Por Pedro Jaén
Aunque
en septiembre de este 2018 que acaba de nacer ya se habrá cumplido una
docena, el primer año en que uno imparte clases en el aula no suele
olvidarse fácilmente, para bien o para mal. En cualquier caso, considero
que es el curso en que más intensamente se aprende y en el que más caro
se paga cada error.
En esta
ocasión quiero relatar una anécdota que me parece significativa y que
precisamente me ocurrió a finales de ese primer año, cuando se me
lanzaron como tigres hambrientos unos padres -que no voy a describir más
ni decir nombre alguno, como ustedes comprenderán- porque no
"comprendían" el suspenso de su hijo.
Como si uno
le discute al médico que lo que tiene no es una neumonía sino un
resfriado... Se creían ellos que la tarea y criterio del profesor era
cuestionable porque "nadie conoce mejor a un niño que sus propios
padres" (y lo cierto es que nadie sabe engañar mejor a unos padres como
su propio hijo).
El caso terminó con un pequeño
trauma de novato para mí (ahora me recuerdo hasta con cariño y
admiración por lo bien que aguanté el tipo) y tras ese día no volví a
ver a esa familia, ya que tuvieron que cambiar a la criaturita de
colegio.
La cosa es que
ayer mismo me topé con él, hecho ya un hombre -aún recuerdo su nombre,
apellidos y mote- y me sorprendió sobremanera la forma tan agradecida
como me sigue recordando... ¡Y sólo le di clases en mi primer año! Fue
un placer volver a verle, ciertamente.
Lo
que creo en el fondo es que no sólo él estaba agradecido; de sus
palabras se intuía que también sus padres, tan sobreprotectores, a los
que aquel jovencillo profesor mindundi les vino a decir en junio que su
hijo llevaba el cate.
Lo
del orgullo ya lo dejamos para otra ocasión... Pero en cualquier caso me
alegro de que la criaturita saliera adelante a pesar de sus padres.