La pureza de Flor de Loto

Por Nuria de Espinosa nuriadeespinosa


Señorita Yang, debe terminar de vestirse. Por favor, póngase el Kimono, es de un tejido de seda especial de color celeste, elegido por la señora Ming, para este día.

—¿Has visto el amanecer de esta mañana? Parecía que el sol abrazaba las flores de loto del estanque y acariciaba sus hojas verdes y terciopeladas con el rocío de la mañana.

— No señorita Yang, cuando amaneció estaba en mis obligaciones diarias.

— El espectáculo era sobrecogedor. El cielo rojizo se marchaba justo en el instante en que casi podía abrazar al sol. Sentí una ternura que desbocó mi alma y serenó mi corazón. Quizás mi padre tenga razón con esta boda obligada.

— Señorita, ¡no diga usted eso! Dicen qué es un buen hombre, ya verá que será muy feliz.

La miró en silencio y se preguntó qué ocurriría si las frías aguas no sintieran la flor de Loto flotar en el universo, si la luna dejara de brillar y los sapos que saltan de flor en flor, dejasen de hacerlo.

Desde muy pequeña había sido educada y preparada para el momento en que su padre la comprometiera con el hombre adecuado y para posteriormente ser su esposa. Sabía bordar, coser; cómo atender y mimar a su esposo para qué este no tuviera ninguna queja de ella. Pero ella… [...] era tan diferente.

Se puso el Kimono, la seda tan suave y fresca resbalaba sobre su cuerpo. Se roció los cabellos del fresco aroma del Jazmín y Azahar, y se puso un precioso collar de perlas blancas. Entró a paso lento en el salón tímidamente. Al ver al que sería su futuro esposo el corazón le dio un vuelco, ¡era extranjero! Atractivo eso si, pero cómo iba a entenderse con un extraño. Su padre pareció leer la inquietud en su rostro.

—Hija, este joven es Yeng-Se, hijo del señor Kewen, el que marchó a estudiar al extranjero; es médico cirujano. La boda será la próxima semana pues tiene mucho trabajo.

Yang, asintió con la cabeza cabizbaja y miró de reojo a su prometido. Este a su vez observaba su rostro. Se ruborizó. Él sonrió al darse cuenta. La boda llegó, la fiesta, el vino, los farolillos al anochecer para que sus futuros hijos fuesen bendecidos por sus antepasados y las tablillas que finalmente firmaban todos los invitados. Tras toda esa parafernalia llegó la noche de bodas. ¡Eran dos completos desconocidos!

— Yang —señaló Yeng-Se— no haré nada que tú no quieras, yo tampoco pude negarme a este compromiso efectuado por nuestros padres desde que éramos unos niños, pero estoy encontrá de la ideología y antiguas costumbres para mi aberrantes, a las que se les somete a las mujeres en este país. Ven, te ayudaré a quitarte esos horribles zuecos, el tormento debe ser terrible.

Sus palabras taladraron su pecho. Tener aquellos diminutos pies, le había costado muchas lágrimas; cada vez qué su madre los vendaba hasta qué ya no podía más de dolor para qué no crecieran y fueran muy bonitos, y ahora él la despreciaba por ello.

Yeng-Se quitó el vendaje de sus pies con delicadeza; sabía que para ella era una contradicción, y le untó una pomada para mitigar el dolor. Después se marchó a sus aposentos. Yang, quedó sola y llorando desconsolada, más por la vergüenza y el rechazo qué por el dolor tan terrible qué tenía al querer volver de nuevo los huesos a su lugar. Casi era peor ese dolor que cuando tenía los pies vendados. ¿Qué diría mi madre si me viese así? Pensó. Se recostó sobre la cama, dejando que el resuello abrazara su pensamiento.

"Ella siempre pensó diferente, aunque hacía todo cuánto le ordenaban, sin embargo, no quería ser una concubina cómo su madre, qué era la cuarta esposa de su padre. Antes prefería morir. Se dijo que haría todo lo que su esposo le ordenara para no ser relegada a un segundo puesto"

Poco a poco, los pensamientos fueron dejando paso al sueño quedándose dormida profundamente. En cuanto la luna se recostada y el sol despertaba se levantó y preparó el desayuno. Bollos al vapor rellenos de carne y leche caliente de soja. Yeng-Se fue también madrugador, tras darle un beso en la mejilla se sentó a desayunar y la obligó a que se sentara junto a él.

— Somos un matrimonio y en la medida de lo posible debemos sentarnos juntos a la mesa.

Yang quedó en silencio, algo turbada por sus pensamientos. Empezó a no sentirse una esclava, algo qué siempre repudió. Yeng-Se miró los pies de su esposa y al ver que llevaba las zapatillas que él mismo le había comprado sonrió. Tras el desayuno la besó en la frente y le indicó que no lo esperase a comer porque tenía demasiado trabajo.

Se quedó dudosa, ¿acaso no le gustaba? Era su esposa y él parecía ignorarla. Sintió vergüenza de sí misma. La puerta de la cocina se abrió. Era Li.

— Buenos días, señora Yang, se levantó usted demasiado pronto y su esposo me contrató para los quehaceres de la casa incluida la cocina.

La miró horrorizada, ¿y qué se suponía que haría ella durante todo el día? Se marchó a sus aposentos sin mediar palabra y lloró como una niña que no sabe qué hacer. ¿Para qué le habían instruido desde qué era pequeña? No quería ser concubina, pero tampoco rechazada hasta el punto de sentirse una inútil. Cuando se le pasó el berrinche, decidió coger flores del jardín y decorar los jarrones del salón. Después se sentó a leer un libro hasta el regreso de su esposo.

Yeng-Se llegó antes de lo habitual, justo cuando se disponía a cenar. Se sentó a su lado y Li sirvió la cena en su mejor vajilla de porcelana; blanca con filos dorados y diminutas flores color salmón.

—Estás preciosa con ese Kimono de color melocotón que realza tu cutis Yang. Si no te importa esta noche dormiremos juntos.

Ella se sonrojó. Su esposo por fin se sentía atraído por ella. No respondió, solo hizo un gesto con la cabeza.

—Me gustaría tener una conversación normal cuando estoy contigo Yang. Olvida cuanto te han enseñado. Soy un hombre moderno, tú mi esposa y como tal quiero que hablemos de todo sin tapujos.

—¡Oh! Disculpa, —se atrevió a decir— es que estoy tan acostumbrada a ser sumisa, me costará, pero te prometo que me esforzaré.

Yeng-Se sonrió. Había valido la espera. Desde que era un niño la amaba en silencio hasta que se armó de valor y convenció a su padre para que acordase su boda con el padre de ella.

Tras la cena y un vasito de licor por fin entraron en su aposento, Yang se puso nerviosa. No estaba segura de cómo actuar. Se quitó el Kimono y se metió en la cama. Las sábanas de seda azul acariciaban su fina piel. Él hizo lo mismo sin dirigirle la mirada. Se apoyó sobre la almohada absorto en sus pensamientos. Yang, se preguntó en qué estaría pensando, —acaso se había equivocado y no la veía atractiva— sería tal vez su cabello, o que no se había perfumado lo suficiente, -—continuó pensativa.

¡Estaba tan cerca de él!. Su aroma era embriagador y a la vez turbaba su mente. Deseaba que la tocara, que la acariciase, pero él no parecía tener intención de hacerlo. Era un martirio. ¿Qué había hecho mal?

En aquel instante Yeng-Se alargó su mano y acarició su cabello; sus brazos, su cuerpo desnudo, Yang, se estremeció. Él la besó con tanta pasión que ella abrumada y llena de sensaciones y emociones que jamás creyó experimentar se abandonó a su voluntad. Susurrándole… —solo tienes que decirme que debo hacer.

—Calla mi amor y… [...]

Sintió que su cuerpo se encendía como el carbón y notó como su mente se fundía en las verdes aguas de la flor de Loto.

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