Por Pedro Jaén
Hace cuestión de veinte años, cuando un chaval de doce o trece empezaba a salir, sus padres (hoy relegados a ser Progenitor A y Progenitor B, si es que no legalizan el C) se preocupaban por los amigos con los que trataba, los sitios que frecuentaba, en qué se había gastado el dinero que le habían dejado o cómo se lo había pasado.
Hoy, desde mucho antes, el preadolescente puede frecuentar otros lugares con su perfil real o falso, como el de los adultos, en multitud de redes sociales. Mientras tanto, sus padres, lo que ven es a un hijo que anda ahí con el móvil, entreteniéndose, y no saben que igual que puede bichear información sobre alguna nueva serie o material para un trabajo escolar, puede estar siendo víctima de algún troll, cometiendo algún delito (incluso sin saberlo) o haciéndose amigo de personas que no merecen su confianza.
Y es que las redes sociales no son ni buenas ni malas, pero en ellas actúan personas que pueden hacer uso de un anonimato, y normalmente el hecho de no dar la cara no es constructivo ni enriquecedor en una relación personal normal.
Igual que el padre en el año 1990 le preguntaba a su hijo por dónde salía (y de hecho, si podía, se acercaba al local para verlo con sus propios ojos), el padre en 2017 debe conocer las redes, saber aconsejar y eliminar la brecha. Claro que es posible. Pero hay que sacar el tiempo de donde sea: es necesario.
Dejemos de culpar a las redes e Internet de que crean niños aislados o incomunicados con su familia. El victimismo de esos padres cansados que no tienen tiempo para sus hijos es un eslabón más de un círculo vicioso cuya solución es posible, pero hay que querer. Es una inversión en la mente bien amueblada de un hijo que, llegado el día, incluso podría hacer de Internet su nuevo negocio y no su perdición.
Sí. Ya sé que es muy fácil hablar, sobre todo en los asuntos sobre educación de los hijos. Pero humildemente es lo que creo y me han enseñado. Y también soy padre, no el Progenitor A.