plausible sucesor de aquél. No obstante, mientras duró su vuelo, la pluma de Lucano fue cincelando en el mármol del tiempo gestas de otros sujetos entreveradas con hazañas de César, los microheroísmos personales hilvanados en las tramas de acontecimientos constitutivos de la guerra civil, hasta dar con el por qué la trinidad del poder es un accidente en el camino del mismo antes de quererse despótico bajo el arbitrio del tirano.

El discurso de Potino irrumpe en dicha trayectoria no sólo como lección de Lucano acerca de la cultura oriental, sino como testamento de la conquista de Roma por Egipto, de Occidente por Oriente, en la figura de César, directa encarnación de la tiranía que pugna por unificar el mundo político. Hasta ese instante, el oído itálico no se había atrevido a escuchar nada igual: “La fuerza de los cetros desaparece totalmente si empieza a sopesar consideraciones de justicia; el respeto por la honradez destruye las fortalezas. La libertad de crímenes y el uso ilimitado de la espada son lo que defiende a los reyes odiados. Las crueldades continuas no cabe cometerlas impunemente sino mientras se siguen cometiendo. Abandone el trono quien quiera ser piadoso. La virtud y el poder supremo no son compatibles; siempre tendrá miedo aquel a quien le dé vergüenza ser cruel”.

Toda la fuerza del poder se concentra en el arbitrio, esto es, en una voluntad ilimitada. Nada es condicionante para ella, incluido un deseo anterior, revocable porque sí: porque, ahora, ya, es otra cosa lo deseado. Él es la justicia, él es la moral por las que se rige; el odio es libre desde dicha atalaya y se ejercita cuando y como se quiere; sangra con el miedo, la religión no cuenta, el pasado es impío, la acción desconoce exempla. Y lo peor: no vive si no mata, si no pervive en los cadáveres con que sin cesar decora su paso, para lo que rehúsa cualquier artificio que no sea un refinamiento perenne de la crueldad.

Farsalia facultó al corazón de César a adueñarse de ese arbitrio, una vez reducido al suyo las tres fuentes del poder –con ellos se autodestruía– activadas por el triunvirato. Farsalia dejaría en pie una única verdad: la irreconciliable pareja compuesta por César y la libertad (al mismo destino final habría sucumbido de haber vencido Pompeyo). ¿Puede llamarse a eso necesidad? ¿No era posible no cruzar el Rubicón; era tal, estaba prescrito así su irreverente resultado?

El apretado prontuario de los hechos aquí expuestos nos ha revelado la esencia humana de la necesidad, la red de vivencias y decisiones que preceden las acciones de los hombres en lugar de una extraña sustancia ontológica que, cual destino, predetermine y configure los mapas de las relaciones humanas y de los acontecimientos resultantes de ellas. En el odre vacío de la necesidad cada cuál introducirá los vientos de superstición o heroísmo con los que su ignorancia, real o fingida, le lleve a celebrar los esponsales con su futuro. Mas cuando invoque a semejante espíritu que espere sólo no oír más voz que la de su anhelo, ni adorar a otro fetiche que su interés.

Tras la invocación cesariana a la necesidad para justificar por qué atravesaba el Rubicón no había más destino que su fijación por regir Roma según su arbitrio. Lo que, al cabo, el escoplo del tiempo mostró conforme modelaba su deseo fue el rostro preclaro de la tiranía y las facciones de César dándole forma.

Este artículo se publicó en Pompaelo el día 16 de enero 2023

¿Qué te ha parecido?

Artículo anterior Artículo siguiente


__________


¿Te gustan los contenidos de LETRA LIBRE? Forma parte y aporta lo que quieras.


¡GRACIAS!