En la oscuridad


Vivía apartada del mundo en una pequeña hacienda en medio del campo rodeada de hectáreas de olivares. Cansada de la vida de la ciudad, un remanso de paz como aquel era lo que necesitaba para sus maltratados nervios.
La casona la heredó casi en ruinas, y ninguno de sus parientes, anteriores propietarios de dicho vergel, quiso restaurarla, ya que había leyendas familiares que contaban de extraños sucesos y decían que la casa estaba maldita, encantada. Simoneta, mujer de mundo, no creía en esas cosas y su máxima siempre era que había que tener miedo de los vivos, no de los muertos.
Mientras se restauró el caserón los albañiles comentaban que estaban pasando cosas raras allí, y ninguno quería quedarse a solas y aún menos tras oscurecer. Simoneta decía que eran unos miedicas asustadizos que se dejaban llevar por su imaginación y las leyendas del pueblo; ella había estado allí a solas multitud de veces y nunca había pasado nada extraño. ¡En todas las casa viejas la madera cruje y el viento silba entre las rendijas de las ventanas!

Ya habían transcurrido dos semanas desde la mudanza, estaba asentada en su nueva residencia y encantada con la paz interior que estaba encontrando; el mundo de la Bolsa estaba atrás, y el estrés que él conllevaba también. Mudarse en medio de la nada sin ni siquiera vecinos en un radio de cinco kilómetros a la redonda era la mejor decisión que había tomado en su vida.

Era una noche de verano sin luna, y como en la sierra refrescaba al anochecer no necesitaba aire acondicionado, sino que dormía con las ventanas abiertas, lo que le permitía mirar las estrellas antes de quedarse dormida; el estridular de los grillos bajo su ventana le parecía una nana. Pero esa noche no se podían ver las estrellas, era como si la luna nueva las hubiese apagado todas, y había un silencio sepulcral en el campo. Los grillos habían enmudecido y ni si quiera se podía escuchar el esporádico ulular de los búhos en los olivares.
La oscuridad en la habitación era absoluta y ni se perfilaban los bultos de los muebles en la oscuridad.
No sabía por qué, pero esa noche se sentía inquieta; quizá era que había olvidado tomar sus medicamentos, o tal vez era esa extraña oscuridad o silencio, que le hacía volar su imaginación con las leyendas familiares. ̶ ¡Deja de pensar tonterías! Se decía a sí misma; pero estaba claro que algo extraño estaba ocurriendo, quizá solo fuera que un depredador nocturno en el campo estuviera cerca... ̶ ¡Qué estúpida eres, aquí no hay ni osos ni panteras! Se volvió a decir.
Empezó a quedarse dormida cuando de repente creyó escuchar una respiración jadeante, sus ojos se abrieron de par en par. Agudizó el oído. Nada. Seguramente lo habría soñado en ese momento de vigilia previa al sueño.
Otra vez volvió a despertarse, pero esta vez fue la sensación de un aliento gélido en su cuello la que erizó su piel. Se sentó de un salto en la cama y extendió su brazo para encender la lámpara de la mesita de noche, pero la bombilla parecía que se había fundido.
Con la respiración entrecortada palpó el cajón para buscar la linterna. No funcionó, por más golpes que le dio. Volvió a escuchar esa respiración jadeante, ahora estaba segura que era real ¡no estaba dormida!
Asustada, preguntó a la oscuridad ̶ ¿Quién anda ahí? Nadie le respondió, a pesar de que sentía una presencia en la habitación.
Decidida, se levantó de la cama y con la linterna en una mano como maza y la otra extendida, empezó a palpar la negrura de la habitación. Tocó la moldura de la columna de su cama con dosel y se aferró a ella como Ulises al mástil de su barco. Aterrada sentía esa respiración como un canto de sirenas que le seducían a su perdición.
Cada vez sentía más cerca esa gélida presencia. ¿Qué hacer? La escopeta de caza de su padre estaba muy lejos, en el cuarto de los trofeos. Fuera lo que fuera, no tenía los medios para enfrentarse con aquello en la habitación, y no sabía lo que era. ¿Sería un animal? No, un sexto sentido le hacía pensar que era algo totalmente distinto. ¿Y si era una manifestación paranormal, como el de las leyendas familiares? ¡Un poltergeits, que había asustado a generaciones de su familia e hizo que abandonaran la casa!
No podía ser, ella no creía en esas cosas, tenía que haber una explicación lógica; pero no había lógica que pudiera explicar esa extraña respiración.

Tenía que calmarse y pensar con lucidez; si era alguien o algo en la habitación para hacerle daño, ya lo habría hecho, había tenido todas las oportunidades del mundo, ella estaba indefensa en la oscuridad y esa criatura tenía ventaja. ¿O quizá estaba jugando como un gato con un ratón antes de comérselo? Pensar que era parte de la cadena alimenticia no le daba precisamente ánimos.
Debía de escapar. La puerta de su dormitorio estaba a apenas un par de metros de donde ella se encontraba. Armada de valor, y con solo la linterna como arma, empezó a tentar la oscuridad para dirigirse a la puerta. Ese «algo» también se movió, se interpuso entre ella y la salida. Su mano extendida tocó la piel viscosa de la criatura. En vez de reaccionar de forma defensiva y atizarle con la linterna, gritó, cayó de espaldas y perdió su único instrumento de defensa. Escuchó como el monstruo echaba la llave. Estaba atrapada.
Estaba claro que no era el poltergeits de las leyendas familiares, eso no era un fantasma ruidoso. Era corpóreo.
Retrocediendo como un cangrejo en el suelo, volvió a preguntarle: ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? Con sonido gutural, arrastrando las palabras le contestó: ̶ Guuulll, ceennaarr.
El terror se apoderó de Simoneta. Sabía que un «gul» era un demonio necrófago que se alimentaba de cadáveres, habitaba en lugares inhóspitos o deshabitados y frecuentaba los cementerios para alimentarse. Su casa estaba lo suficientemente aislada para ser morada de algo así, pero desconocía que mataran para comer.

El instinto de supervivencia le decía que su única salida era por la ventana abierta, en dirección opuesta a donde estaba el gul. Saltó encima de la cama, y en la oscuridad corrió hacia la ventana saltando hacia el vacío.

La encontraron una semana después. Suicidio, fue como lo calificó el forense. Se había partido el cuello en la caída, y había sido pasto de algún extraño animal (no podían identificarlo por las mordeduras) que había devorado su carne.

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