...Sólo se escuchan las campanas de la Iglesia Mayor. Ese primer café...
Se despertó el sábado con la paz del asueto y el coleteo, aún, de la movida semana que lo precedió. Era como un desierto sin eco. Un gran y reconfortante vacío de ajetreos.
La
humeante paz del grano hecho néctar para despertar los sentidos,
hipnotizaba con su sinuoso baile sobre el cáliz del que emanaba. El
ensordecedor silencio era como una nana que aplacaba, todavía más, el
alma dormida de la recién resucitada del sueño breve con que la vida nos
otorga la quietud necesaria.
La
monotonía de los ruidos de la casa -esos que no se suelen escuchar el
resto del día-, se acoplaban en plácida sinfonía a la orquesta pausada
de aquella mañana sabatina que marcaba los ritmos de su sereno corazón,
percusionista incesante que imponía la vitalidad a cada momento.
Las
noticias en el papel reciclado la desperezaban, mientras disfrutaba del
sonido, que se le antojaba rancio, del pasar de las grandes hojas
grisáceas del diario.
Un
café. Un periódico. Una melodía de ruidos caseros. El silencio del
resto del mundo. Y las campanadas desde las torres de la Iglesia Mayor,
como señal inequívoca de una paz que sólo La Isla, su ciudad desde la más temprana niñez, le podía regalar.