«NULLA ETHICA SINE FINIBUS» y «LA CONSTANTE ARGENTA»
Alberto G. Ibáñez es Doctor en Derecho y en Ciencias de las Religiones
Resumen
Dos ideas-fuerza presiden este artículo: el principio de que no existe ética sin límites («nulla ethica sine finibus») y que cabe identificar una constante «argenta» presente en todos los fenómenos sociales y que opera como un límite que impide, para bien o para mal, que nada se dé al 100% porque siempre habrá al menos un 20% que se resistirá (20/60/20). Una vez definidos estos dos instrumentos metodológicos se analiza su aplicación a los siguientes ámbitos: libertad, igualdad, vida, amor, sexo, educación, cultura de la fiesta y el ruido, economía, desarrollo urbanístico, tecnología, estado de bienestar, política, auto-gobierno y diálogo. Todo ello con la finalidad de tratar de encontrar un nuevo equilibrio concretando los límites que deben poner coto a los variados excesos que conforman nuestro actual contexto vital, tanto a nivel individual como colectivo.
Palabras clave: ética, límites, excesos, constantes, libertad, igualdad, diálogo
Summary
The two main ideas of this article are: the principle that there is no limitless ethics («nulla ethica sine finibus») and that there is a «silver» («argenta») constant that applies to all social phenomena. This pattern operates also as a limit preventing, for better or for worse, that nothing can reach the 100% level because there will be always, at least, a 20% that resists (20/60/20). Once these two methodological instruments have been defined, the articles analyzes their application to the following areas: freedom, equality, life, love, sex, education, party and noise culture, economy, home building, technology, welfare state, politics, self-government and dialogue. The goal is to find a new balance where we can specify the limits that should counteract the various excesses that build up our present context, both individually and collectively.
Key-words: ethics, limits, excesses, constants, freedom, equality, dialogue
1. Nulla ethica sine finibus
1.1. Del olvido del sí al olvido del límite
El ser humano es un ser limitado, tanto física como mentalmente, aunque en ocasiones nos cueste admitirlo. Las limitaciones físicas las puede compensar, hasta cierto punto, con innovaciones tecnológicas (puede volar, ser más veloz y vencer enfermedades), las mentales está por ver. Por de pronto, no puede aprehender todo lo que le rodea de manera completa porque su aparato cognitivo es imperfecto, aunque la tecnología le ayude a ensanchar algunas capacidades, como la de cálculo. El ser humano está condenado a moverse dentro de un «conocimiento móvil», pues cada respuesta que encuentra se convierte en puerta a nuevas preguntas (Autor & Cardero, 2006, pp. 176-185).
Los humanos tradicionalmente han querido ser/verse como dioses. Es parte de su grandeza «aspirar» a ser más de lo que son, pero también su mayor amenaza pues «creerse» más de lo que se es suele conducir al desastre. Hoy como ayer, vivimos entre la «hybris» (envidia o desmesura, olvido de los límites que los dioses han impuesto) y la «hubris» (orgullo y vanidad, creer que podemos acceder al saber de los dioses) 1 . Este proceso no funciona como un ciclo perfecto sino más bien como una espiral pues cada vez que pasamos por el mismo punto nos volvemos más peligrosos debido a la disonancia entre evolución cuantitativa y cualitativa: menos límites para hacer el mal (más armas y más potentes) en manos de seres igual de vanidosos que siempre. Nada muy extraño teniendo en cuenta que en el propio mundo físico se establece, en el conocido corolario enunciado por Clausius a propósito del segundo principio de la termodinámica, que «ningún proceso cíclico es tal que el sistema en el que ocurre y su entorno puedan volver a la vez al mismo estado del que partieron».
El ser humano ha evolucionado en sentido cuantitativo (tenemos más cosas, vivimos más años y somos capaces de almacenar millones de datos), pero escasamente en lo cualitativo: no somos mejores personas, ni más felices, ni más sabios. Tras una gran guerra todos nos volvemos pacíficos y prometemos que nunca volverá a pasar nada parecido, pero a los pocos años ya estamos de nuevo corriendo alegres y descuidados hacia el abismo. Tendemos a pensar que armados de la Razón lo podemos todo, pero día tras día la realidad nos demuestra que somos seres más “racionalizadores” que racionales. Así, el psicólogo social Elliot Aronson (1987, pp. 97-100) ha destacado que el ser humano se pasa la vida justificando sus acciones, creencias y sentimientos para convencerse y convencer a los demás de que lo hace es lógico y razonable. Vivimos dentro de un bucle ideológico donde, aunque las etiquetas cambien, un grupo necesita siempre estar en lo cierto a costa de que sean “los otros” los que vivan en el error, perdiendo así el equilibrio, la sensatez y la ecuanimidad.
El olvido de los límites aparece conectado con la postmodernidad. Para Jean-Fraçoise Lyotard (2000) la sociedad postmoderna se caracterizaría por incluir discursos, lenguajes y relatos distintos para cada ocasión o grupo social. Todo ello servirá de base al concepto de multiculturalidad que busca una sociedad compuesta por minorías que convivan en supuesta libertad creativa cada una con su propio relato y lenguaje. Esta concepción acabaría derivando en un relativismo que elimina los límites de la moral y la ética ya que todo puede ser válido en función del tiempo y lugar. Sin embargo, el propio Lyotard acabaría cuestionando su propio enfoque al percatarse de que podía legitimar la supervivencia del discurso neonazi como un elemento más de una sociedad plural. La pregunta era ¿quién fija los límites de un discurso que todo lo permite?
No obstante, a pesar de estas contradicciones la postmodernidad ha conseguido cabalgar a hombros de intelectuales que defienden el pensamiento débil (Vattimo, 1983, con Rorty, 2011) y describen una sociedad ambivalente caracterizada por una permanente liquidez (Bauman, 2005). También nos hablan de la deconstrucción del logocentrismo (Derrida), del procedimentalismo y la teoría de sistemas (Luhman) o del liberalismo irónico (Rorty). Ante la imposibilidad de encontrar la verdad, el modelo postmoderno apuesta por los procedimientos (ética procedimental), aparcando a los valores y principios (ética sustantiva) que venían dando solidez al sistema. El resultado es algo melifluo y efímero (Lipovetsky), donde el “Ser” se vuelve insoportablemente leve o ligero (M. Kundera) y el mal se hace insufriblemente banal (H. Arendt) mientras en la democracia los partidos gobiernan en el vacío (Peter Mair). Este pensamiento «débil» se traslada igualmente a la psicología del pensamiento positivo que, llena de buenas intenciones, defiende que los límites son ficciones creadas por la mente. Por ejemplo, para el Dr. Wayne W. Dyer (1985) los únicos límites que tenemos son en realidad los que nosotros mismos nos marcamos, muchas veces de forma inconsciente. Pero esta huida del límite en lugar de hacernos más felices nos ha llevado al estado de vértigo permanente. El mayor enemigo de nuestras sociedades no es externo, sino que yace en su interior y se centra, entre otras cosas, en la pérdida del equilibrio y de la sensatez, en el olvido de los límites y el encumbramiento de los excesos (Autor, 2020).
1.2. El olvido del Mal: ética, excesos y límites
La amnesia de los límites va unida, no por casualidad, a otros dos olvidos: el del mal y el de la muerte. Ya lo decía Borges: «Si para todo hay término y hay tasa y última vez y nunca más y olvido ¿quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo, nos hemos despedido?» (J.L Borges, «Límites», 2005, p. 879). La muerte es el límite de la vida y el Mal es el exceso, siendo por tanto el/los límites su único contrapeso, lo que lleva a «nulla ethica sine finibus» 2 . En el pasado vivíamos tal vez con un exceso de límites (lo que también constituye un mal), pero de ahí hemos pasado de forma pendular a su carencia, otro tipo de exceso.
El «mal» actúa a través del conflicto (que aumenta la violencia), la división (que produce debilidad), la confusión y el engaño que siembran la ignorancia (Autor, 2011, p. 109). Siempre van a existir conflictos. Es una pauta probablemente necesaria para que se dé la vida, no solo a nivel biológico o físico (animales depredadores y venenosos, frío/calor), sino también humano, como parte del ciclo cultural (que acompaña al biológico) entre orden y caos. Como decía Ernst Cassirer: «cuando las fuerzas intelectuales, éticas y artísticas están en plenitud, el mito está domado y sujetado, pero cuando empiezan a perder su energía, el caos se presenta nuevamente» (Cassirer, 2013, p. 352).
A lo largo de las distintas épocas la sociedad aparece siempre dividida en dos o más bandos o bandas donde sólo cambian las etiquetas: al conflicto entre nazismo- fascismo y democracia-comunismo, le sucedió inmediatamente la Guerra Fría entre comunismo y democracia, y a éste, casi sin solución de continuidad, el conflicto entre “el mundo libre” y el terrorismo islamista radical o yihadista. No podemos acabar con los conflictos pero sí gestionarlos lo mejor posible para que no acaben en tragedias. Con tal fin nace la democracia, que requiere gestionar la alternancia, por lo que no es casualidad que ésta esté en crisis cuando olvidamos la necesidad de límites compartidos.
2. La «constante argenta»: 20/60/20
Si el conflicto forma parte ineludible de la sociedad debemos identificar la estructura de esa constante. Si existe una proporción «áurea» en el mundo físico a la que se representa con la letra griega «Phi» y una expresión decimal aproximada como número irracional (1,618034), planteamos que los individuos y la sociedad se rigen en su comportamiento por la constante universal 20/60/20 3. Esta constante psico-social, que denominamos «argenta», enlaza con el “principio de Vilfredo Pareto”, economista italiano a principios del siglo XX, que propuso una distribución 80/20 con validez universal en las sociedades dejadas a sus propias dinámicas, si no se interviene desde fuera. Incluso en el segundo principio de la termodinámica la tendencia a la entropía tienen un límite (el máximo nivel posible de desorden) pues en caso contrario no podría existir ningún fenómeno, por más que todo se encuentre dentro de un equilibrio dinámico. La constante argenta sería igualmente una aproximación a la distribución normal de la campana Gauss, donde las dos «colas», tanto la inferior como la superior, representan el 31,8 % de la distribución, frente a la zona central de la distribución que supone el 68,2 %. De esta manera, afinada por la precisión de Gauss, la proporción argenta sería 15,9/68,2/15,9.
Fuente: Wikipedia
Esta constante también encuentra fundamento en experimentos de psicólogos como Stanley Milgram (2011) que, como ya defendía en el siglo XVI Juan Calvino, han demostrado que el ser humano sea rico o pobre, empresario o trabajador, de izquierdas o de derechas, nacionalista o centralista, contiene una tendencia a ejercer la maldad que debe ser reconocida para poder ser afrontada 4. El propio S. Agustín admitía que un cierto porcentaje de mal es estructuralmente necesario para que se dé la libertad humana. El mal no es simplemente algo externo o consecuencia de circunstancias sociales pues siempre habrá personas dispuestas a hacer el mal en cualquier contexto «within the scope available to them» (Dalrymple, 2005, p. 7). La buena noticia es que, como demuestra el experimento de la «cárcel de Stanford» del profesor Philip Zimbardo, también existe un porcentaje de personas, a los que cabe calificar de verdaderos héroes y heroínas, que se resisten al mal incluso en los ambientes más hostiles 5. Es decir, que no somos iguales frente al mal, seamos ricos, pobres o enfermos mentales (20/60/20). Unos acaban protagonizando, con la misma enfermedad psicológica, comportamientos violentos mientras que otros no, lo que pone igualmente en cuestión la doctrina legal de que el loco resulta irresponsable en términos penales por no saber diferencia entre bien y el mal 6.
Por último, la existencia de la constante argenta también se deduce de la observación del funcionamiento social a través de los tiempos, donde se presenta como una estructura necesaria para mantener organizado el conflicto: un 20% se aproximaría a la maldad, un 20% se resistiría al mal en todos los ambientes, y el resto (60%) se sumaría a una u otra tendencia según determinadas circunstancias, pero esencialmente en función de quién percibe como ganador o le puede garantizar más ventajas. Por tanto, nunca tendremos una organización totalmente buena o mala al 100%, pues siempre habrá un 20% que tratará de resistirse en un sentido u otro. Es una característica de la realidad que podemos comprobar en todos los grupos de los que formamos parte: partidos políticos, clubs de futbol, comunidades de vecinos, sindicatos, empresas, clases de una escuela o incluso órdenes religiosas... Ignorar que existe un porcentaje mínimo-permanente que tiende al mal sólo perjudica a sus víctimas inocentes y personas vulnerables (20%).
Del mismo modo, el mal pervive en nuestro interior en la misma proporción 20/60/20, como anida en la propia naturaleza donde el animal depredador devora a su víctima sin compasión. Aunque una versión tranquilizadora de la etología animal ha considerado que los animales actúan movidos exclusivamente por su instinto de supervivencia sin ser conscientes de lo que les lleva a matar, el naturalista Frans de Waal (2007) refiere episodios de crueldad innecesaria y asombrosa en sociedades de simios (que se darían también en otras como hienas, orcas y osos) en razón de la jerarquía y el afán de poder y de dominio.
Esta constante lejos de llevarnos al nihilismo (¿para qué luchar si siempre va a existir el mal y el conflicto?) debe permitirnos estar mejor preparados para tratar de lograr sociedades buenas y eficaces al 80%, preparándonos para gestionar el restante 20% lo mejor posible. La perfección no existe en este mundo, pero hay sociedades mejores que otras. Por de pronto, para vivir entre lobos lo mejor sigue siendo ser «mansos con las palomas y astutos con las serpientes» (S. Mateo, 10, 16). En realidad el principio «nulla ethica sine finibus» y la constante argenta se aplican a todos los ámbitos de nuestra vida. Veamos esto más despacio.
3. Límites y constantes en los diversos sectores
3.1. Libertad e igualdad
3.1.1. No hay libertad sin límites
La huida de los límites se relaciona con el pensamiento nietzschiano: si hemos matado a Dios, todo nos está permitido. Pero no hemos logrado, como buscaba Nietzsche, mayor libertad y autonomía (“el superhombre”) en parte porque no hay verdadera libertad sin límites (de ahí las leyes y el código penal), y en parte porque no hemos conseguido sustituir a la religión por una ética público-privada digna de tal nombre. Incluso dentro del anarquismo se acepta que la libertad de uno acaba donde empieza la del otro.
Sólo cuando obedecemos ciertas reglas, las que cuentan, podemos llegar a ser libres (Dalrymple, 2005, pp, 40, 41); es lo que significa ser responsable. Quitarle a alguien los límites (e.g. de velocidad) es la forma más segura de que se estrelle o que atropelle a otros. Incluso bien pudiera ser que tras haber superado otro tipo de dictaduras viviéramos hoy bajo una dictadura cultural, sin ser conscientes de ello, que bajo el paradigma de romper límites impusiera otros más sutiles bajo cuerda, condenando al discrepante a la pena de estar “fuera de moda” y a todos a una mediocridad esclavizante.
3.1.2. No hay igualdad sin límites
No nacemos iguales. Nacemos desiguales no sólo desde un punto de vista económico o social, sino también en términos neuro-biológicos o caracteriológicos (ver Autor y Cardero, 2003). Uno puede provenir de una familia humilde y acabar siendo millonario (e.g. Amancio Ortega, Ramón Areces, Estanislao Berruezo…) mientras el Estado puede tratar (al menos en Occidente) de «igualarnos» como sea, pero sin olvidar que no toda desigualdad es mala (parte es esencial a la Naturaleza), ni toda es injusta pues si todos tocáramos el violín no habría música de orquesta y si todos quisieran jugar de delanteros no se podría jugar al fútbol.
Cuando hablamos de desigualdad hay que tener en cuenta que existen diferencias de personalidad o carácter, que unos/as son bellos/as, bondadosos/as, fuertes, simpáticos/as o trabajadores esforzados mientras otros/as son (casi) todo lo contrario... Cada diferencia merita un diverso trato, algunas deben ser minoradas, pero igualar a la fuerza suele producir nuevas víctimas, en su mayoría silenciosas. Por ejemplo, cuando se da la misma recompensa al perezoso que al que se esfuerza, lo que se conseguirá es que nadie se esfuerce. Reconocer la desigualdad intrínseca a los seres humanos es el primer paso para que podamos lograr ser mejores de cómo nacemos… Ese debería ser el objetivo.
Una cosa es reclamar que tanto hombres y mujeres puedan desarrollar libremente sus características, y otra aspirar a borrar toda diferencia por razón de «sexo» con objeto de que sean perfectamente intercambiables para toda función. Hoy incluso los hombres pueden ser «madres» (si se sienten subjetivamente así) a través de la maternidad subrogada o la adopción, por no hablar de un futuro que no descarta la “gestación externa” a la carta en úteros artificiales controlados en laboratorio. Si la igualdad hombre-mujer se traduce en que ésta copie los errores del primero (desde fumar o la violencia hasta ser un obseso del trabajo o del porno) poco habremos avanzado. No todos los hombres son iguales, ni todas las mujeres lo son entre sí. Algunas prefieren estabilidad profesional al éxito o el dinero, otras consideran parte esencial de sus vidas el amor y la maternidad, otras un complemento y otras directamente los rechazan. Obligar a un colectivo heterogéneo a pensar y comportarse igual no es un avance sino un retroceso que nos conduce a la tiranía.
Por otra parte, el comunismo ha demostrado que (casi) todos podemos ser igual de pobres (salvo los dirigentes del partido único y sus familias), pero no se ha descubierto un sistema que asegure que todos podemos ser igual de ricos. Existe una desigualdad inevitable y otra evitable (e injusta), pero desde la parábola de los talentos es conocido que repartir una misma cantidad de dinero a un conjunto de individuos, a los que se les da un periodo de tiempo para mostrar qué han hecho con ello, no garantiza resultados semejantes, sino a pesar de que todos ellos vivan con las mismas instituciones inclusivas o extractivas, cuando vuelvan cada uno ofrecerá resultados (muy) distintos: desde el que se ha quedado si nada e incluso debe dinero al que ha conseguido multiplicarlo por cinco o por diez, pasando con el que se ha conformado con mantener la misma cantidad. Una vez más aparece la constante argenta como principio rector de la realidad (20/60/20).
Tampoco podemos trabajar todos para el Estado (ya se intentó en la URSS y fue un desastre) ni tampoco servimos todos para ser emprendedores por mucho que lo deseemos. Ningún filósofo ni líder político ha cambiado tanto el mundo y nuestra forma de vida como Steve Jobs o Bill Gates, dos genios que combinaron ideas innovadoras y capacidad de trabajo. Pero son una excepción (20%) quienes son capaces de crear un negocio desde su móvil, su garaje, con o sin estudios, siendo adulto o adolescente. Hoy hay más nuevos millonarios, pero también más fracasados que nunca. De hecho, el 83% de los nuevos negocios fracasan, muchos éxitos no duran mucho y la gente que vive de su vocación no pasa del 20% (20/60/20). Incluso empresas «clásicas» como «Toys ‘r’ us» o Kodak hoy han prácticamente desaparecido al entrar en bancarrota.
En conclusión, todos somos en parte iguales y en parte singulares, somos «lo mismo» pero no «el mismo». Perseguir mayores cotas de igualdad es un objetivo loable, pero si no tenemos claros los límites de ese proceso corremos el riesgo de crear mayores problemas de los que tratamos de evitar. Hay que remover los obstáculos para que cada cual viva y desarrolle su personalidad y preferencias, dentro de un marco de valores comunes y límites que aseguren la convivencia, el equilibrio y el trato justo. Nada más pero nada menos. Y es que, como decía Montesquieu en su obra El Espíritu de las leyes (VIII, 2), la democracia se corrompe no solo cuando pierde el espíritu de igualdad, sino también cuando se adquiere un espíritu de igualdad extrema o extremada, esto es «sin límites».
3.2. Vida, amor y sexo
3.2.1. No hay vida sin límites
Una dimensión de la igualdad trata de favorecer políticas de conciliación que permitan tanto a la madre como al padre combinar su trabajo con su tarea de cuidadores de hijos. En realidad, el problema estriba en que ser madre (o padre) es un obstáculo para lograr el éxito profesional o social pues para llegar a lo más alto de cualquier actividad (incluida la maternidad) normalmente hay que estar dispuesta/o a no regatear esfuerzos. Hasta ahora el éxito del hombre fuera de la casa se lograba a costa de que la mujer centrara su búsqueda del éxito dentro de la misma. Pero esta ecuación se ha roto. La pregunta es: ¿pueden padres y madres tener éxito al mismo tiempo tanto en su labor parental como profesional? Otra cosa es que lo que entendemos por éxito no sea en realidad tal.
En todo caso, tras el descenso demográfico de Occidente se encuentra, entre otros factores, la opción (legítima) que adoptan cada vez más mujeres de “no tener hijos”, acusando al pensamiento patriarcal de haber implantado la ecuación reductora de: maternidad=desarrollo personal. Ciertamente la maternidad ha venido históricamente acompañando a la mujer casi como una obligación no sólo biológica sino social, con las consabidas excepciones (e.g. monjas), llegando en ocasiones la esterilidad o la soltería a ser un estigma social. Pero de ese exceso estamos pasando a otro exceso, pues sin niños la sociedad perecerá o, al menos, quedará cada vez más envejecida. Este problema ya lo detectó Bertrand Russell en 1930 (The Conquest of Happiness) anunciando que se daría un paulatino decrecimiento de nacimientos en Occidente pues la labor de tener hijos estaba dejando de ser vista como un deber social o religioso, o como un necesario desarrollo de una función biológica; en el futuro las madres o padres sólo tendrían hijos si ello les reputaba felicidad o satisfacción 8 personal, y este aspecto estaba disminuyendo radicalmente (1995, pp. 150, 151). De hecho, si hoy atendemos a las cifras crecientes de maltrato de padres a manos de sus hijos, las consultas al psiquiatra por los conflictos padres-hijos, los problemas de educación y convivencia intrafamiliar, más el coste personal que todo ello supone (se reciban o no ayudas sociales), hay que concluir que la cuestión del déficit demográfico va más allá de la conciliación. Sólo en el año 2013 hubo en España 9.000 denuncias por malos tratos… de hijos a sus padres asustados y sobrepasados, obligados a acudir al juzgado con sus hijos porque ya no pueden más con ellos, desprovistos de herramientas educativas. Pero en realidad, el número total es mayor porque la mayoría de los padres afectados no denuncia su maltrato ante la fiscalía de menores al llevar este hecho todavía un cierto estigma social. Y en la Memoria de la Fiscalía 2019 (referido al año 2018) se recoge un nuevo ascenso del número de procedimientos incoados por violencia de menores a padres y hermanos.
Tampoco es casualidad que este fenómeno demográfico se dé justo cuando la ciencia comienza a prometer la inmortalidad. Hasta ahora los nacimientos venían a compensar las muertes, en un ciclo que tendía a la supervivencia de la especie, pero ahora la búsqueda de la inmortalidad, gracias a (o por culpa de) la tecnología ya no es una simple quimera. Otra cosa es si resulta un objetivo realmente deseable. José Saramago, en su novela Las intermitencias de la muerte (2005), plantea un escenario hipotético en un país anónimo donde a partir de medianoche del 1 de enero nadie muere; tras la inicial euforia sobreviene el caos y una situación insostenible, tanto desde el punto de vista financiero (gasto del sistema de protección social y sanitaria) como demográfico pues diversas ciudades e instituciones comienzan a estar colapsadas. Y Borges, en su cuento «El inmortal» (El Aleph, 2005, pp. 533-544) precisa que la inmortalidad llevaría a una sociedad decadente, repetitiva y tediosa, que aplaza o repite permanentemente sus decisiones.
Una vez más, «nulla ethica sine finibus». Si es legítimo plantearnos que necesitamos un número mínimo de niños para ser una sociedad sana y equilibrada, el mismo enfoque nos lleva a plantear que necesitamos fijar igualmente un límite (moral) a la vida máxima de un individuo en este planeta. Después de todo, tal vez el deseo de inmortalidad humana sea un pecado no menor que el propio aborto: «supongamos que un hombre tiene cien hijos y vive muchos años, si no puede saciarse de sus bienes por muchos que sean sus días, yo afirmo: mejor es un aborto» (Eclesiastés, 6:3). En todo caso, parece que no conseguiremos traer más niños al mundo simplemente conciliando más, pagando más por niño o creando más guarderías. Todas esas medidas pueden paliar el déficit, pero no lo van a solucionar. Estamos ante un problema cultural estructural: tener hijos ya no está de moda mientras sí lo está pretender ser inmortales. Tal vez se trate de fijar límites al egoísmo de unos y otros pues lo peor es morir sin haber vivido.
3.2.2. No hay sexo (ni amor) sin límites
Desde el feminismo radical se ha criticado al amor romántico como un instrumento de dominación de la mujer. Ciertamente, tanto Ortega como Stendhal ya alertaron de que el amor podía ser un estado de locura transitoria o una enfermedad que se cura con el tiempo. Pero el amor romántico también nos puede elevar a lo más alto, incluso al éxtasis…, sin consumir anfetaminas, o simplemente a una vida tranquila y complaciente, cuando logramos mantener un equilibro y complicidad con el/la otro/otra. Es una de las pocas cosas que todavía mueven nuestras vidas a ser mejores de lo que somos, aunque solo sea con la razón egoísta de «atraer al otro/a». Sin embargo, también aquí hay que tener claros los límites, pues por «amor», no sólo las mujeres sino también los hombres son capaces de jugarse todo, llegado el caso, patrimonio, familia, salud y hasta su propia dignidad y libertad. En todo caso, personas con un carácter insoportable difícilmente van a conseguir que nadie se enamore de ellas.
En cuanto al sexo, si alguien pensaba que una vez volados los límites morales por fin todos y todas disfrutaríamos del sexo sin complejos… estaba equivocado; más libertad no se ha traducido siempre en más y mejor sexo, sobre todo para las mujeres. No es de extrañar cuando «ser moderno» era haber visto «El último Tango en París», que incluía una violación anal real, o leer la novela sadomasoquista Historia de O, que ensalzaba la esclavitud sexual de la mujer en pleno siglo XX (por cierto escrita por una mujer, Dominique Aury). Si nos escandaliza el incremento de violaciones en grupo, no puede negarse alguna relación con la influencia que en el imaginario de miles de jóvenes o no tan jóvenes han tenido películas como aquéllas o «Irreversible» de Gaspar Noé, «Nueve semanas y media» y «50 sombras de Grey» donde el papel de la mujer dominada atraía tanto al espectador como a la espectadora. Cuando la pornografía ha invadido nuestras vidas y la de nuestros hijos, cuando consideramos «normal» experimentar todo tipo de juegos sexuales aunque ello implique hacer daño a otro/a o que nos lo hagan…, jugamos con fuego. Si Freud en el pasado siglo llenó su consulta de reprimidos, hoy sus herederos las llenan con quienes se han sometido a todo tipo de excesos sexuales.
Tampoco quitando límites al sexo hemos acabado con la prostitución sino que ésta ha aumentado (de hombres y mujeres) y además… paradójicamente practicamos el sexo cada vez menos. Tenemos sexo hasta nueve veces menos que a finales del siglo XX en el mundo desarrollado, con porcentajes de hasta un 25% de personas que nunca han tenido relaciones al cumplir los 40 años y la tendencia es que siga aumentando (Cfr. Twenge, Sherman, Wells, 2017, pp. 2389–2401). Un informe publicado en British Medical Journal (que abarca a 34.000 encuestados hombres y mujeres, heterosexuales y homosexuales) revela, entre otros datos interesantes, que menos de la mitad de los hombres y mujeres británicos entre los 16 y los 44 años tienen sexo al menos una vez a la semana (Cfr. Wellings, Palmer, Machiyama y Slaymaker, 2019, pp.1525 ss). Todo ello sin contar con el peso cada vez mayor del sexo virtual, junto a la tendencia, inédita hasta ahora, de presumir de ser «asexuales». ¿Por qué sucede esto? Tal vez por hartazgo y confusión, como si entráramos en una habitación llena de tartas y nos dijeran «comed hasta reventar», como ocurría en «La Grande Bouffe» de Marco Ferreri en 1973, otra película de culto postmoderno.
En realidad, el sexo era y sigue siendo un arcano insondable, tanto o más que la física cuántica, y seguimos sin comprender del todo cómo funciona. Muchos lo han intentado (Informe Hite, Marcuse o Freud, entre otros), pero seguimos siendo, en gran medida, meros sujetos pasivos ante un programa neurobiológico que marca nuestra existencia. Si fuera la bondad del otro/a lo que provocara nuestra excitación sexual gran parte de nuestros problemas acabarían, pero a las buenas personas se las suele querer más como amigos que como amantes. Por ello, el sexo siempre tendrá que estar sujeto a algunos límites, para que dentro de ese marco podamos disfrutar de lo bueno que tiene.
3.3. Educación, fiestas y ruido
3.3.1. Los límites en la educación
La educación, en tanto pilar del funcionamiento de una sociedad, consiste básicamente en enseñar y poner límites. Sin embargo, la pedagogía postmoderna ha sustituido la ética de los contenidos y los valores por la ética de los procedimientos y el pensamiento débil. En unos niños predomina la tendencia hacia la pereza y en otros hacia la excelencia, unos tenderán a hacer el mal a otros (e.g. acoso escolar) y otros a hacer el bien. Si la idea dominante es que hay que dejar que el niño espontáneamente 10 se desarrolle solo porque así sacará «lo que tiene dentro», estaremos favoreciendo las cualidades que llevan a un porcentaje de niños a ser acosadores o simplemente a dejarse arrastrar por la pereza (20/60/20). De hecho, la Memoria de la Fiscalía (año 2016) muestra un incremento de la violencia juvenil, en especial en la franja de edad inferior a los 14 años, con reyertas, riñas tumultuarias, lesiones con uso de instrumento peligroso, tenencia ilícita de armas y organización criminal, debido también a la actividad pandillera. Mientras los delitos de naturaleza sexual siguen incrementándose (Memoria de la Fiscalía, 2018) destacando que en uno de cada cuatro casos (el 27,5%) participaron menores de 14 de años, es decir inimputables de acuerdo con nuestras leyes, y que la violencia de género ha aumentado un 38,9% entre los adolescentes. Algo estaremos haciendo mal.
Del mismo modo, la loable igualdad de oportunidades corre el riesgo de transformarse en un instrumento para igualar a la baja al coste que sea, por ejemplo, si la escuela persigue no sólo que todos los niños/niñas accedan a la misma o parecida educación, sino que nadie destaque mucho respecto a la media. Por otra parte, ocultamos los límites inherentes a la vida cuando decimos a los jóvenes que todos «tienen derecho» a encontrar el trabajo de su vida y realizar su vocación. En realidad sabemos que sólo un porcentaje lo hará, mientras la mayoría se deberá conformar con encontrar una ocupación que no les agobie demasiado y que les permita desarrollar sus aficiones en su tiempo libre y mantener a su familia (20/60/20). Pero es que además constituye un nuevo engaños pues de todos los que logren vivir de su vocación, lo cierto es que sólo a su vez un porcentaje (20/60/20) conseguirá ser feliz. No hay más que ver el elevado número de suicidios, muertes por sobredosis, alcoholismo, abandono de hijos, divorcios o depresiones que se da entre los artistas (músicos, actores, pintores o escritores), donde supuestamente más juega la vocación. La lista de víctimas es alargada y está en la mente de todos: S. Zweig, Hemingway, Van Gogh, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain, Amy Winehouse…, por no hablar de los nacionales.
Por último, tras esa imagen idílica de una vida fácil y sin límites se oculta la realidad de que una de las fuerzas que nos hará levantar cada día y esforzarnos será precisamente el miedo a perder nuestro trabajo y ver a nuestra familia pasar hambre. Y es que negar el miedo es simplemente negar la realidad. El problema no es el miedo en sí, sino que éste te domine y te paralice, si te sirve para avanzar bienvenido sea: ponga un tigre en su vida y verá el salto que pega. Simplemente se requiere un nuevo equilibrio que tenga en cuenta que a veces para saltar más lejos se requiere dar unos pasos atrás para coger impulso: «reculer pour mieux sauter».
3.3.2. No hay fiesta (ni ruido) sin límites
La España del campo, de los pueblos, de los monasterios, conventos y la mística… se ha convertido en un país eminentemente urbano, con fábricas, automóviles, aviones, motos, electrodomésticos y maquinaria de diverso tipo. Por tanto, el ruido sería en principio una consecuencia lógica e inevitable del progreso económico y tecnológico que sólo se podría contrarrestar, en su caso, alejando sus focos generadores de las zonas habitables, creando islas de contaminación acústica. No cabría sino adaptarnos y acomodarnos a un mayor nivel de ruido y si esto produce consecuencias para nuestra salud física y mental, a corto, medio y largo plazo, ello debería combatirse por la misma tecnología aplicada a la medicina.
Sin embargo, es difícil determinar qué es antes, la oferta o la demanda, sobre todo cuando aquélla viene acompañada de un marketing sugerente e insistente. Por ejemplo, «aparece» la presunción de que los decibelios elevados son necesarios para divertirse (aunque no podamos hablar) o disfrutar de la música o de una película. Nada de esto está demostrado, pero ese enfoque permite colocarnos el último aparato con altavoces que no caben en casa. Se entroniza lo nuevo sin saber si es necesario o responde realmente a lo que queremos. Los hoteles son lugares donde supuestamente los clientes pagan por descansar, pero celebran habitualmente bodas y otros eventos hasta altas horas de la madrugada. Las discotecas y los locales de copas consiguen abrir sin problemas en cada pueblo y ciudad aunque sea debajo de viviendas familiares.
Una sociedad que grita se agrieta. ¿Son necesarios realmente el alcohol, los gritos y el ruido para divertirse? En la época de la innovación, ¿no se nos ocurre nada más imaginativo? Como en otros aspectos, aquí la minoría silenciosa probablemente sea mayoría, solo que como calla y otorga no se nota (20/60/20). Un mero ejercicio de responsabilidad y solidaridad nos obligaría a tener en cuenta los efectos de nuestros actos sobre los demás, empezando por los más cercanos, sea un compañero de viaje o un vecino. El derecho más básico del ser humano es el de descansar y dormir pues incluso se puede hacer huelga de hambre pero no de sueño. Es una parte esencial del derecho a la salud que en España no está garantizado aunque no requiera fondos públicos sino tan solo fijar límites.
La Constitución española establece en su art. 18.2 la inviolabilidad del domicilio: nadie puede entrar en nuestra casa sin nuestro permiso o provisto de la correspondiente autorización judicial. Hoy existen sin embargo otro tipo de intromisiones tal vez menos patentes pero no menos tangibles, peligrosas y nocivas, susceptibles de ser incluso medidas y cuyos efectos para la salud están demostrados. Quien contamina “acústicamente” debe pagar. Llegado el caso, cabría aplicar la “acción de cesación” para vecinos indeseables de acuerdo con lo que ya establece el art. 53 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios.
No solo es posible sino que resulta conveniente divertirse sin molestar a los demás y además más sano. Hoy florecen clases de meditación y retiros de todo tipo bajo nombres en inglés aparentemente novedosos («focussing», «mindfullness»…), como si uno de los primeros sistemas de cambio e introspección personal no lo hubieran inventado ya los místicos o los ejercicios espirituales de los jesuitas. Bienvenidos sean todos ellos, si nos ayudan a ser capaces de volver a apreciar el silencio para poder sentir, experimentar y disfrutar la belleza. Todos saldremos ganando, incluida nuestra salud y convivencia.
3.4. Economía, tecnología y Estado de bienestar
3.4.1. No hay tecnología sin límites
El proceso de evolución tecnológica resulta ya imparable pero no es necesario someternos acríticamente a sus sombras y amenazas. Ya H.G. Wells (La isla del doctor Moreau de 1896 o El hombre invisible de 1897) planteó la obligación del científico-tecnólogo de respetar ciertos límites. Si dejamos que los cambios tecnológicos se desarrollen sin ningún criterio moral o social, caeremos en «la vieja e insensata forma de enfocar la tecnología: si funciona, prodúcelo. Si se vende, prodúcelo. Si nos hace fuertes, constrúyelo» (Toffler, 1980, p. 147).
Otra derivada del olvido de los límites es el mundo científico es el llamado «trashumanismo» que defiende que la tecnología nos permitirá subir de nivel y continuar la evolución de las especies, abarcando objetivos variados, desde la loable eliminación de enfermedades congénitas hasta aspectos mucho más dudosos, como el logro de la inmortalidad, la construcción de un ser neutro sexualmente o la entronización de una inteligencia tecnológica que sustituya a la humana, lo que pone en cuestión la esencia de lo que entendemos por «humano». No es nuevo considerar 12 al ser humano como una máquina ─La Mettrie y D`Holbach hablaban en el siglo XVIII del «hombre máquina»─, ni incluso al propio Dios (Deus ex machina). La cuestión es si podemos renunciar a los aspectos (alma, mente, emociones) que nos hacen singulares y diferentes de cualquier otra (¿por ahora?).
Como los medicamentos, los distintos aparatos y avances en robótica deberían venir acompañados de un prospecto con instrucciones de uso, que incluyeran precauciones y posibles efectos secundarios, debiendo figurar por defecto: «este aparato puede afectar a su salud mental, sus relaciones personales y a su carácter. Un uso intensivo o prolongado puede llevar a dejarle sin trabajo, sentado en su sillón y sustituir realidad real por realidad virtual». (Autor, 2019). Y como los medicamentos, debería estar también limitado su uso (horas por día, sectores, etc…); bastaría instalar un mecanismo que apagara el aparato cuando se haya superado el tiempo aconsejable para evitar posibles adicciones y cambios de comportamiento, objeto ya de preocupación en el ámbito de la psicología (cfr. Soojung-Kim Pang, 2013 y Tobías Moreno, 2018).
Las “redes” favorecen al pescador pero atrapan a los peces. Por tanto, debemos someter el desarrollo tecnológico, como el resto de aspectos de la vida, a reglas. No todas tienen que ser normas formales (leyes, decretos…), hay espacio para la auto- regulación (códigos deontológicos y de conducta), pero inevitablemente la ley y las Constituciones no pueden ser ajenas a un fenómeno que ejerce cada vez más poder sobre los ciudadanos. Resultaría paradójico que éstas se limitaran a regular una realidad ya residual, mientras lo importante quedara fuera de las reglas del juego que aprueban las instituciones democráticas. Al menos los principios deben quedar claros y ser los mismos para todos (Piñar, 2018, pp. 19-21). Ya existen Convenios de las Naciones Unidas en materia de armas convencionales o diversidad biológica. ¿Por qué no un Tratado para de no proliferación de armas tecnológicas o contra el tráfico de datos? Acordemos entre todos los límites del juego tecnológico.
3.4.2. No hay mercado ni políticas sociales sin límites
Si el liberalismo olvida sus orígenes sobreviene el capitalismo financiero irreal de casino, el exceso de dinero virtual y el consumismo adictivo. Si el Estado social olvida que existen límites a su gasto sobreviene el exceso de deuda y la bancarrota.
El mercado debe tener sus límites, pero el Estado tampoco lo puede todo y cuando gasta más de lo que ingresa puede llevar a la bancarrota a todo un país. También el Estado de bienestar está sujeto a límites pues no se puede prometer lo que la economía de un país no puede pagar. Lo ideal sería acordar cuáles deben ser esos límites entre todos, y luego sacar estos asuntos de la lucha política dedicándonos a gestionar mejor el sistema pues para la política social el mayor peligro no es tanto una austeridad, si es justificada, que los excesos que lleven a la suspensión de pagos.
La economía ha sido siempre un modelo moral, y cuando olvida este origen sobrevienen excesos y problemas. Podemos fijarnos en la base econométrica y ponerlo todo en fórmulas matemáticas, pero al final la economía exigirá unos determinados valores que articulen preferencias y estímulos. Esto lo tenían muy claro los fundadores del liberalismo (la Escuela de Salamanca, S. Mill y A. Smith), y también el propio Marx. Por eso todos ellos escribieron tratados morales no solo económicos o políticos. Adam Smith, por ejemplo, fue profesor de filosofía moral en la Universidad de Glasgow y cuestionaba (The Theory of Moral Sentiments) la adulación acrítica de la riqueza o el desprecio a los pobres, y hacía de ese rasgo la base de la corrupción y un peligro para la economía, debiendo ser la educación vocacional gratuita para la clase 13 trabajadora, pues solo así se podría garantizar que sus hijos se incorporaran a la sociedad como ciudadanos productivos y verdaderos ciudadanos (Smith, 2006, p. 59).
A pesar de ello, si el liberalismo ha triunfado sobre el comunismo ha sido, en gran parte, porque ha logrado convertir las debilidades individuales del ser humano (vanidad y egoísmo) en fortalezas para el conjunto (búsqueda del beneficio y creación de riqueza). Pero el liberalismo se convirtió en capitalismo cuando convirtió el afán de lucro en éticamente bueno para el individuo y para la sociedad. Benjamin Franklin fue uno de los representantes de este nuevo modelo al que se unirían Quesnay y los fisiócratas (todos ellos por cierto masones, según Velarde, 1981, pp. 30-40, 57-65). Probablemente fue necesario para que el comercio progresase a nivel mundial y que la revolución industrial (y luego la tecnológica) pudieran tener lugar, pero obviamente ello implicaba igualmente olvidar algunos valores originarios y límites, hasta descubrir un día que «el prestigio se otorga no a la persona que trabaja más duro o reparte la mayor cantidad de riqueza, sino a la que tiene más posesiones y consume al ritmo más alto» (Harris, 2005, pp. 171, 174). De hecho, un aparente éxito del propio capitalismo, como eran el acceso fácil al crédito y la inmediatez del consumo, se ha convertido en causa directa de una de las mayores crisis económicas que se recuerdan al destruir valores culturales tan relevantes como la disciplina de la gratificación diferida, la capacidad de ahorro o el trabajo duro (Berggruen y Gardels, 2012, pp. 70, 71). La puerta de entrada al paraíso terrenal no puede ser el paraíso fiscal.
Pero también el Estado de bienestar ha olvidado sus límites. Las campañas electorales no pueden convertirse en mercados persas de promesas sin financiación. Nada ocurre en la vida al 100%, ninguna ley económica se cumple siempre y sin excepciones (20/60/20). Tan irracional es dejar el 100% de la obra social al Estado como a la sociedad. Un Estado debe asegurar directamente ciertas políticas sociales, pero otras pueden ser asumidas por otras entidades (ongs o fundaciones). La compasión (no confundir con lástima) debe formar parte no solo de la política sino de la propia sociedad, con tal de que los receptores de la ayuda ni abusen de ella ni se sientan humillados por la forma en la que la reciben (Margalit, 2010, p. 180). Y es que no hay gasto público sin límites. La política es el arte de asignar medios «siempre limitados» a objetivos priorizados. El debate ideológico, a fin de cuentas, se centra en decidir cuánto y cómo se ingresa (vía impuestos y deuda) y en qué y cómo se gasta. En la mayoría de los casos resulta más importante decidir cómo se gasta que en qué se gasta pues tener éxito en las medidas que se proponen dependerá de «cómo» se lleven a cabo. Resulta un puro engaño pensar que «debe» haber dinero suficiente para hacer «todo» lo que se nos ocurra.
En este sentido, tampoco puede haber acogida de inmigrantes sin límites. Para algunos la inmigración es siempre es positiva pues, más allá de la obligación de solidaridad, sirve para compensar el déficit de nacimientos de parejas españolas, pero paradójicamente España estaría perdiendo mano de obra española (en su mayoría cualificada) que sale del país, mientras gana mano de obra extranjera (en su mayoría no cualificada). En todo caso, por lo que afecta al estado de bienestar la llegada constante de inmigrantes al tiempo que puede representar nuevos trabajadores que pagan cotizaciones e impuestos también implica mayores demandas de ayudas y servicios públicos. Aunque nos moleste, resulta evidente que la capacidad de acogida a inmigrantes no es ilimitada, ni es igual en cada país, dependerá de la oferta de empleo y del paro fundamentalmente, pero al final habrá un límite.
3.4.3. No hay desarrollo urbanístico sin límites
Apostar todas las cartas del desarrollo de un país a un solo sector es simplemente suicida. En un solo año (2006) se iniciaron en España la construcción de 798.700 viviendas (más que en Alemania, Francia y Reino Unido juntos), mientras acumulábamos el 26% de los billetes de 500 euros. La vivienda ya no era sólo un bien necesario donde vivir o pasar las vacaciones, sino un objeto de inversión y especulación que podría estar sin ocupar durante años. Se abusó del ladrillo y de la construcción como mecanismo de desarrollo económico (e impulsor de la corrupción política), y además con poco gusto, despreciando el patrimonio histórico, cultural o ecológico de nuestro país. Algún autor ha llegado a hablar sin ambages de «fealdad pavorosa» (Muñoz Molina, 2013, p. 163). Como resultado: teníamos la mejor costa del mundo, ya no la tenemos, pero eso sí algunos tienen sus bolsillos llenos.
Hemos asistido a un boom inmobiliario que construía en tiempo record millones de nuevas casas y apartamentos a precio de oro, sin cuidar siquiera los requerimientos de aislamiento. ¿Estética sin ética? Cada nueva iniciativa urbanística implica además desarrollar servicios públicos (siempre costosos): transporte, alumbrado, alcantarillado, agua (un bien de por sí muy escaso), calles, aceras, seguridad… así como ampliar el ámbito de cobertura de servicios ya existentes como: sanitarios, educativos, ambulancias, bomberos..., encareciendo dichos servicios y afectando negativamente a la prestación de algunos de ellos.
Cuando se hablaba en los años noventa del precio insoportable de las casas en España, se respondía que la culpa era del valor del suelo y que la solución lógica sería bajar el precio de éste. ¿Cómo? Poniendo a disposición de los constructores más suelo público. Esta ecuación en realidad favoreció la escalada de la burbuja porque un gran número de promociones de viviendas se edificaban sobre antiguo suelo rústico (comprado a cuatro pesetas de las de entonces) que «milagrosamente» a los pocos meses se beneficiaba de una generosa recalificación sin que ello se reflejase en el precio del producto final vendido al «valor de mercado», más allá de sus costes reales, aunque hubiera que contabilizar el maletín de turno. El precio de la vivienda en España subía simplemente porque alguien estaba dispuesto a pagarlo (ayudados por préstamos hipotecarios imposibles que duraban cuarenta años) mientras los beneficios de los constructores y promotores se incrementaban a un ritmo vertiginoso.
3.5. Política, auto-gobierno y diálogo
3.5.1. No hay política sin límites
Cuando un gobernante no encuentra límites a su actuación sobreviene la tiranía. La política no lo puede invadir todo (partitocracia) sino que debe haber límites racionales a la organización política tanto en sentido territorial (número de comunidades, diputaciones y ayuntamientos), institucional (número de ministerios, consejerías, entes, fundaciones y empresas públicas), como en cuanto al número de empleados públicos. La política debe aceptar igualmente unos límites que la separen de la Administración profesional. No pueden sustituirse estrategias serias por ocurrencias. Los partidos (con primarias o sin ellas) tienen una responsabilidad clave: elegir los mejores para gobernarnos. Y estos tienen otra: rodearse de los mejores para hacerlo. Hay que poner límites a la incompetencia y el oportunismo.
La política debería limitarse a no crear problemas nuevos, bastando que de su acción nazcan “muchos más beneficios que daños”, como recomendaba Baruch Spinoza. La aplicación de esta simple regla serviría, por ejemplo, para convertir al separatismo en inviable. Pero obviamente los partidos políticos difícilmente se conforman con «tan poco» siendo la actual crisis política consecuencia del «virus» ideológico que transforma el debate necesario sobre problemas complejos en un «bucle de lealtades emocionales» envuelto en descalificativos del adversario. Sin embargo, sin poner «el largo plazo, lo común y lo que nos une» por encima de las preferencias coyunturales, personales o partidarias, no hay proyecto de futuro posible, ni mejora social que dure, ni instituciones que puedan funcionar. ¿Por qué no unir el salario de los cargos políticos con el crecimiento de la economía que consiguen con su labor o con el déficit público o (inversamente) con el incremento del paro que producen? Supondría admitir límites en esta cuestión y de paso equiparar sector público con el (buen) sector privado relacionando salarios con resultados.
Del mismo modo la propaganda política (en ocasiones disfrazada de institucional) debe tener límites. Quien inventó las campañas electorales maratonianas con viajes en avión y mítines cara a cara en múltiples pueblos y ciudades fue Joseph Goebbels en 1932, con ocasión de la disputa por la presidencia que enfrentó a Hitler contra Hinderburg, lo mismo que la escenografía, la utilización de carteles con la cara del candidato y otras técnicas de mercadotecnia política (Rees, 2013, p. 64). Teniendo en cuenta que el objetivo de Goebbels era claramente el de manipular a las masas, y sustituir el juicio crítico por las impresiones sensoriales ―sabiendo que un porcentaje siempre se dejará arrastrar (20/60/20)― sería el momento para volver a campañas más austeras y sobrias. Esto no sólo ahorraría tentaciones de financiación ilegal de los partidos políticos, sino que además mejoraría el perfil del candidato: más fondo, menos forma.
3.5.2. No hay auto-gobierno sin límites
Desde la aprobación de la Constitución de 1978 el concepto de “autonomía” ha venido funcionando como sinónimo de «auto-gobierno». Una de las proclamas más reiteradas es que no hay verdadera autonomía política si no existe al mismo tiempo autonomía económica lo que se concretaría en: recaudar autónomamente (País Vasco y Navarra habrían conseguido el top autónomo) y gastar del mismo modo («caiga quien caiga»). Como consecuencia, se ha trasladado hábilmente al imaginario colectivo que la autonomía sea sinónimo de independencia, gasto ilimitado, ausencia total de controles…, y antónimo de responsabilidad y rendición de cuentas. España ya el país de la UE donde más gasto público se ejerce por las regiones, más que en Alemania y Austria, sin que ello sirva para calmar reivindicaciones de nuevas competencias. Este mensaje llegó a calar hasta en algunas sentencias del Tribunal Constitucional que han venido interpretando restrictivamente los artículos de la Constitución que fijaban límites al desarrollo competencial de las comunidades autónomas, y ello aunque hubiera consenso entre las principales fuerzas políticas (e.g. Sentencia de la LOAPA).
Y sin embargo…, los nacionalistas reclaman para sí un concepto de auto-gobierno de la que no gozan ni siquiera los Estados-nación y que tampoco existe en ningún Estado federal. Todos hemos aceptado que la UE pueda establecer controles y sanciones sobre los Estados que rebasen cierto porcentaje de déficit y deuda por el “bien común” del euro, pero curiosamente si un Estado trata de hacer lo mismo sobre sus regiones/nacionalidades ello supone la violación de su derecho natural al autogobierno. Puestos a plantear una organización territorial razonable y buscar si se quiere en el pasado su legitimidad, ¿por qué no ir al tiempo de los cinco reinos? Entonces Jaime I era Rey de Aragón y por cierto, ni Cataluña ni el País Vasco eran comunidades políticas independientes.
El nacionalismo disgregador alimenta una “obsesión identitaria diferenciada y supremacista” pues nadie defiende separarse por considerarse inferior al otro. En una época de crisis de las religiones y de las ideologías el separatismo ofrece elevar la autoestima personal, no a través de un trabajo individual de mejora (algo costoso) sino por el mecanismo simple pero eficaz de sentirse parte de un grupo que más manda (20/60/20). Es un sentimiento parecido al del fan de un club de futbol, que siente como 16 propias las victorias de su equipo aunque no salte al campo, y se haya limitado a ver el partido por televisión. Nada es culpa suya, todo es culpa de otro: «España nos roba, nos trata mal, nos discrimina…». De hecho, las comunidades autónomas rebeldes no son precisamente las más pobres, sino las más ricas y acomodadas. En el resto de comunidades autónomas hay dos grupos (20/60/20): las que se quedan mirando embobadas esperando a ver quién vence, para en caso de que se impongan las rebeldes imitarlas; y las que siguen trabajando, con pocos o ningún incentivo, en silencio, cumpliendo normas y objetivos, y pagando los costes económicos, políticos y sociales que ocasionan el resto. Son las perdedoras del proceso.
3.5.3. No hay diálogo sin límites
Hemos olvidado que el diálogo también tiene sus límites. Destruiríamos el bien común de una sociedad si entendemos que “todo” es negociable. Hablar con el que tiene ideas distintas a las nuestras nos enriquece y resulta esencial en una sociedad compleja y plural, pero flaco favor haríamos al diálogo si lo convirtiéramos en un instrumento “mágico” que cual bálsamo de Fierabrás curara todos nuestros males con solo untarlo. Si eso fuera cierto no harían falta jueces, árbitros, ni leyes, ni el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Incluso dentro del proceso democrático lo que predomina es el juego de las mayorías, por más que previamente se trate de llegar a un deseable consenso que no siempre resultará posible.
El propio J. Habermas, uno de los promotores del modelo deliberativo, evolucionaría desde sus posiciones de origen (2001) a partir de su encuentro con Joseph Ratzinger en el año 2004, tras el atentado en las Torres Gemelas acaecido en septiembre de 2001. Ya no bastará con una razón meramente instrumental como la comunicativa pues la sociedad necesita valores, y el diálogo debe encuadrarse en la búsqueda de una vida mejor, la justicia y la solidaridad. En nuestro país Félix Ovejero (2008) ha reflexionado también sobre esta paradoja y aunque defiende las bondades del proceso deliberativo, reconoce que se requiere virtud cívica y perseguir el interés común y la justicia. De hecho el diálogo, como la ética, tiene también sus límites. Por de pronto, subjetivos, pues no se puede ni debe dialogar con delincuentes, con psicópatas sociales o bajo amenaza. Pero también objetivos pues el diálogo no sirve para resolver todos los conflictos; 7 ni tampoco funciona con sujetos que sostienen concepciones del mundo completamente antagónicas. 8
Por tanto, para dialogar primero tenemos que acordar los límites pues los valores sustantivos y los resultados importan más que haber seguido un determinado procedimiento. Si existen concepciones contrapuestas sobre el marco de convivencia no sirve el diálogo (límite objetivo): ¿de qué tenemos que hablar?, ¿de cómo romper España? Si existen intereses contradictorios (lo que uno gana el otro lo pierde) no sirve el diálogo (límite procedimental): ¿para qué tenemos que hablar?, ¿para facilitar o hacer posible esa ruptura? Si el otro lado de la mesa lo componen quienes incumplen las leyes, las sentencias y las normas que regulan nuestra convivencia, el diálogo no sirve (límite subjetivo): ¿con quién o quiénes tenemos que hablar?
Pero es que además existe una alta probabilidad de que los separatistas no tengan voluntad alguna de llegar a un acuerdo, pues para ello deberían dejar de ser separatistas. Los partidos españoles hace tiempo que renunciaron al centralismo (que sigue imperando por ejemplo legítimamente en Francia), pero los partidos nacionalistas no han renunciado nunca a la independencia, como mucho a aplazarla. Si lo hicieran perderían su razón de ser, y la ambición del sillón es siempre más fuerte que el sentido común o el interés colectivo. Pero es que además el diálogo ya tuvo lugar durante la Transición con unos Estatutos de Autonomía que desbordaban claramente el ámbito de competencias de los aprobados por la II República. El Estado español tuvo altura de miras, pero a cambio sólo ha recibido amenazas, chantajes y deslealtad. En realidad, todo el proceso consiste precisamente en no dialogar con los habitantes de esos territorios (los que no han huido todavía por la presión asfixiante) que se siguen sintiendo (también) españoles a pesar de todo.
En todo caso, si el problema es realmente el “derecho a decidir” dado que la soberanía no es fraccionable, convóquese un referéndum en toda España con tres preguntas: ¿quiere que Cataluña y/o el País Vasco se convierta en un Estado independiente y España se rompa?; ¿quiere ilegalizar a los partidos separatistas?; ¿quiere recentralizar las competencias de educación y sanidad, y acabar con cualquier privilegio territorial, para que los derechos y deberes de los españoles sean iguales con independencia de donde vivan? Luego, a aceptar con lo que decida el pueblo soberano.
4. Recapitulación: la ética del límite para un modelo integrador y equilibrado
Necesitamos revisar nuestro estilo de vida porque el actual nos lleva al exceso. En un mundo de locos no se premia la coherencia sino que el cuerdo pase por loco so pena de acabar apartado (20/60/20). De nada sirve que existan personas sensatas y respetuosas con el resto (incluso en las aulas) si los maleducados y los abusadores toman el protagonismo (20/60/20).
Un modelo cultural alternativo pasa por de pronto por recuperar parte de lo que ya éramos (Muñoz Molina 2013, pp. 250-252): por ejemplo el modelo de liberalismo moral que proponían los “liberales” españoles del siglo XVI y la Escuela de Salamanca, así como Luis Vives, el primero que se atrevió a tratar la mejor manera de hacer frente al socorro de los pobres. Podemos aspirar a crear una sociedad equilibrada, responsable, honesta y respetuosa/com-pasiva, en el sentido de tener en cuenta los intereses y preocupaciones de (todos) los demás a la hora de tomar decisiones, aunque no todos los intereses y necesidades merezcan la misma protección o respeto (20/60/20).
Se trata de vivir en el punto medio, alejados de extravagancias e ingenuidades. Tzvetan Todorov reconoce que la oferta de la Revolución francesa ─libertad, igualdad y fraternidad─ ya no basta para gestionar una sociedad tan compleja como la nuestra, proponiendo completar la traída con dos nuevos componentes: la necesidad de asumir la responsabilidad de todos los ciudadanos respecto a lo que pasa en su sociedad y la aceptación de la mesura frente al exceso, esto es «la ética del límite» de la que venimos hablando (Todorov y Valsa, 2013, pp. 98-105). Precisamente una sociedad sin líneas rojas no lleva a la convivencia armónica espontánea sino al caos y a conflictos permanentes.
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1 Para una definición más concreta de estos términos y su incardinación dentro del contenido del Mal, ver. Autor y Medina, 2014, pp. 136 ss. 3
2 Tomamos el término «ethica», de raíz griega, en lugar de «moralia», más propiamente latino, primero, porque seguimos la elección que hizo Nietzsche (que además era filólogo) en su célebre ensayo titulado «Nulla ethica sine aesthetica», luego popularizada en España por José María Valverde, en 1956, si bien cambiando el orden ―«Nulla aesthetica sine ethica»―, como argumento para mostrar su solidaridad con Aranguren destituido de su cátedra en pleno franquismo. Y en segundo lugar porque «moralia» se relaciona en español con moral más que con ética, lo que induce a confusión.
3 También conocida como la espiral de Fibonacci. En la naturaleza aparece esta proporción en muchas manifestaciones, tanto en el reino animal como en el vegetal. Por ejemplo, en algunos tipos de árboles, la relación entre el diámetro del tronco y de las primeras ramas o ramas principales, así como entre las ramas principales y las secundarias. En las personas se da en la relación entre la distancia del ombligo a los pies y la altura.
4 El experimento de Milgram consistía en que figuras autoritarias con bata blanca instaban a un grupo de ciudadanos, que creían haber sido elegidos por sorteo, a administrar falsas descargas eléctricas, sin saberlo, a otro grupo de individuos que pensaban habían sido elegidos como ellos. A pesar de los chillidos de dolor y protestas de los receptores una mayoría obedecía sin rechistar las órdenes, pero alrededor de un 20% se resistía.
5 Siendo profesor de psicología de la universidad de Stanford, dirigió a principios de los años setenta un experimento donde estudiantes y voluntarios representaron durante algunos días los papeles de prisionero y carceleros, sufriendo transformaciones de carácter en la mayoría de los casos. Su conclusión fue que personas normales y tomadas por buenos ciudadanos pueden transformarse rápidamente en verdaderos demonios, pero que siempre hay una minoría que consiguen resistirse a la influencia del ambiente (Zimbardo, 2008, pp. 19, 567).
6 Louis Althousser, uno de los filósofos marxistas más influyentes, asesinó a su mujer Hélèle Rythman estrangulándola en lo que fue calificado como brote psicótico. Como consecuencia fue declarado oficialmente irresponsable. Años después el propio Althousser escribiría (L’avenir dure longtemps) que habría preferido ser declarado culpable pues la irresponsabilidad es lo peor para un ser humano al alienarle sin posible redención.
7 La profesora Mª José Villaverde (2010, pp. 181-213), en una recensión a un libro de Félix Ovejero “dialoga” con dicho autor sobre el caso de la construcción de un ascensor en un bloque de viviendas donde el vecino del quinto lo necesita de forma imperiosa para mover a su madre inválida mientras el vecino de la planta baja necesita el dinero para pagar la residencia de su madre enferma de Alzheimer que ya no puede cuidar en casa. Si la decisión debe tomarse por común acuerdo el conflicto solo podrá ser resuelto por un tercero y uno de los dos deberá salir perjudicado frente al otro.
8 Continuando con el ejemplo de la convivencia en una comunidad de propietarios, imaginemos un vecino que considera que tiene derecho a disfrutar de la música a volumen elevado o a organizar fiestas hasta altas horas de la madrugada porque en su casa puede hacer lo que quiera, mientras otros vecinos valoran que prevalece su derecho al sosiego y al descanso y que lo que cada uno hace en su casa tiene efectos sobre el resto. De nuevo, tendrá que ser un tercero el que resuelva en conflicto si queremos evitar la escalada de violencia entre las partes.