A tal fin


Por David Guillem-Tatay

Miembro del Foro de Profesores


A tal fin, lo cual no deja de ser un comienzo contradictorio, un oxímoron, pero principiar de este modo el artículo tiene su razón de ser, por agónico y por antagónico. A tal fin, pues, estaba Anselmo dando su paseo vespertino, como era su costumbre.

Pero en esta ocasión, a diferencia de otras, la postura corporal no era exactamente la misma. Sí, tenía las manos a la espalda, y los pasos eran, como siempre, pausados. Porque los pasos, en un paseo, son así, pausados. Sin embargo, su andar no era cabizbajo. Tenía su motivo. Ha de haber un motivo para variar un hábito.

Lo que le movía a levantar la cabeza, el propósito de hacerlo, era sencillamente mirar. Mirar a la gente. Pero mirar con todo su cuerpo y con toda su alma, pues esta estaba estando un tanto desconcertada y, sinceramente, entristecida.

A tal fin, pero por otro lado, gustaba Anselmo del lenguaje, de la palabra. Porque, como cristiano que era, pensaba por sí mismo del mismo modo que lo hacía San Juan, es decir, que en el principio era el Verbo. Y la palabra era, pues, una de las pocas cosas que Anselmo se tomaba en serio, como el de ser cristiano. 

Ese era el primer motivo de su angustia y de su tristeza. Había estado oyendo y leyendo frases, a modo de sentencias de 140 caracteres como máximo, que carecían de todo sentido, que desvirtuaban el significado de las palabras, del lenguaje, acomodándolo torticeramente a las intenciones de quienes las decían y de quienes las escribían. Y eso no es serio.

Había escuchado y leído desde el año 2017, que existe, pongo por caso, un “derecho a decidir”, que “votar no es delito”, y que existe el “derecho de autodeterminación”.

Y, para más INRI, nunca mejor dicho, en el Parlamento de Cataluña, más bien y propiamente Asamblea Legislativa, se había pseudoaprobado dos Leyes, la Ley 20/2017, de Transitoriedad y la Ley 19/2017, de Referéndum de Autodeterminación.

Anselmo, dada su actitud escéptica, que es la que hay que tener para repensar, para rebuscar, como decía Don Miguel de Unamuno, barruntaba que el problema de tales leyes y tales lenguajes no era otro que su inadecuación a la realidad. Estaban, sí, en consonancia con el mundo del separatismo, mundo cerrado y ensimismado, muy dado a dar vueltas sobre sí mismo. Pero no estaban mirando hacia fuera, hacia la realidad, mucho más rica, diversa y abierta.

Es bueno mirarse a sí mismo, pero a tiempos, pues lo exterior y lo interior interactúan. Les faltaba lo primero y, al faltarle, se encerraban en lo segundo. Y cuando uno se encierra, acaba ahogándose.

A tal fin, es decir, para rebuscar y repensar, Anselmo había decidido en su conciencia, antes de salir de casa, leer sendas leyes. Y contradictorio le pareció que, si bien la segunda aludía al referéndum, lo cual, por su objeto y finalidad, ya no es un simple e inocente “votar”, en la primera no se menciona, siquiera, el “derecho a decidir”.

Constataba, pues, Anselmo que por un lado, se reivindicaba el “derecho a decidir”, pero contradictoriamente (ahora se empieza a comprender el principio de este artículo), no aparece en el articulado de tal ley nada que se le asemeje a un derecho a decidir. ¡Vaya!, admirose Anselmo, Cataluña puede decidir pero, una vez separada, los catalanes, no. ¿Es que no se dijo que “votar no es delito”?

Lo curioso y contrariamente sorprendente, continuaba reflexionando Anselmo, era que detrás de la meritada contradicción legislativa no se residencia otra cosa que la unidad, que, paradójicamente, disgustan, salvo la suya. Cuando, a sensu contrario, es la diversidad, a modo de incorporación paulatina, la que genera la unidad, en una interpretación nada forzada del pensamiento que, a tal fin, tenía Don José Ortega y Gasset.

Diversidad que no elegimos, que nos viene dada, y con la que, en su riqueza, convivimos armónicamente todos en paz. Todos. Porque la realidad, no está de menos recordar, es abierta.

Pero las reflexiones de Anselmo no acabarían si no retomáramos otra, concretamente la que la que tenía que ver con mirar.

A tal fin, mirar, Anselmo observaba a la gente. Unos, como él, paseaban; otros, dada la hora, después del trabajo, estaban en restaurantes cenando; todos dialogaban entre ellos; los vehículos circulaban por la calzada. Esta normalidad en los hábitos de la gente es algo en lo que no solemos pensar. Precisamente porque es normal y natural. Pero esa normalidad, esos hábitos y costumbres, los podemos llevar a la realidad cotidiana, entre otras causas, porque están regulados por el Derecho, y primero y antes que nada, por los derechos humanos que, al ser incorporados en una Constitución, como es la española, devienen en derechos fundamentales, según la idea de Antonio-Enrique Pérez Luño.

Que, de facto et de iure et de profundis, de eso trata el Derecho. De ordenar las relaciones sociales, de armonizar pacíficamente la convivencia entre todos. De este modo se consigue, ni más ni menos, que podamos ejercer nuestros derechos en nuestra cotidianidad, en nuestra circunstancia, a la que hay que salvar para poder salvarnos nosotros, es decir, todos, recordando de nuevo a Ortega.

De este modo, los derechos de libertad de movimientos, de trabajo, libertad de opinión, de expresión, de reunión, etc., quedan garantizados. Y esto ocurre en toda España, sin excepción. A la justicia no le suele gustar las excepciones cuando no recogen adecuadamente el ajustamiento entre libertad e igualdad de todos, como dice, acertadamente, Andrés Ollero.

Pues en estas cosas andaba pensando Anselmo mientras paseaba cuando, ya volviendo a casa, cayó en la cuenta de que no había hurgado intelectualmente en la frase “derecho a la autodeterminación”. Meditándola, traía a su memoria las palabras de Carlos Santiago Nino: “<<Derecho>> es una palabra con significado emotivo favorable. Nombrar con esta palabra un orden social implica condecorarlo con un rótulo honorífico y reunir alrededor de él las actitudes de adhesión de la gente”.

Las palabras del prestigioso jurista argentino venían como anillo al dedo, toda vez que no existe tal derecho de autodeterminación, al menos en el sentido en que se estaba reclamando, que no era otro que el ya recogido “derecho a decidir”, derecho que no aparece en ningún texto normativo, ni autonómico, ni nacional, ni internacional. Es que un sentimiento no es un derecho.

Cierto es, Anselmo estaba pensando, y se reflexiona para descubrir la verdad, esto es, la realidad, que varias Resoluciones de la ONU, sobre todo en los años 60, sí hablan de tal derecho, pero referidas a las Naciones colonizadas y que en ese momento estaban en proceso de descolonización. Y ese no es el caso de Cataluña (no en vano, no está de más recordarlo, ejercen sus derechos en libertad e igualdad, como los demás: este “como los demás”, obiter dicta, refiere a la igualdad).

Motivo por el cual, las Resoluciones que empezaron en los años 90, para evitar situaciones extrajurídicas, negaban la existencia de tal derecho cuando no se daban las condiciones que recogían las anteriores. Así, el artículo 2 de la Declaración y Programa de Acción de Viena, aprobados por la Conferencia Mundial de Derechos Humanos, por citar una Resolución entre otras muchas, reza del siguiente modo: “(…), nada de lo anterior se entenderá en el sentido de que autoriza o fomenta acción alguna encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial o la unidad política de Estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con el principio de igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos y estén, por tanto, dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción alguna”.

Es lógico, porque dividir es restar, mientras que unir diversidades, respetándolas, es sumar. Es que la unidad, como de nuevo recuerda Ortega, ha de ser dinámica, abierta. De ahí la Unión Europea, de la que formamos parte. Separarse de España es, pues, separarse de Europa, con las consecuencias de empobreciendo que ello llevaría consigo. “La inconexión, sigue diciendo Ortega, es el aniquilamiento”.

En esas estaba Anselmo, como decimos, cuando recordó una de las reivindicaciones, la cual consistía en decir o escribir la palabra “independencia” entre guiones. Momento en el que cogió papel y bolígrafo y escribió: “auto-de-terminación”. Y le cuadraba. Porque el principio, tomado como comienzo, de separarse un territorio rompiendo la unidad, en contra, por ende, del referido ajustamiento entre la libertad e igualdad de todos, no consiste en otra cosa que en su terminación.

Y ahora se comprende de modo más holístico y cabal el sentido de la expresión, tantas veces repetida, “a tal fin”: terminación, acabamiento. Porque, como diría Zubiri, a esa talidad, que por ser tal, es real, y no a otra figurada o ensoñada, se llegaría con el inexistente “derecho a decidir”. Y nadie, en su sano juicio, quiere ese luctuoso desenlace.

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