¿El fin de la dictadura social?


Lo llaman respeto, compromiso, progresismo, igualdad, revolución, avance social, conquista… Hay muchas formas de definirlo y todas parecen indicar que son el Olimpo, la cumbre, el clímax, para algunos el parnaso donde acotar los logros hecho poesía misma.

No sé si alguna vez han recapacitado sobre ello, pero vivimos en una constante dictadura. En unas ocasiones han sido de gobierno, en otras, como nos acontece, social. Una dictadura social dirigida, y no podrán negármelo, por aquellos a los que se les llena la boca hasta lo orgásmico de palabras como las que les he citado al principio y, sin embargo, en más de una ocasión no son sino implantaciones de una forma de pensar sin consenso de la gran mayoría. Consenso que, por otro lado y en este extremo, es muy difícil que alguna vez exista.

Siempre ha pasado, no es nada nuevo, sin embargo es en esta época donde la volvemos a vivir y es lo que nos ha tocado. Usted, yo, que creíamos disfrutar de una de las mayores democracias –contrastada internacionalmente– del mundo, resulta que, de manera solapada, vivimos en una sociedad inquisitorial. Y no, no van con hábitos ni cruces colgadas del cuello los nuevos inquisidores; ni son estos una exclusividad patria de la que, dentro de algunos siglos, hayamos de nuevo de arrepentirnos. Los inquisidores del siglo XXI hablan no en nombre de Dios, sino de diosas. Ideologías a las que no pocos veneran y ofrecen sacrificios –como el de la dignidad ajena–; sobre las que, en los púlpitos de falsa democracia, arengan a sus devotos para que cumplan con sus mandamientos y no caigan a la hoguera del infierno que ellos llaman, hipócritas, fascismo. Y esto es así.

Dije alguna vez que lo políticamente correcto es una dictadura –disculpen la reiteración– del pensamiento, y así lo sigo pensando. Nos han vendido, y algunos han comprado, un progreso mojigato. Un progreso que huele a muerto y hay quienes pretenden disimularle la peste con el perfume barato de las expresiones manidas. Estamos amordazados quienes vamos en contra de estas imposiciones. Estamos señalados. Estamos en el punto de mira de los matones de la moralidad inmoral. Estamos obligados a tener que aceptar lo que, en unos casos por lógica, en otros porque la propia Constitución lo define, y en bastantes porque chocan con nuestros principios, doctrinas que, incluso, pueden llegar a perjudicarnos en lo personal al punto de acabar con nuestros huesos en la cárcel sin más motivo que una acusación para la que, además, no hay derecho a réplica. Bueno, replicar pueden replicar, pero no les sirve de nada. Estamos, al fin y al cabo, amordazados; y cuidado si decide plantear o tan solo dar luz a su versión y esta es contraria a la que, dicen, es el summum.

Créanselo. Vivimos en esa dictadura social que les decía. Una dictadura que tacha de lo que quiera a quienes, insisto, piensen diferente y tienen, además, inmunidad para ello. Como en toda dictadura se impone el pensamiento único, no se da opción a que se pueda refrendar ni defender las otras posiciones y a los que así actúen se tachan de liberticidas y reaccionarios. Todo lo suyo es bueno y el resto malo; y si usted que me lee cree que eso pasa con todo, yerra. Pues sabrá que en democracia todo ha de ser consensuado, y todo ha de ser resuelto, en pos de un bien común.

Sin embargo, algo está ocurriendo. Se nota, sobre todo, a nivel institucional. El pueblo silenciado está empezando a sacudirse las ataduras, está empezando a protestar sin reparos, sin remilgos de otros tiempos no tan lejanos alzando, a la par, voz y bandera que nos representa a todos. El hastío de vivir subyugados a la imposición de lo que dicten ciertas minorías que se han visto favorecidas y enaltecidas, en detrimento de una auténtica comunión, desde aquellos pulpitos a los que antes refería, ha logrado que incluso aquellos voceros templen, de cara a la galería, sus consignas. Si bien sus mesnadas y otros puntales, sobre todos por las redes, siguen bandolereando; asaltando a todo aquel que se encuentre, incauto, por los caminos.

Cansados de vivir en el cuento de algunos que han hecho suyos hasta a los poetas. Usted no tiene derecho a parafrasear a Machado, o a Hernández, o a Lorca, si es –valga la redundancia– de derechas. Cansados de tener que soportar vivir en una constante confrontación que hace décadas terminó. Cansados de desenterrar muertos que no ayudan a pasar página porque, quizás, al no tener más bazas, no les interesa. Cansados de ser prejuzgados; unos, por ser hombres, otras de ser utilizadas en contra de sus ideas. Cansados de lenguajes exclusivos que solo aumentan la distancia de los que quieren saberse diferentes. Cansados del egoísmo que mata niños en pos de no sé qué liberación. Cansados de la manipulación de los medios de comunicación al servicio de las ideas, haciendo del periodista –quien lo sea– mera marioneta. Cansados de un presidente del Gobierno que es signo de la estulticia, de lo absurdo, de los decadencia política que, hasta ahora, y desde hace demasiado, veníamos padeciendo. Cansados de los que quieren cambiar los papeles y a los terroristas los pasean sobre oropeles y ningunean a las víctimas. Cansados de los que hacen caso omiso a la Constitución –por imperfecta que esta sea– y la vilipendian. Cansados de los reinos de taifas autonómicos que solo han logrado levantar muros entre iguales. Cansados de supremacistas. Cansados de los nuevos fascismos disfrazados de progresía. Cansados de tanta demagogia.

¿Estamos llegando al principio del fin de la dictadura social? Lo desconozco, aunque han vuelto a crecer brotes verdes para ello. Ahí lo dejo.

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