El problema que tenía el mar


Silvi era una niña de 5 años. En aquellos días, andaba más revolucionada de lo normal porque su padre había decidido hacer mudanza y cambiarse de ciudad.

Silvi había nacido en una gran ciudad. Pasó aquellos primeros 5 años en un gran patio de vecinos, de aquellos donde los portales que daban acceso a los pisos, no estaban en la calle, sino en el patio mismo. Allí se encontraba con alguna amiguita de su edad con la que echaba alguna carrera o jugaba a la comba.

Todo cambió cuando su padre le dijo a su madre un buen día de marzo:

— Petri, nos mudamos. No aguanto tanto viaje desde aquí. He pedido un traslado y de los 5 destinos posibles que me ofrece la empresa, he elegido éste del norte. Encima tiene playa.

— Pero Pepe, si ahí llueve mucho, reaccionó asustada su mujer.

— Qué va, mujer. Eso es algo que se dice para que no vayan a hacer turismo pero no llueve tanto.

A principios de abril, ya se habían instalado en su nuevo hogar, allá en el norte, donde no se podía ir más al norte. Como aun no tenía casa, se alojaron en aquellas pensiones que había en edificios antiguos.

Se alojaron en una pensión que estaba justo enfrente de la escalera 5 de la playa de la ciudad. A Silvi, aquel piso de 200 m² le parecía casi como el patio de vecinos que tanto añoraba. Pero lo mejor era que nada más salir del portal de la pensión, Silvi veía la inmensidad del mar, que tampoco había visto nunca.

Mientras sus padres buscaban piso en aquella su nueva ciudad, Silvi se iba acostumbrando a todo. Aparte del mar, le chocó mucho su olor. Un olor fresco y penetrante que tampoco había sentido nunca.

Solía aspirar profundamente por su naricilla cuando se iba a pasear con su madre. De tal manera aspiraba que levantaba la cabeza hasta que no podía más y se tiraba así un buen rato, aspirando… “Niña, baja la cabeza que te vas a desnucar”, le decía divertida, su madre.

Ya a finales de aquel mes de abril tan llenos de novedades, Silvi salió con su padre por el largo paseo paralelo al mar pero esta vez les acompañaba otro huésped de la pensión.

Como me lo puedo permitir y no me gusta vivir solo, soy residente permanente en la pensión, le contó al padre de Silvi.

El caso es que aquella tarde cuando ya anochecía, salieron los tres de paseo. A Silvi no le hacía mucha gracia la compañía de aquel señor porque no le hacía nunca caso. Era la época en que los niños eran niños para los adultos y ahí se quedaban, en un segundo plano.

Al aburrirse con la conversación de su padre y su acompañante, se concentró en mirar a su derecha, a la oscuridad que veía, una profunda oscuridad…

Al principio no le dio importancia pero enseguida notó algo raro. Ya estaba muy oscuro. Se empezó a asustar como cuando tenía miedo de noche hacía tiempo. ¡No veía el mar! Ni lo olía, ni lo oía. Nada. Solo notaba un gran vacío oscuro que se perdía en el horizonte.

Su terror se transformó en rabia y enfado. A su izquierda oía a su padre hablar de si había perdido el equipo de fútbol local y que el señor, del disgusto, no cenó y a su derecha, que no estaba el mar. ¿Por qué? ¿Cómo es posible esto si el mar siempre está ahí?

No aguantando más, Silvi se paró, pegó un tirón al brazo de su padre y le gritó muy enfadada, al borde de la lágrima:

— ¿Dónde está el mar? ¿O se lo han llevado?

Todos los transeúntes que se cruzaban, se la quedaban mirando muy extrañados por el grito.

Su padre reaccionó con una sonora carcajada que resonó como un trueno en la cabeza de la niña.

— No, Silvi, no se lo han llevado, dijo como explicación.

Y siguieron caminando.

A Silvi eso no le convenció para nada. Siguió el paseo muy enfurruñada porque su padre no le había resuelto el misterio. No contarles las cosas a los niños le pareció un crimen atroz y se propuso que cuando tuviera hijos, no haría como él.

Pasaron muchos años. Silvi se casó y tuvo hijos.

En un largo puente vacacional, Silvi volvió a esa ciudad del norte desde esa otra del sur, donde vivía con su marido y su hijo de 5 años. Aunque no era infeliz del todo en el sur, se sentía nostálgica de los olores, del frescor, del oleaje y del ruido de ese mar de su infancia. En el sur ese mar no existía. Era otro mar.

Paseando con su marido y con su hijo una mañana, más o menos en el mismo punto del paseo paralelo al mar donde ocurrió el episodio aquél que tanto le enfureció de niña, Silvi sonrió. Recordaba a su padre, muerto hacía algún tiempo, y a su risotada.

Aquella risotada se le quedó tan metida dentro que aun la recordaba. Sonreía por su ingenuidad de niña y de que a su padre no le dio por contarle lo de las mareas. En el norte, el mar se puede retirar 500 metros con marea baja. Por eso, Silvi ni veía ni oía el mar. ¿Por qué no le contó eso su padre?

En esto su hijo, que no hacía más que mirar detrás y adelante, se paró, pegó un tirón al brazo de su madre y le gritó muy enfadado, al borde de la lágrima:

— Mamá, ¿qué le pasa al sol? Está al revés. Ahora está detrás y no delante como en casa.

Todos los transeúntes que se cruzaban, se le quedaban mirando muy extrañados por el grito.

Su madre reaccionó con una sonora carcajada que resonó como un trueno en la cabeza del niño.

— No, Mario, al sol no le pasa nada, dijo como explicación.

Y siguieron caminando.

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