Recuerda el momento 1978

MEMENTO QUOD NUNC MCMLXXVIII (“RECUERDA EL MOMENTO 1978”)


Un país, como una persona, es en gran parte el resultado de sus recuerdos. Por eso no resulta nada baladí lo que se recuerda y cómo se recuerda. Todos tendemos a querer ocultar u olvidar los momentos más desagradables de nuestras vidas, y cuando constituyen un trauma, necesitamos a un especialista que nos ayude a superar esas heridas. Por tanto, seleccionar recuerdos es natural a pesar de que a veces quedemos atrapados por visiones parciales o sesgadas de sucesos del pasado que bloquean nuestro presente y dificultan conquistar nuestro futuro.

Por tanto, en un país sucede lo mismo que con las personas, con una importante diferencia: aquí los recuerdos nos pueden venir impuestos, casi sin que nos demos cuenta, desde fuera, a veces incluso con mala intención. Pues no es lo mismo seleccionar, crear o recrear unos recuerdos que otros. Esto lo saben muy bien la mayor parte de los gobiernos que tienden a imponer desde la escuela una visión de la historia nacional capaz de alimentar la autoestima colectiva, sin que les preocupe gran cosa que esté basada en hecho ciertos y constatados o en relatos un tanto exagerados o fantasiosos. Esto ocurre desde los países más antiguos hasta los más modernos, con especial hincapié en aquellos territorios que sin ser naciones independientes aspiran a serlo. Hay que difundir un relato que levante el ánimo, el orgullo y el sentido de pertenencia de todos, pero que también convenza a los indecisos de que la aventura colectiva merece la pena.

En este sentido, ya he contado en mi libro La Guerra Cultural. Los enemigos internos de España y Occidente cómo hace años hubo una polémica en el Reino Unido sobre las falsedades (constatadas en el mundo académico) que se enseñaban en la escuela en torno a su victoria sobre la Armada Invencible, que en realidad no fue tal pues España ganó finalmente esa batalla en La Coruña, entre otras “fake stories” que aprenden los niños británicos. El Times en un editorial para enmarcar cerró esta polémica señalando que la asignatura de Historia en las escuelas tenía la función de fomentar el orgullo nacional, y que si España no estaba de acuerdo que tenía todo el derecho a contar su versión en sus escuelas. ¿Lo hacemos?

En realidad, en este país seguimos ingenuamente sin enterarnos de cómo funciona el mundo. Por eso somos el único caso en que se ha permitido que la Historia nacional la escriban, en su mayoría, extranjeros y la visión que se enseña en la escuela esté llena de complejos y auto-críticas, muchas de ellas parciales o exageradas. Es el único país donde está bien visto hablar mal de sí mismo/s, como si el que habla fuera un sujeto que pasaba por ahí y que no tiene nada que ver con los exabruptos que se proclaman. Por eso somos sujeto pasivo de la leyenda negra más intensa y larga de la Historia, y el único caso en que los portavoces más entusiastas y agresivos de la lectura más 2 hispanófoba son los propios españoles, esos a los que cariñosamente vengo llamando “hispanobobos”, por ser consciente o inconscientemente, los sustentadores y recreadores de la leyenda negra interna.

Sin embargo, en nuestra historia reciente existe un momento excepcional que permitió un acuerdo excepcional entre contrarios: 1978. Parecía que por una vez nuestras élites políticas, económicas y sociales habían logrado superar su tendencia inveterada a la incompetencia personal y al suicidio colectivo, fundamentado en el sectarismo cainita que ha dominado este país en los dos últimos siglos (al menos desde la llegada de los 100.000 hijos de San Luis y la primera guerra carlista, sino antes). La “generación de 1978”, como la ha llamado Ortega y Díaz-Ambrona, conseguían entenderse para forjar un proyecto sugestivo de vida en común, como proponía Ortega y Gasset, sustentado en dos pilares: los Pactos de La Moncloa y la Constitución del 1978.

Pasados más de 40 años, parece que ese “momento 78” fue en realidad sólo un espejismo. La “generación del 2008” ha recuperado las divisiones, el sectarismo arbitrario, las dos (o hasta cinco) Españas, el localismo extremo, la ingenuidad galopante, buscando y rebuscando la versión de la historia que más nos enfrenta y debilita. Siendo más jóvenes parecen padecer el Alzheimer hispano: les gusta recordar lo que pasó en la guerra civil, pero no logran acordarse del abrazo más reciente que nos dimos todos en la Transición. Las lagunas mentales llegan a olvidar fácilmente lo que hizo ETA recientemente, pero no poder desembarazarse de la presunta sombra alargada de un franquismo que feneció hace más de 45 años. Como siempre que ocurre un fenómeno extraño e incomprensible, casi un esperpento colectivo, cabe preguntarse: “Cui Prodest?”. Que cada cual encuentre su respuesta.

Hoy más que nunca, debemos proponer el regreso a lo mejor de nuestro pasado para poder viajar, todos juntos, hacia un futuro robusto y prometedor. Si no queremos ir más allá, porque somos de piel fina y nos da un cierto repelús intelectual o sarpullido emocional recordar los sucesos más gloriosos de nuestros héroes y heroínas —desde los cinco reyes que diseñaron lo que todavía hoy es en gran parte España (Isabel, Fernando, Carlos, Felipe y Cisneros “el quinto Rey”), pasando por las extraordinarias aportaciones al pensamiento europeo de la Escuela de Salamanca, el siglo de oro de las letras o el caso (olvidado) de éxito político, social y económico que supuso la América Virreinal, ¡quién quisiera semejantes eventos para ellos!—, al menos seamos capaces de recordar el momento excepcional más reciente que permitió el acuerdo también excepcional que se plasmó en el texto de 1978. Honrémoslo (como hacen los estadounidenses con los padres de la patria), reconozcamos la generosidad, la reconciliación y espíritu de miras que predominó entre las gentes que protagonizaron ese gozne de nuestra Historia. Nada ni nadie es perfecto, pero hay momentos y personas más perfectos que otros.

Y luego tras reconocerlo y honrarlo hagámoslo presente, interioricemos lo que representa, convirtamos en normal y habitual a nivel institucional lo que es normal en la calle (A. Suárez dixit). Porque sin duda la Constitución de 1978 deberá ser un día reformada, pero no haber sido un texto contaminado de 3 franquismo sino por todo lo contrario. Por ser un texto contagiado de ingenuidad, al pensar que el título de antifraquistas del que presumían los nuevos dirigentes nacionalistas era bastante para poder fiarse de ellos —hasta el punto de que ni siquiera se incluyó el principio de lealtad institucional presente en toda Constitución de corte federal— y hacerles todo tipo de concesiones, incluido el reconocimiento de derechos históricos de tintes medievales o privilegios territoriales, que harían sonrojar a cualquier militante de partidos de izquierda en otro país del mundo.

No se trata pues de reformar nuestra Constitución para debilitar o destruir la centenaria “nación de los españoles”, sino para reforzar y modernizar su marco institucional haciéndolo más eficaz y eficiente cara a afrontar los complejos retos (la pandemia es solo un aviso de lo que se nos viene encima) que nos prepara el futuro. Abróchense los cinturones (sociales, económicos e institucionales), señores y señoras, que vienen curvas. El “momento cuasi mágico de 1978” requirió haber aprendido las lecciones que presentaba el fracaso de la II República, una cruenta guerra civil y 37 años de dictadura. Esperemos que en esta ocasión podamos recuperar el mismo espíritu cohesionador y de altura de miras sin necesidad de parecidos antecedentes.

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