El griego y el bárbaro. Sobre Herodoto y Tucídides

Por Antonio Hermosa Andújar

Herodoto, padre de la historia, inicia su obra con estas palabras: “Ésta es la exposición del resultado de las investigaciones de Herodoto de Halicarnaso para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros –y, en especial, el motivo de su mutuo enfrentamiento– queden sin realce”.

Cabría dedicarles una entrada en esta serie por mor del huracán de novedades que este libro primordial desata en el interior del mundo del saber, y quizá lo haga algún día, pero de momento centrémonos en el bárbaro. Ya está ahí, abarcando a toda la humanidad no griega, pero designando en concreto al persa contra el cual el heleno se enfrenta. Está ahí en cuanto universal contraparte, anónima e indiferenciada, del único vástago humano con nombre, esto es, con identidad.

¿Es ese el bárbaro? Vale decir, ese ser impersonal, idéntico siempre a sí mismo en cuanto no evoluciona o no lo hace suficientemente, ontológicamente inferior, ajeno a todo hilo rojo que armonice el cuerpo social y relegado en las grandes empresas, tanto intelectuales como materiales.

La raíz bar-, que significa balbucir, presente en la palabra bárbaro, sentencia al señalado, relegándolo étnica, política y culturalmente en cuanto incapacitado para hablar y razonar. Ni mucho menos fue Herodoto el primero en sumirlo en ese reino de tinieblas ni tampoco será el último. Isócrates, un siglo después, escribiría en uno de sus textos más conocidos, el Panegírico de Atenas, uno de sus párrafos más reconocidos, que saca la barbarie de la raza para trasladarla a la cultura: “Nuestra ciudad [Atenas] aventajó tanto a los demás hombres en el pensamiento y la oratoria que sus discípulos han llegado a ser maestros de otros, y ha conseguido que el nombre de griegos se aplique no a la raza [génos], sino a la inteligencia [diánoia], y que se llame griegos más a los partícipes de nuestra educación que a los de nuestra sangre” (flaco favor hizo Isócrates con esa idea a los helenos, pues la gradación civilizatoria entre ellos ensanchaba con los situados en la parte baja de la escala el reino de tinieblas donde barboteaban los bárbaros; mas cumplía su objetivo de ampliar la panoplia de argumentos con los que reclamar la hegemonía entre los griegos a la hora de luchar contra ese “enemigo nato” que era el bárbaro persa).

La escisión radical entre el griego y el bárbaro era difícilmente llevadera para los propios civilizados. De hecho, en Grecia, Roma ya supuso una excepción al bárbaro, en especial a partir del siglo IV a.n.e. E incluso el enemigo persa tampoco apareció siempre tal, según se pone de relieve en la tragedia de Esquilo titulada precisamente Los Persas, donde Darío y su esposa eran portavoces de un lógos claramente griego a diferencia de Jerjes, su hijo, ejemplar de raza entre los bárbaros… que apenas se diferenciaba de otros héroes griegos caídos también bajo el poder de la ambición y la soberbia, a quienes los dioses castigarían como a aquél.

Ciertamente, por sí misma, la gradación imperante entre los bárbaros autoriza a reconocer una cierta movilidad en su interior, pero no probaría su capacidad de llegar al nivel del pueblo civilizado, el que enarbola la antorcha de la humanidad. Pero, por otro lado, la ambición de Isócrates de custodiar la hegemonía bajo pabellón ateniense refrenda asimismo la existencia de desniveles entre los civilizados: ¿suficiente para autorizar al ateniense a denominar bárbaro a otros griegos?

Por si fuera poco, éstos sabían perfectamente que los bárbaros no eran cíclopes homéricos, pues poseían tanto barcos como curiosidad, y trasladaban –sello inmanente al comercio–a otras costas mercancías e ideas. Y lo sabían porque fueron beneficiarios de ese camino de ida y vuelta, y en tal grado que los nombres de Babilonia, Persépolis o Menfis designan lugares culturales donde sabios griegos ejercían de pupilos de magos y sacerdotes orientales en astrología, aritmética o geometría entre otros saberes, antes de superarlos a todos construyendo el ingente palacio de su saber filosófico y científico.

Así pues, el bárbaro dista de ser una esencia. Ahora bien: ¿acaso podría serlo? Herodoto nos decía que la razón de ser de escribir historia es vetar el olvido con que el paso del tiempo sella los hechos, manteniendo viva la llama de las hazañas efectuadas por “griegos y bárbaros” (atención a esa y, que iguala axiológicamente a unos y otros, por lo que se constituye sin más en fuente de un nuevo concepto y un nuevo hecho: la Humanidad). La escritura, en efecto, extrae el hecho de su tiempo y de su lugar, manteniendo al sujeto que lo protagoniza vivo en la memoria de las gentes. Mas si el bárbaro fuese meramente esa especie de no-ser (griego), ¿sería capaz de historia? ¿Habría alguna razón para aprisionar en vida merced a la memoria y sustraerlo a la justicia de su muerte al incapaz de razonar o de vivir en democracia, habría utilidad al tallar su inmortalidad mediante la escritura?

No sólo. Si el bárbaro fuera una esencia, el griego debería serlo también, y la evolución, interna siempre, se produciría a partir de un nivel demasiado alto para un recién nacido, o lo que es igual: sería un aborto de la naturaleza engendrar un pueblo madurado por la historia. Tucídides nos libra de caer en la tentación de darle una oportunidad cuando escribe aquella frase mágica llena de verdad y de saludables augurios: “el mundo griego antiguo vivía de modo semejante al mundo bárbaro de hoy”. Por eso Pericles celebra que haya extranjeros de ambas clases –xenoí y barbaroí–, los otros griegos y los no griegos, escuchando su Oración fúnebre, la legitimación inaugural de la democracia en Europa.

Una última cuestión, la más importante sin duda: esas desvaídas esencias, que se exigen recíprocamente, ¿vivirían por siempre juntas pero por separado? La pregunta como tal carece de sentido para los griegos, y sin embargo hay una respuesta, y demoledora, para ella.

Cuando Tucídides describe las reacciones de los ciudadanos de Atenas –la ville-lumière del discurso de Pericles, el horizonte en el actual estadio de la Humanidad– a los estragos de la peste se cuida de señalar el sublime ejercicio de altruismo protagonizado por sujetos capaces de ayudar a sus conciudadanos en circunstancias dantescas, intentando salvar sus vidas a costa de la suya propia, dado que la posibilidad de contagio era tan alta como la de perecer una vez contraída la enfermedad; y también las felicitaciones prodigadas por los enfermos a quienes lograban librarse del apocalipsis, así como la nueva, más vívida y diversa, relación con la vida de quienes de hecho volvían de ultratumba.

Ahora bien, Tucídides describe asimismo la metamorfosis de aquellas criaturas aladas, habría podido decir Homero, que en Atenas habían elevado el arte humano a una supuesta perfección. Por de pronto los vemos desacralizar con actos impíos templos y tumbas, dos de los monumentos de la Weltanschauung helena en general y ateniense en particular, apropiarse de bienes ajenos abandonados a su suerte tras la muerte de sus propietarios, entregarse de cabeza a un hedonismo existencial –muy poco epicúreo, por cierto– que consagraba el futuro carpe diem horaciano como ídolo personal, olvidar el aidós (respeto) debido a dioses y leyes, esto es: asemejarse, esta vez sí, a los cíclopes homéricos, llevando una vida tan aislada y brutal como ellos.

No se nos detalla ni un solo episodio de violencia extrema o crueldad, cierto, pero el edificio de la magna cultura ateniense se había esfumado tras el ataque de la peste. Vale decir: la civilización, zarandeada por la necesidad ante el abismo de la supervivencia, había regresado a la barbarie. La cultura es un barniz tan denso como volátil mediante el cual el alma humana disimula su naturaleza ante la propia conciencia y la ajena; pero, de hecho, el civilizado y el bárbaro no están separados por un punto sin retorno en el tiempo: son la cara y la cruz, el dios y el demonio entreverados del mismo ser humano en función del lado del destino por el que vaya sucesivamente cayendo la moneda de su vida.

¿Y en las democracias de hoy, cunde igualmente la barbarie o el progreso técnico y político acabó con ella? Su sujeto nutre, como el Fausto de Goethe, dos almas en su pecho; de un lado, la racionalidad tecnológica crea espejismos de poder en los que jugamos con la esfera terrestre con los dedos de nuestros deseos; de otro, la racionalidad moral dista años luz de tales fulgores. Además, y entre los humanistas, la racionalidad intelectual se asemeja a aquella mercancía llamada Roma ante la que Yugurta, al decir de Salustio, luego de detenerse en su camino y volver la cabeza para mirarla, exclamara decepcionado: “¡Ciudad venal y llamada a perecer al instante, si llega a encontrar un comprador!”.

La democracia, buque insignia del gigante humano, es quizá el escenario predilecto por tal espíritu para escenificar su drama. Atenas, oasis divino en el mundo del hombre según Isócrates, había escalado tan alto merced a su democracia. Vale decir: ese cadalso donde hoy el mérito ha sido guillotinado por la raza (mientras no sea blanca), el género (mientras no sea varón) o la tribu (incluso en Europa), los nuevos príncipes azules con los que la igualdad se destruye a sí misma merced a quienes, negando el periplo histórico de sus actuales ideas, extienden el presente al pasado y lo fuerzan a ser como él (un crimen de lesa majestad histórica y epistemológica del que las primeras víctimas ilustres son los propios verdugos); ese teatro donde el único país que siempre la profesó ejecuta en un acto sacramental su propio suicidio adelantando el final de la obra; o ese altar donde un gobierno tribal dignifica como héroes a los asesinos y otro de la misma ralea renuncia a sus últimos restos de racionalidad sacrificando voluntariamente de sus dos lenguas a la que más sólidamente lo vincula con el mundo, de la comunicación al trabajo, y persigue con una jauría de violencias a aquellos de sus ciudadanos que no se resignan a perder el instrumento que simboliza la unidad orgánica de su fisiología con su cultura y la unidad temporal entre su presente y su historia. Etc., etc.

¡Quién, en fin, lo habría dicho! La democracia, antigua sede del ideal político y expresión máxima de humanidad, dobla hoy su cabeza en señal de pleitesía al poder de la barbarie.

Este artículo se publicó en Pompaelo el día 6 de octubre 2022

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