Apenas le quedaba tiempo para comer tras la larga mañana bajo la
mina; su mujer, demacrada y pálida, miraba a su esposo. La miseria
invadía el hogar de Alonso que a pesar de trabajar en la mina solo
ganaba para mal vivir en aquella pequeña habitación. Ella miraba en
silencio como su esposo se comía el único trozo de carne. La tristeza
invadía su mirada; tenía hambre, mucha hambre, pero él trabajaba y
necesitaba alimentarse pues era el único dinero que entraba en su mísera
vida y casi todo iba para la precaria vivienda. Ana, esperaba paciente a
que Alonso terminara y volviera de nuevo a la mina. Después ella se
comería un mendrugo de pan, con un poco de aceite y un vaso de agua.
Lavaría en la pila para lavar la ropa donde acudían las mujeres del
pueblo y durante la laboriosa tarea se contarían sus penas y alegrías;
casi siempre penas por la situación de pobreza de la mayoría de personas
del pueblo, donde el único sustento era la mina de carbón.
Ana,
no se atrevía a decirle a Alonso que esperaba un hijo; pensó, que otra
boca más que alimentar en aquella situación no convenía.
Habló
a escondidas con la matrona del pueblo que se negó en rotundo a darle
algo para que su embarazo no siguiera adelante. Ante su negativa se
atrevió a hablar con el párroco de la iglesia. Éste se puso las manos en
la cabeza al oírla.
—Madre de Dios—exclamó—tú sabes que eso es pecado mujer, incluso pensarlo.
—Por
favor, padre—suplicó Ana, no tenemos ni para nosotros, pasamos hambre y
este niño igual no nacería bien a causa de la falta de alimento. Se lo
ruego, ayúdeme.
—Mira Ana —respondió pacientemente el
párroco— Te prometo que os ayudaré en todo lo que pueda para que no pases
tanta necesidad durante el embarazo y tu hijo nazca fuerte como un
roble.
—¿Y después qué, padre?
—Vamos, vamos, no
me agobies más. Dios proveerá. Y si él ha decidido que este crío nazca,
nacerá. Vete a casa que he de hacer la misa de las 5, que por cierto no
te veo mucho por aquí.
—Padre—aludió Ana con resignación—si hay días que a penas me mantengo en pie.
—Anda mujer, no seas exagerada. Ya hablaremos más adelante hija, adiós.
—Adiós padre.
Ana,
salió de la iglesia hundida, estaba ya, de un par de meses y el tiempo
apremiaba. Tenía que hacer algo. Bajó las escaleras de la iglesia tan
abrumada con sus pensamientos que no vio acercarse a Alonso.
—De
dónde vienes Ana, te estaba buscando. He tenido un pequeño percance en
la mina—al decirlo le enseñó el brazo izquierdo vendado, —tengo para 10
días.
Ana al verlo, solo se le pasó por la cabeza de qué iban a
subsistir ese tiempo. Todo empezó a darle vueltas, no pudo responder a
Alonso y se desmayó a los pies de la iglesia.
Alonso asustado
gritó pidiendo ayuda. El primero en salir fue el párroco que corrió
escaleras a bajo. Una vecina que lo vio todo se acercó con un vaso de
agua. Llevaron a Ana, a la sacristía hasta que recobró el conocimiento.
Allí el frío penetraba los huesos, el padre, acostumbrado, la cubrió con
un par de mantas, cogió el candil, le hizo un gesto con la cabeza a
Alonso para que le siguiera. Le explicó la situación y la visita de su
esposa, ya que no fue bajo confesión, si no para pedirle consejo.
—Llévatela
a casa y mañana vienes tú a verme, ella que descanse que debe reponer
fuerzas, le diré a Sebastiana que os lleve un poco de caldo para la
cena.
Alonso asintió con la cabeza y tras reanimarse su esposa se fueron a su casa en silencio; sin mediar ni una sola palabra.
Sebastiana les acercó el caldo y una hogaza de pan, además de seis patatas, un trozo de tocino y otro trozo de queso.
—El padre Damián, mencionó que ya haréis cuentas cuando puedas volver a la mina—informó la mujer.
Alonso le dio las gracias sin decir palabra. Sentía vergüenza de no poder alimentar a su familia.
Ana, al ver tanta comida empezó a llorar de alegría. Tenía un hambre atroz.
—Ana,
siéntate a la mesa, yo me ocupó de poner los platos y vasos que tengo
el brazo derecho perfectamente y mi hijo tiene que nacer sano como un
roble.
Fue hacia ella para ayudarla a levantarse, le secó las lágrimas y la abrazó.
—Verás como todo se arregla. Trabajaré el doble si hace falta. A partir de hoy, no pasarás nunca más hambre, te lo prometo.
Ella
lo miró sin saber que decir con la cabeza cabizbaja por el sentimiento
de culpa de lo que estuvo a punto de hacer. Se sentó en la mesa. La
sopa, un caldo rancio, le supo a gloria. Después se comió un trozo de
pan y un poco de queso para no gastar mucho y tener víveres para varios
días. Él la miraba comer y veía la felicidad y el hambre en sus ojos.
—Ana,
—empezó—comete también un trozo de tocino, tienes que recuperarte
pronto por el niño que estás muy débil y delgada. No tengas miedo, aquí
nunca más faltará comida aunque tenga que ir de pueblo en pueblo
pidiendo limosna.
Ella, dudó si decir algo. Pero prefiero callar y hacer lo que su esposo decía. No quería que sufriera por su culpa por...
—Ana,
—interrumpió Alonso sus pensamientos. —Tú y lo que llevas en el vientre
sois lo más importante para mí, soy feliz porque voy a ser padre y te
ruego que nunca más me ocultes nada.
Ella lo abrazo llorando.
Se amaban desde que eran unos niños y después de varios años de casados
Dios por fin le recompensaba con un hijo; y ella creyendo que sería una
carga para él.
Esa noche hicieron el amor con delicadeza;
Alonso le susurraba al oído que ahora debían tener cuidado pues el bebé
crecía en su vientre. Al poco rato de apagar su deseo sexual, quedaron
dormidos abrazados.
A la mañana siguiente escucharon gritos y
carreras de gente de un lado a otro. Alonso rogó a Ana que descansara
un poco más y salió a ver que sucedía. Varios mineros trabajaban en uno
de los túneles más profundos y de repente un derrumbe los dejó aislados.
Una cuadrilla de rescate retiraban lo más rápido posible las rocas y
arena que los separaba de la zona más cercana a uno de los túneles donde
el oxígeno les ayudaría a resistir pues debían salir uno a uno.
El
sufrimiento y la lucha de la cuadrilla se palpaba en su rostro; no
sabían si estaban en una zona de oxígeno, o su estarían muertos. Las
mujeres esperaban a la entrada de la mina y el párroco rezaba para que
todos saliesen vivos.
El pueblo estaba en una zona inhóspita,
donde el clima adverso era duro de soportar. El trabajo de los mineros
era durísimo, la mayoría de veces en condiciones de gran peligrosidad.
Pero no había otro tipo de trabajo y a pesar de que la mayoría caían
enfermos con el paso del tiempo y sus pulmones ennegrecidos por el
carbón, tener ese trabajo les llevaba alimento a sus casas.
El
tiempo pasaba rápido y más gente se unía a ayudar; las mujeres llevaban
café y los mineros que el derrumbe pilló fuera, ayudaban también.
Después de 6 horas, lograron llegar hasta ellos; tuvieron suficiente
oxígeno para aguantar, excepto Raúl, un minero que llevaba muchos años
en la mina y su corazón no resistió el derrumbe. La noticia sumió a
todos en un silencio absoluto. Unos a otros se miraban, pensando que le
podía haber pasado a cualquiera de ellos, pero Raúl que perdió a su
esposa 1 año atrás, dejó de ser el mismo y en ocasiones se quedaba el
último para salir, como si esperase un desenlace así. Todos pensaron que
murió donde quería morir, no pudo tener hijos y no soportaba la
soledad. El entierro fue triste y silencioso, la única curiosidad es que
Raúl estaba cubriendo la vacante de Alonso.
Después
del entierro y la tristeza que reinaba en el pueblo minero donde el
sacrificio por las duras condiciones de vida y laborales eran diarias,
Alonso acudió a la iglesia tal y como le pidió el padre Juan, que así se
llamaba.
El párroco empezó diciéndole que ya se hacía mayor y
necesitaba ayuda en la iglesia y en su casa. Alonso, oía con curiosidad
sin saber a donde quería llegar el padre Juan.
—Cómo te
digo—prosiguió—mi intención es que Ana y tu os trasladéis a mi casa, que
Ana se ocupe de la limpieza y la comida igual que en su casa, y tú me
ayudes en el huerto, a preparar las misas, tocar la campana cuando sea
necesario y mantener la parroquia y la casa arreglando las cosillas que
vayan saliendo. Cobrarás el jornal igual que el que tenías, pero aquí no
tendrás que pagar vivienda y tendréis hasta una habitación cuando el
niño crezca para él. Y por supuesto la comida no faltará.
—Pero padre, ¿por qué yo?
—Porque
eres demasiado bueno; arreglas ventanas a vecinos, a otros les cubres
el tiempo si llegan un poco tarde a la mina, incluso a veces compartes
tu almuerzo, y tu y Ana os merecéis salir de esa fría y húmeda
habitación que nada le conviene al bebé que ya está en camino.
—Padre, yo... —no pudo acabar y rompió a llorar como un crío, pero de felicidad.
—Y
por supuesto el día que yo falte seguiréis igual en la casa y el
trabajo, ya le he dicho al Benancio que redacte el escrito para que lo
lleve al registro. Venga anda, que a ver si esta tarde ya os habéis
mudado.
Quiso decir una palabras de agradecimiento, pero el párroco se lo impidió.
Durante
el trayecto a su casa iba pletórico. Por fin nunca más pasarían hambre
ni frio, y con lo bien que cocinaba Ana, el padre estaría contento con
la decisión tomada.
Ana, estaba haciendo la cama cuando entró
en la habitación. No pudo evitarlo; se abrazó a ella llorando. Ella
asustada le preguntó.
—¿Qué sucede cariño, porque lloras, no te habrán echado de la mina? —al decir esto último palideció.
Alonso, entre llanto y risas de felicidad le contó todo lo que él párroco le había propuesto.
—Ya tenemos casa Ana, nuestro hijo vivirá sin pasar hambre.
Ella sonrió y lloró con él. Su agonía a causa de su embarazo había terminado. Ya no se preocuparía.
Llevaron
lo poco que tenían en dos sacas y se instalaron en casa del párroco,
que a pesar de ser pequeña a ellos les parecía un palacio. Aquella
noche, cenaron como reyes; patatas con huevo que Ana hizo con una
salsita y que encantó al padre, pues rebañó el plato con el pan.
Luego
le explicó lo que debía hacer al día siguiente y se marchó a dormir. La
cama de su habitación tenía un mullido colchón y unas mantas que
calentaba el cuerpo como nunca habían estado. Se sentian afortunados.
Pasaron
los meses y Ana tenía una incipiente barriga que Lucía con orgullo.
Después de siete meses, nació Juan, ya que decidieron ponerle el nombre
del párroco por lo bueno que fue con ellos. El padre al enterarse se
puso pletórico, le hizo muy feliz.
Su bebé, crecía
rápidamente, hermoso y sano como un roble. Y a medida que crecía, Ana le
contaba la miseria que pasaron y como el párroco al que llamaba abuelo,
les había salvado de una vida precaria llena de miseria y sufrimiento,
con la intención de que su hijo entendiese el valor de las cosas. La
gratitud con aquellos que se lo merecen y que siempre hay que ayudar a
quienes tienen menos que tú.