Era uno de esos veranos en el que «El Lorenzo» apretaba que daba gusto, las temperaturas diurnas eran propias del desierto de Lut, y al atardecer no bajaban tanto, es más, incluso saliendo a la calle a las once de la noche buscando el frescor, lo que recibías era una bofetada de calor.
Las calores le afectaban sobremanera a Roberto, que estaba en un constante baño de sudor, le bajaban la tensión e incluso disminuían su apetito. En estos días estaba casi en una dieta líquida, y como era de pueblo –de una familia de jornaleros que por tradición en estas épocas se alimentaba prácticamente de gazpacho– seguía los hábitos familiares, ya que era un alimento con mucho sustento, y fresquito, que ayudaba a combatir las calores.
Le gustaba fuertecito, con mucho vinagre, con abundante pepino y cargado de ajo; por lo que no era recomendable estar cerca de él por las flatulencias, de esas que son capaces de pelar la pintura de la pared; y además, como «gracia» le gustaba hacer alarde de sus talentos «erúctiles» con los cuales era capaz de recitar el alfabeto mientras soltaba el gas sonoramente.
Después de un día record con altas temperaturas, hubo un cambio drástico y esa noche refrescó un poco, por lo que era agradable salir a dar un paseo nocturno; así que tras la media noche, fue a darse una vuelta por el parque del pueblo para disfrutar de la suave brisa y deleitarse con el aroma de la «dama de noche» y el jazmín en flor.
Andaba embelesado, disfrutando del raro frescor, cerraba los ojos para sentir el delicado soplo del viento y el olor penetrante de las flores… cuando de repente, alguien saltó de detrás de un árbol, el individuo abrió la boca y fue a morderlo. ¿Qué demonios era eso, un vampiro? Luchó con él por su vida, era fuerte y apenas podía mantenerlo apartado de su cuello. Sus fuerzas empezaron a flaquear, tenía que pensar rápido. No lucía una cruz al cuello, y una estaca no era algo que precisamente llevara en el bolsillo. Le vino la idea…
Le eructó en la cara, la flatulencia cargada de aroma a ajo hizo retroceder al vampiro gritando; parecía que estuviera retorciéndose de dolor, así que siguió con los regüeldos. Eructo tras eructo veía como su atacante se encorvaba de dolor, es más, su rostro daba la impresión de que empezaba a derretirse como si le hubiera arrojado ácido a la cara. Vio como su rostro se descarnó, extendiéndose el proceso al resto del cuerpo. Finalmente con un «puff» el vampiro se desintegró en un montón de polvo. El gazpacho con el que se había estado alimentando durante todo el día y se repetía constantemente, le salvó la vida.