Me debo a mi consideración como católico, apostólico, romano y caballero hospitalario, y créanme que esto último no es baladí; es como una protestación de fe perenne, como una confirmación diaria de mi credo, de mi defensa a la Iglesia y a Dios, que así lo juré de forma solemne. Por todo ello, por esta cuádruple aquiescencia de mi ser: yo sí defiendo al papa.
Su figura en apariencia frágil, sus canas dándole un aire de abuelete amable, sus palabras llenas de tersura aunque su contenido sea áspero; sus gestos bondadosos, aunque sobre sí recaigan las más urdidas conspiraciones y el peso de aquella cruz que, a pesar de los siglos, sigue portando el cristianismo; sus lecciones de humildad y a la par de un poder capaz de arrastrar las simpatías –por decirlo así– de los países más duros contra la religión católica y lo que esta representa, se condensa en ese carisma afable, y a la par férreo, que todo buen político debiera tener.
Sus gestos, otrora impensable en una figura de tal calado, se muestran como valedores del camino a seguir. Su mano se tiende, como la del mismo Jesús, hacia aquellos que no siempre son bien vistos. Se acerca al plato que le ha ofrecido aquel que tiene en su mirada el delito cometido, porque su misión no es juzgar, sino aplacar, y dejar a Dios lo que es de Dios y al hombre…, lo que sea del hombre. Muchos no comprenderán sus actos, como no fueron comprendidos los actos del nazareno y, sin embargo, hoy se pretenden imitar. Su modelo de santidad, el sacrificio de ser señalado, de ser abjurado por no pocos de sus propios seguidores, de ser injuriado por cumplir su compleja misión como heredero del anillo de Pedro, de ser escarnecido y permanecer callado ante la soflama de sus detractores, es difícil de comprender. Hay formas de santidades menos llamativas, más dulcificadas; retirados en constante meditación, lejos del mundo y sus miserias; no solo las más terribles que han conducido a la humanidad a su degeneración como tal; también aquellas que parecen doler menos por no ser tan visibles, como la insidia, el odio, el desprecio por ser quien es y representar a quienes representa, muchos de ellos perseguidos y masacrados sin que el mundo occidental quiera prestar atención. No le interesa a Occidente que el cristiano sea el perseguido, sino el fariseo al que derribar.
Sus encíclicas hablan de cambios, de renovación, de una Iglesia más justa, de un catolicismo llamado a convencerse de la necesidad de ser luz de las gentes, de no desfallecer. Sí, yo sí defiendo al papa que ha sido capaz de sobreponerse a ser el punto de mira de los recelos. Un papa que llegó tras el apostolado breve de su predecesor, y revolucionó un mundo que lo miraba entre atónito unos y esperanzados otros con sus aires reformadores.
Siempre defenderé al papa Juan Pablo II, ejemplo de rebelión y de pacificación, de poner pie en pared para derribarla si hacía falta dejar más hueco para llevar su mensaje donde fuese necesario. Dicen algunos que su santidad Francisco, en algunos aspectos, les recuerda al polaco que conoció los horrores de la II Guerra Mundial desde ambos flancos; pues, con sinceridad, no lo sé. Como católico, apostólico, romano y como caballero hospitalario, mi sentido del deber, como dije, me llama a comprender y defender a la Iglesia y, por tal, a su cabeza más visible, pero siempre hubo quien, aun seguro de sus motivaciones, no estuvo de acuerdo con los hombres que debían de ser el camino.