'Criatura secreta': Capítulo III

Por Diego de los Santos 


Capítulo III. Una luz en el vacío


En un lugar de Sevilla, de cuyo nombre no quiero acordarme…

 

Día 10


La luz atraviesa el vacío a trescientos mil kilómetros por segundo. Yo la conocí en el vacío de mis cuarenta y tantos, y fue como esa luz. Ella entonces parecía un chico en muchos de sus gestos, me daba un codazo y se reía cuando tenía alguna ocurrencia, algunas de ellas bastante macabras. Luego fuimos intimando, y me contó que de pequeña jugaba a ser viuda. Yo me reí entonces, no supe ver que en aquella inocente confesión estaba ya el resumen de lo que pasaría después. Ella, probablemente, tampoco imaginó que el viudo, al final, iba a ser yo.

La primera vez que la vi, allá por el mes de junio, en un bar, alguien me dijo: mira, acaba de entrar una de esas tías raras que te gustan a ti, como si yo el raro fuera yo. Aunque esas tías raras, luego resulta que le gustaban a todo el mundo. Pero, en aquel preciso momento, pensé que yo era su único descubridor, creí que sólo yo me había fijado en ella, porque pasó un poco cabizbaja y esquiva, bellamente inconsciente de su belleza, o quizás ya entonces acomplejada por su latente maldad. Aquel pensamiento mío tan mezquino y cobarde insufló vigor en mi ánimo, que se irguió lo justo para dirigirme, sin pensarlo, hacia ella. Fui entonces consciente de que a cada paso me acercaba a un destino inquietante. Recuerdo la potencia misteriosa de la luz, remansada de aquel lugar, y el pasillo invisible que se abría en el continuo espacio-tiempo, horadado por el filo cortante de mi voluntad de pronto despertada, después de tanto letargo. Sentí ponerse de nuevo en movimiento un mecanismo del Universo ya medio oxidado, casi a punto del colapso total. Sí, por una vez, estaba haciendo lo que tenía que hacer. Aún no eran delito los piropos, ni importunar a una desconocida, de modo que el único riesgo que corría era que me rechazara. Pero sentía escalofríos.

Como la fortuna es hermana de la audacia, resulta que la “tía rara” iba con un grupito de amigas donde había una conocida mía. Ahí estaba la oportunidad del azar, yo la había detectado, y solo restaba consumarla, el resultado era lo de menos, me bastaba con no atormentarme luego por haberla dejado pasar. Brevemente saludé a aquella conocida, cuyo nombre no recordaba, y me di trazas para cruzar unas palabras con aquella criatura extraña, que me miraba entre curiosa y desconfiada, como una alimaña dudando entre huir hacia el fondo de su madriguera, o saltar hacia nosotros y mordernos. Todavía ocultaba su conspicua belleza entre los ángulos encorvados de sus hombros, pero aquello me provocaba aún más, a mí, que era un acomplejado de la vida. La conversación fue precisa y transida de luz. Al despedirme de ella, una vez informado del sitio donde trabajaba, me soltó ese “adiós guapo” que no venía a cuento, y resumía su interés por repetir el encuentro. Por una vez todo había salido perfecto, y casi no me lo podía creer.

En aquellas dos palabras encontré la fuerza para no sucumbir a la pereza ni al olvido, y planear ir a visitarla a su trabajo. Iría el miércoles de la semana siguiente –un margen prudencial de tiempo- con la idea de volver a ver aquellos pómulos prominentes, aquellos ojos rasgados, aquella frente encuadrada al límite de lo razonablemente pequeña… aquel extraño azar que de algún modo tenía atrapado mi pensamiento. Aunque solo fuera por esa curiosidad morbosa de mi infancia por las criaturas extraordinarias de la naturaleza.

 

Día 11


Aún es de día, y el resplandor del sol se aferra a la piel gris de estos muros absurdos, como queriendo redimirlos de su fealdad, de su indiferencia hacia tanto dolor que su contorno encierra, aislándolo del mundo. Tengo que dejar de escribir cuando apagan la luz, la débil claridad crepuscular no alcanza ya para la lectura. Mi compañero de litera tiene una lamparita de pilas que se engancha a los hierros de la cama, yo aún no conozco todos los trucos. Estos horarios rígidos me recuerdan a cuando nos acostaban a las ocho en punto de la tarde allá por el mes de mayo, con el sol aún luciendo plenamente en el cielo. Quizás por eso, ya desde adolescente, me volví un noctámbulo impenitente, en esa rebeldía rotunda que nos provoca el absurdo, y que nos vuelve a nosotros también absurdos, por reacción, llevándonos al extremo contrario. Mi compañero de celda debió notar la congoja, y me dijo:

-Coge la lámpara…yo me voy a dormir ya. Es bueno que sigas escribiendo.

Se lo agradecí con un gesto, pero era incapaz de seguir pensando en nada. Hay momentos que no pueden ser explicados con palabras, y aquel era uno de esos, un instante abisal, en que notas como te vas quedando en los márgenes del mundo, que se marcha sin ti. De la humanidad solo me quedaba aquel humilde ofrecimiento de la lamparita, pero entonces me bastó, salvándome del abismo que abría sus fauces ante mí. Le hice caso a mi compañero, y en cuanto pude continué con el relato aconsejado por el Profesor.

Cuando el miércoles siguiente me presenté por sorpresa en su trabajo, al verla vestida de enfermera, me azoré, aquello era ya demasiado. Pero se me encendió también la primera luz roja de alarma, de que algo había en aquella criatura que me provocaba lisa y llanamente miedo (algo que no iba a reconocerme a mí mismo hasta mucho tiempo después). Tenía un deje amargo y cansado en su rostro que no había percibido la noche que nos conocimos, pero fue el olor acre que la envolvía lo que me incitó a querer marcharme cuanto antes de allí. Y aquel intento de huida creo que fue lo que despertó en ella, como en las fieras, el instinto de perseguirme –para cazarme, y devorarme luego-, de modo que la suerte estuvo ya echada. Yo, en vez de escapar, como el peligro nos atrae y la curiosidad nos mata, seguí allí, hipnotizado por aquella ligera inquietud del espanto que, probablemente, mi mente confundió con algo parecido al amor.

Estaba recientemente separada, y esperó a que yo le preguntará si tenía niños, a lo que contestó con extraña satisfacción que no; tenía treinta y pocos años, aunque pasaba por veinte y pocos, sus piernas delgadas formaban un extraño arco y tenía cara de china. Y sus manos…por aquellas manos estaría dispuesto a dejarme poner una inyección, pensé fugazmente. Sus manos, después de sus pómulos, fueron lo segundo que me cautivó. Me hubiera dejado matar por aquellas manos. Y más allá de lo físico, creo fue esa una atracción primigenia por el peligro -¿para tenerlo más cerca?- la única fuerza que mantuvo vivo mi interés por ella, contrarrestando mi (no auto reconocido) impulso de salir cagado leches.

Cuando copié su móvil no sabía cómo nombrarla, porque tenía otra Matilda en mi agenda, así que ella me apuntó: “ponme chinita” (fue su primera pequeña manipulación), aunque con el paso de los meses y de las complicaciones o las alegrías le iba cambiando de cuando en cuando el nombre, y se llamó “China”, “Chini”, “Matilda” en la distancia o “Mati” en la cercanía. También, en la última etapa, figuró como “Peligro”, “Asco”, o “No coger”, y otras cosas así, según los momentos más o menos terrible que fui viviendo junto a ella. Palabras malsonantes que no me sirvieron para nada.

Al principio salíamos algunas tardes por su barrio, como dos tontos, en la languidez de un estío aún suave, pero que insinuaba su infierno a la vuelta de la esquina. Recuerdo perfectamente la primera vez que se puso unos vaqueros apretados y le descubrí aquellos glúteos insospechados, ligeramente abiertos y dirigidos hacia arriba, que serían la causa última de mi perdición. Junto a sus pómulos y sus manos, esos glúteos imposibles formaron la tríada material que lastró mi voluntad, contra mi inconfesado y siempre latente deseo de escapar. Pero a pesar de los vaqueros mi cuerpo se resistía aún a entregarse, y tenía una retranca femenina en algún lugar recóndito, de la que ni siquiera era consciente, y que yo revestía de las más peregrinas justificaciones para no subir nunca a su apartamento. Quedábamos muy de vez en cuando, y yo no intentaba ni besarla siquiera; hablábamos, nos tomábamos una Coca Cola, y cada uno a su casa. Así fueron las tres o cuatro primeras “quedadas” como ella decía, y no parecía importarle. Estaba intrigada de que uno “tan mayor” se comportara como un quinceañero, aquello la divertía, mientras incubaba inconsciente su deseo en el caldo de cultivo de la contención y de la dulce espera.
Lo de “mayor” lo decía evidentemente entonces solo para fastidiarme, pero a mí me daba lo mismo. “Si soy tan mayor búscate uno más chico” le contestaba yo con desdén (aún no me tocaba los puntos débiles) y ella se me agarraba al cuello y me decía “que no tonto”. Pero me estaba sondeando. Ella ya había comenzado, solapadamente, la estrategia del cocodrilo; la única en la que confiaba; y cuya primera regla es ocultar que se trata de una estrategia, aunque todo eso tardara yo muchos meses en atisbarlo siquiera.

Cuando Matilda hablaba lo hacía con todo su cuerpo, se expresaba en él, y a veces sus manos, en el aire frente a mí, mostraban un ligero temblor, como el que he visto algunas veces en los perros de las razas terrier. Ese carácter enérgico y decidido en lo exterior era una de sus características, saltaba a la vista: Una insondable, abismal astucia en lo interior, con una enérgica decisión en lo exterior. Un carácter semejante será seguramente pendenciero, decía el I Chin. Pero ella era además “burbujeante” (así la calificaría una vez uno de sus pegajosos admiradores), es decir, que hacía cosquillas -gracia-, y podía perdonársele todo en virtud de esa difícil gracia, que traslucía la niña, pequeña y traviesa (y malvada) que un día fue.

Un buen día pensé que ya tocaba besarla, aunque, la verdad, no me apetecía mucho. El complejo masculino me obligaba a mostrar lo macho que era, al menos un poquito, no fuera a ser que ella pensara que yo era maricón y lo contara por ahí (que lo pensara ella me daba igual entonces, lo malo era que lo contara). Elegí un momento al azar. Estaba yo sentado en una banqueta de la barra del bar Citroën, y ella de pie frente a mí. La atraje cogiéndola por la cintura, y así le di el primer beso en la boca, con indiferencia, casi con un poco de asco, porque su boca desprendía un sabor acre entonces desconocido para mí, que soy de saliva dulce. Ella succionó mi legua con fuerza como si fuera un sorbete, mientras parpadeaba con sus ojos rasgados cual mariposas, unos ojos que al excitarse parecían crecerle y ponérseles más brillantes. Seguramente la “China” estaba haciéndome una metáfora de otra cosa, pero bobo de mí entonces no caí en la cuenta, y solo me provocó extrañeza aquella succión inesperada, casi dolorosa, de mi lengua. El sabor de su aliento me pareció ácido e hiriente, no me gustó nada entonces, aunque con el tiempo acabaría haciéndome adicto a él. Más o menos lo que pasa con todas las drogas duras, que cuando no atendemos a las primeras señales del cuerpo que nos avisan de su toxicidad, seguimos adelante hasta que llegamos a un punto de no retorno. ¿Por qué seguimos fumando tras la náusea de los primeros cigarrillos, o bebiendo tras las resacas de las primeras borracheras? Por necedad. La necedad juvenil. A la que entonces no me supe resistir. Porque quizás fuera el último reducto de juventud que aún quedaba en mí, vaya usted a saber. Probablemente la acritud natural de sus fluidos se veía acrecentada, en aquella época, por el estrés de su reciente separación matrimonial. Un evento que nunca llegó a superar del todo. Se hallaba atrapada en una suerte de anudamiento cerebral, bastante común por otra parte, que explicaría la mayor secreción ácida de su cuerpo, y su consiguiente sabor fuertemente almizcle. Pero mi tozudez fue mayor. El quedarse quieto frente a un peligroso abismo es, además, símbolo de la desconcertada necedad de la juventud, rezaba la explicación del I Chin al respecto. Yo me tragué aquel olor acre, tan ajeno a mi cuerpo, y seguí adelante en contra de la alerta de mis vísceras, tan fuerte era el poder hipnótico que la extraña criatura tenía sobre mí.

Lo más llamativo de su físico, lo que la hacía única e irrepetible por fuera, eran los pómulos sobresalientes -el “pómulo mongol”-. Si se pintaba y arreglaba, eran pómulos de atractiva mujer madura; si iba en vaqueros, simplemente de niña gamberra y mala. Si reía brillaban sus ojos oscuros y si se enfadaba o se ponía triste, una nube oscura atravesaba su frente. Yo podía ver perfectamente aquella nube. Solo a veces, algunas veces, si la poseía otra clase de tristeza, más humana, que la tocaba en el residuo de alma que su especie quizás retuviera, de sus ojos surgía un destello de bondad momentánea, como una estrella que de pronto comprende quién es. Pero se sobreponía pronto, no le gustaban esas debilidades, y otra vez ponía esa sonrisa, ora macabra, ora gamberra, que tanto me desconcertaba, y que tanto me acabó gustando. Una sonrisa que simbolizaba, en mi blanda entendedera, la superación de la debilidad de la naturaleza humana, que yo tanto padecía. Por eso no podía dejar de admirar aquella chispeante irreverencia hacia el drama de la vida, de la que la criatura hacía gala como la que no quiere la cosa. Porque el drama era ella, como descubriría después.
Una memoria sobrehumana para cualquier detalle, por nimio que fuera, y también la capacidad descomunal de captar el intríngulis de cualquier asunto más allá de lo superfluo, completaban el cuadro. Su razón era tan irracional, que entendía las encriptadas sentencias del I Chin directamente, sin necesidad de la explicación aneja, con una percepción holística de las cosas que no he vuelto a conocer. Más de una vez me habría de sacar de apuros con aquel don suyo de la intuición. Para todo, menos para sus relaciones conmigo. Ahí, hoy creo poder afirmarlo, se perdía; igual que me pasaba a mí. Algo había en mi la descolocaba. Aún no he descubierto que era. Su astucia abisal, insondable, jamás le permitió mostrar sus cartas ni dejar un flanco descubierto, esa era la guinda del singular retrato de la Matilda que conocí aquel día aciago de cuya fecha no quiero acordarme.

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