El demócrata de Pericles

Por Antonio Hermosa Andújar


¿Qué es ser demócrata?

Pericles, en su epidíctica Oración fúnebre pronunciada ante atenienses y extranjeros tras el primer año de guerra contra Esparta, esgrime una compleja y matizada respuesta. La estrella de la libertad brilla en ella en contraste con las fumatas negras emitidas por los diversos autoritarismos a los que se contrapone, el espartano in primis. ¿Qué nos dice?

Pericles sabe lo que tantos próceres como él: que los individuos capaces de defender la polis mediante su valor y exponiendo sus vidas son por ello dignos de gobernarla, y se congratula de que las instituciones de su ciudad hagan sin más justicia a su capacidad y su heroísmo, y su perfección afine al nuevo ciudadano haciendo de él un demócrata.

Así pues, éste nace de la democracia, el régimen político que rinde homenaje por anticipado a la especie humana al depositar en la mayoría las riendas de su destino. No se trata, con todo, de una mayoría cualquiera. Los individuos que la integran son resultado, aludí, de un orden que ha distribuido la materia política en instituciones unipersonales, pluripersonales y colectivas, entre las que distribuye las funciones de dirección y control inmanentes al mismo.

El cincel del poder democrático modela las capacidades humanas desbastando con ellas al sujeto que participa en la Asamblea, el Consejo o los Tribunales, y que es libre por participar: como sus iguales; o bien, cuando el producto es una filigrana, lo faculta para el ejercicio de las magistraturas unipersonales: el mérito delata así la filigrana y la recompensa con el cargo.

La democracia hace más, sin embargo. Si en la vida pública libera con la participación e iguala al extenderla a todos, en la privada pervive con la igualdad de cada cuál ante las leyes, con independencia de su origen, estatus o profesión, la autonomía individual en la elección del propio mundo, su racionalidad al darle forma, el despliegue de tolerancia que exige a todos al reclamarla cada uno para sí, etc.

Por su parte, también el demócrata es más que un simple ciudadano. Al conato de complejidad psico-ética exhibida en la doble vida, pública y privada, que a la vez lleva en rueda pese a la sustancial diferencia entre ellas, se agregan paulatinamente nuevos espacios de responsabilidad que ponen a prueba su racionalidad personal y social. Por ejemplo: ¿es una contradicción la obediencia para un ser libre, según dieran a entender a su modo Platón antes y Hobbes después, vale decir, no cabe vínculo directo entre ambos extremos?

Tucídides, vía Pericles, nos sitúa ante el altar de la conservación de la polis democrática al resaltarlo: al ciudadano le retiene más acá del delito el “respetuoso temor” que siente por autoridades y leyes, e igualmente ordena las escalas de su obediencia en función de la jerarquía normativa que reconoce y acata: la validez universal de las costumbres ejerce sobre su voluntad mayor constricción que la norma escrita por la “vergüenza” asociada a su violación. La libertad, pues, ni corre pareja con la anarquía ni aísla al sujeto de sus semejantes, sino que, en oposición a lo afirmado por tan provectos filósofos, atando al ciudadano a sus derechos no lo libera de su responsabilidad cívica.

El demócrata es mucho más. En lugar de aceptar fatalmente las fatigas de la vida recurre a las armas del hedonismo, y en el combate hace gala de su superioridad humana, de esa complejidad de la que adolecen los demás, incluido él mismo antes de la democracia, componiendo figuras varias con bronce tan maleable, pues lo mismo decora su morada de comodidades a su gusto, como acentúa su socialidad en juegos y fiestas en las que se confunde con sus conciudadanos, o goza personal y cotidianamente de bienes que las naves transportan desde lugares incluso remotos y halla disponibles en el ágora.

Señales de la complejidad antropológica acarreada por la democracia brotan doquiera se contemple al ateniense. Si nos preguntamos por los preparativos para la defensa, no es una ciudad cerrada por su muralla, en la que no quede extranjero alguno, lo que nos sale en respuesta, sino una ciudad abierta de la que la cultura fluye hacia las fortalezas enemigas a fin de vencerlas; si inquirimos por la posibilidad de reunir la vida relajada y placentera con una patria a la que amar, él, con su valor, nos saca de la duda. Y sobran aún ejemplos con que predicar.

Dice el orador: “Amamos la belleza con sencillez…”; vale decir: por amar la belleza se diferencia del espartano; por amarla con sencillez, del Creso de turno, medo o no: por ello el ateniense es más que los dos. Prosigue: “… y el saber sin relajación”: aman la belleza y el conocimiento, esto es, junta en su persona cualidades diferentes: otros, no; de la cantera de la “riqueza” extrae materiales para la “acción… [no] para la vanagloria” y a la pobreza la hace útil dando al pobre la oportunidad de demostrar su valía. Y añade que cada uno de ellos posee tanta aptitud para llevar adelante sus asuntos particulares como para participar en los asuntos públicos; que, a ese fin, se prepara para hacer digna su voz y respetable su voto, racional la decisión pública emanada de la mayoría y eficaz la acción en la que se desparrama.

El demócrata es aún más. Antes nos persuadió de su capacidad para reunir en su persona cualidades que otros no podían; cuando a continuación escuchamos al orador pronunciar eso que Homero llamaría aladas palabras –“También nos distingue una extraordinaria audacia a la que vez que hacemos nuestros cálculos sobre las acciones que vamos a emprender, mientras que a los otros la ignorancia les da coraje, y el cálculo, indecisión– sabemos que estamos ante los héroes de la raza humana, aquellos que marcan por ahora su tope antropológico: los capaces no sólo de reunir lo distinto, sino de aunar lo en apariencia contradictorio desvinculando las pasiones humanas de la red de prejuicios históricos convertidos en naturaleza que, como un nuevo Urano caído sobre Gea a la manera del mito de Hesíodo, les impedían extenderse por tierras nuevas y urdir conductas desconocidas. Escindiendo, en suma, el cálculo de la indecisión y la ignorancia del coraje se alumbran una psicología y una ética nuevas, un tipo humano desconocido hasta aquí cuyas pupilas se iluminan a la vez por la razón y el valor, privados de sus antiguas gangas de titubeo e ignorancia.

El resultado, el ateniense, es un titán humano sin parangón histórica, ese haz multicolor de cualidades únicas que le dotan “de una personalidad suficientemente capacitada para dedicarse a las más diversas formas de actividad con gracia y habilidad extraordinarias”: una especie de aristocrático ideal renacentista antes del Renacimiento. El otro resultado, Atenas, es por ello la escuela de la Hélade, el prestigio hecho ciudad: la forma que las reúne a las demás en un sueño común que les permita un día, como al prototipo, servirse de las alas de la gloria a fin de superar las barreras del tiempo. 

Ahora bien, el fondo azul del ideal aparece de pronto salpicado de manchas grises que lo empañan, entre las que descuellan la de un personaje anónimo, el “inútil”, que se adivina a contraluz de la brillante imagen del ciudadano, agazapado bajo la maleza de sus intereses privados, y la del indeciso –o indiferente, o cobarde incluso–, a quien su incapacidad para situarse al frente de la ciudad cuando Atenas lo requería para su defensa quizá rebajara su valía. 

El primero, el ἀχρεῖος, el deliberadamente bueno para nada, es el sujeto que teniendo a su disposición las llaves de la participación en el poder se rehúsa a usarlas porque sus ocupaciones privadas le arrebataron de antemano toda opción de hacerlo. La polis, su destino, no roza su destino, finge creer, como también que los hilos en los que dejan su rastro las decisiones colectivas no se entrecruzan con los de sus deseos personales o a la inversa; y en tanto una crisis no estremezca con alguna sacudida los caminos trillados de la costumbre, dicha creencia ofrecerá todos los rasgos de la verdad y el creyente hurtará su vista a la mirada del cuerpo social oculto en la oquedad de sus rutinas. El inútil tranquilamente hará ondear su pendón en lo más alto de la muralla del tiempo y la sociedad no percibirá el movimiento.

Al segundo, por su parte, la guerra le brindará la oportunidad de resarcirse y hacerse digno de recuperar el reconocimiento y su buen nombre entre los suyos, dejados atrás al huir del peligro al objeto de preservar su vida aun cuando la patria perdiera la suya; de transformarse en un ateniense más, y luchando con valor “en defensa de su patria” hasta, llegado el caso, dar su vida por ella, merecer el elogio que esculpe su memoria en el corazón de sus conciudadanos. Este hombre, por tanto, se ha hecho eco en su conciencia de las diversas imágenes de sí mismo que la rueda de la fortuna ha ido descubriendo al girar y supo aferrarse finalmente a la que, al “borrar mal con bien”, compensaba a las demás. Aquél, en cambio, en su isla de inocencia, no ha descubierto aún el peligro autoritario oculto en la inacción. 

Empero, cuando tiemblen los pilares de la tierra, porque temblarán, quienes aspiran a imponer su propio orden social contra viento y marea, contra leyes y deseos, asaltando los procedimientos establecidos, contarán con el resorte de su inmovilidad para acelerar su ritmo y con la autoridad de su anonimato para extender su voluntad. Para entonces, esas flores de todo clima político, esos ciudadanos adaptables a todos los vientos, que germinarían a la sombra de cualquier régimen y proliferan en las democracias fatigadas, serán paso forzado en el éxito del golpe con el que cualquier maniqueísmo pretenda destronar el pluralismo democrático que interfiera su camino. El demócrata que sí desee defender su democracia tiene, pues, la obligación de rebuscar entre las sombras del pan y circo donde moran sus involuntarios sepultureros y grabar sobre las lápidas de sus mentes el lema con el que el espíritu de la democracia se hace vida, que las inmortales palabras de Pericles registraron así: “la felicidad se basa en la libertad y la libertad en el coraje”. Sólo el valor nos salva de la esclavitud; sólo él prevé el castigo y provee de la fuerza de la rebelión; sólo él previene por naturaleza contra la voluntad totalitaria que hace del futuro un Prometeo encadenado.

Y es que, lo queramos o no, somos animales políticos, como dijo Aristóteles, y por ello ni siquiera en el corazón de nuestro mundo más íntimo podremos aclamar de manera permanente una felicidad desentendida de la libertad; y también por ello, no pudiendo dar por definitivo lo ganado, nuestro valor personal, más allá de las armas ajenas, será siempre el último reducto donde proteger nuestra libertad. 

Después, cuando el golpe haya al fin triunfado o fracasado, y la vida se haya extinguido o renazca, ¡que los inútiles vuelvan a ejercer sus derechos una vez de regreso en sus tumbas!

Este artículo se publicó en Pompaelo el día 31 de diciembre 2022

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