Historia de una pandemia o la hoguera de las vanidades


Que la dichosa pandemia en España se ha convertido en una brizna en el ojo, en un inapropiado movimiento peristáltico, en una sonrojante fuga de heces, en una incómoda y comprometedora postura para algunos es, creo, incuestionable. Y digo algunos y no de manera explícita políticos porque la procesión es corporativista. Es decir, las incomodidades expuestas van por colectivos.

Desde que vivimos en esta dictadura del Super Humor —¿recuerdan aquellas historietas de Ibáñez encuadernadas en una lujosa, por decir, edición?—, tenemos al mando no a Vicente (¿Illa?) , sino a los mismísimos Mortadelo y Filemón en misión especial. Pedro y Pablo los caracterizan a la perfección, mientras un doctor Bacterio (adivinen quien) que no da una con los experimentos, solo bombardea con sus inexactitudes a los dispuestos superagentes. En tanto, Zipi y Zape por su parte (Montero y Díaz), no hacen más que liarla viñeta tras viñeta de este tebeo en el que se ha convertido la gestión política del país.

No, ya sé que no están las cosas para chistes ni gracietas pseudoliterarias, pero miren ustedes si no tiene guasa lo que estamos padeciendo, al nivel expresado. Al nivel de la política que, de repente, nos ha enseñado un mundo al revés si quienes están en el poder son los del triángulo invertido y el corazón emparedado. Ahora los escraches no son jarabes democráticos, sino aceite de ricino. Las caceroladas exigiendo la dimisión de Sánchez and co. ya no son de indignados exigiendo responsabilidades y ejerciendo el derecho, no exento legalmente, a manifestarse, no…, son de fachas, hemofílicos (Juan Carlos Monedero dixit), mamarrachos, golpistas de chaleco y mocasín, rescoldos del franquismo (Pablo Fernández), odiadores (Pablo Echenique). Parafraseando al rey Alfonso VI en el «Cantar del Mío Cid»: cosas veredes, mas no sorprendéreme.

Y, como dije, esta diarrea de expresiones se extiende y comparte por dedos y bocas de los afines. ¿Lógico? Sí… Pero sorprende —o no— la poca capacidad crítica de los correligionarios rojos y morados a sus líderes y, en general, a un Gobierno que ha hecho méritos para ser cuestionado desde sus inicios por sus formas y actos: lo del Delcygate de Ábalos ya está olvidado. Iglesias en el CNI sin pasar el preceptivo control de la OTAN, ni hablamos —OTAN no, bases fuera—. Iglesias, de nuevo, marcándose una alfamachada sobre las residencias de ancianos y después haciendo la cobra ante quienes les piden explicaciones sobre su responsabilidad al respecto. Marlaska por usar a la Policía Nacional para identificar a los que llevasen la bandera de su país, ¡este país!, por las calles, ¡lo normal! Hacer que los bomberos descolgasen de un edificio una imponente pancarta contra Sánchez, ¡sí!; pero quitar los lazos amarillos de las zonas públicas en Cataluña, por ejemplo, no. Prohibir las manifestaciones contra el Gobierno sanchista, escudándose en el peligro vírico, pero ni pío sobre la que se autorizó en Pamplona por la libertad de los presos de ETA y por el asesino Pachi Ruiz (sí, Pachi). Y así todo. La izquierda de este país está muy, pero que muy lobotomizada pero, ¿qué puede esperarse si sus ídolos son la muestra viviente del orgullo y la vanidad más lacerante?

Esta crisis ha servido para dejar en paños menores las estupideces a la que hemos estado sometidos. La estupidez, por poner, del lenguaje inclusivo que, en las interminables arengas del Aló, presidente, los trabalenguas de la ministra Díaz y las totalmente evitables apariciones de la ninistra Montero, se hacían insufribles y dejaba claro la inutilidad, poca practicidad y cansinismo de su uso. La estupidez y sabandijismo de un periodismo servil que no puede ni llamarse periodismo, más bien panfletismo de partido, lustrando las botas y el orto de un amo que les untó el idem con vaselina valorada en quince millones de euros. La estupidez del donde dije digo en las palabras de Illa, Simón, el BOE… La estupidez de insultar, señalar y culpar a la oposición por hacer de oposición y usar el harapiento sambenito de ultraderecha para deslegitimar —no sé por qué, ¿no hay una extrema izquierda?— su papel, control y crítica al Gobierno. La estupidez, soberbia, superlativa, monumental, descomunal de querer callar a todo aquel que discrepe de las versiones oficiales como si España fuese la de la II república (sorpréndanse), la de Franco o una de esas dictaduras tan de república popular democrática que tanto gusta a los comunicornios. ¿Que no saben quienes son? Pues aquellos a los que la hoz de su ideología les ha traspasado de un martillazo el cerebro y le sale por la frente.

Disculpen el tono sarcástico y neologista de este artículo. ¡O no! ¡Me da igual! Porque esto es lo que pasa cuando a uno, que siempre ha sido moderado, le pisan las tan cacareadas líneas rojas y duele como si fuesen juanetes. ¡Es insoportable aguantarse el improperio!

Lo último, la masiva despedida a Julio Anguita (q.e.p.d.). Mientras muchos tuvieron que padecer la doble pena de enterrar a los suyos sin duelo alguno, con Anguita —político por el que siento un enorme respeto— no fueron estrictas, ni mucho menos, las limitaciones que otros sufrieron. En este caso, el motivo del respeto al difunto, justifica, parece ser, la concentración de personas, mientras se critican a los despectivamente tratados como cayetanos.

No sé qué pasará con este país, que está en una evidente tetracrisis (sanitaria, social, económica y política). No sé si las caceroladas que ya suenan más que los aplausos que hoy muchos comunicornios echan en falta, no por sus destinatarios, sanitarios y fuerzas de seguridad del Estado; por cierto, estos últimos tan atacados por estos mismos que hoy se quejan de que se quejen otros. Lo echan en falta, decía, porque mientras aplaudíamos, elevábamos a himno el Resistiré, nos emocionábamos a la hora de los informativos con mensajes de esperanza, de emotivas llamadas de nietos a abuelos y viceversa y nos divertíamos con las ocurrencias de algunos para pasar el confinamiento como podíamos, pensando que éramos la leche como país, nos fueron esloganizando, distrayéndonos, mintiéndonos como al niño al que se le quiere ocultar la realidad para no quedar traumatizado. ¿Y esto último no es bueno? Para un niño, depende; para una sociedad, no.

Creían que la sociedad iba a cambiar, que el confinamiento era una especie de retiro espiritual donde purgarse, que saldríamos dóciles dispuestos a acatar sin rechistar aquel oxímoron de la nueva normalidad, y que España se gobernaría sumisa mientras bebíamos de la teta de mamá Estado, hasta que la teta de mamá Estado quedase como una pasa, seca, por ellos, la nueva casta; que ya no es ni nueva.

Como escribía el filósofo Luis Salazar —que no solo en el Congreso se profieren académicas citas— en Cuando la política falla: «Maquiavelo señalaba que uno de los peores vicios de los políticos es no saber cambiar cuando las situaciones cambian. Es entonces cuando los émulos de Savonarola entran en acción, con las consecuencias que todos debiéramos recordar».

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