El largo viaje


Llega noviembre: Canto del vivo recuerdo de
los adioses paternos.

Hace bastantes años que nos viene hablando del tema. Reconozco que, al principio, nos resultaba violento escuchar sus tétricas teorías; luego éstas pasaron a ser grotescas; más tarde se fueron percibiendo lejanas a la cruda la realidad. No obstante, a medida que se vaya acercando la hora de la partida... pues, qué remedio: nos tendremos que ir mentalizando, mientras ella sigue empeñada en dar a sus hijos unas pautas muy concretas para que puedan ser atendidos todos sus deseos con la mayor fidelidad posible en lo concerniente al entierro y la distribución de su hacienda:

“Vigilar bien las cañerías porque llevan poca vertiente. Los tubos que tienen puestos son muy estrechos y, si se os atranca, tendríais que poner tuberías nuevas al no poderlas desatascar. Os lo digo porque no es la primera vez que pasa.” –Nos repite entrada razones–. También tiene conversaciones, como: “ Hija, no vendas la casa por cuatro perras si no te hace falta para comer pues, son vidas enteras de sacrificios.”

Es evidente que nuestra madre piensa en su último viaje, y desde hace mucho tiempo; sin embargo, lo de estar “pagando la muerte” antes de irse... ese es otro cantar: reconozco que le produce una angustia infinita, puesto que ya la sentía en vida de mi padre. La mujer, cada mes que venía el cobrador con el recibo en mano, percibía en aquel hombre un signo de mal agüero y soltaba su retahíla: “¡Ya está aquí el pájaro marabú! ¡Porqué contro no se podrá cobrar la dichosa cuota por el banco!” –Nos repetía mes tras mes la angustiosa “carchena”–, lo que significaba que, a cada uno (tanto a mi padre, que por esas fechas ya estaba enfermo, como a ella) les restaba un mes menos.

En cuanto falleció mi padre no lo pensó dos veces: se borró de la muerte in situ: “Pero mamá, con los años que llevas pagados ¡ya los has perdido! Además, ese planteamiento no tiene importancia: a todos nos va quedando un mes menos de vida” – Trataba de convencerla, con paciencia infinita–: “Si, sí, lo que tu quieras pero, vosotros, no tenéis mis años, ¡qué narices!; ni tampoco edad de empezar a pagar la dichosa muerte, –me replicaba entre irritada y nerviosa–: ¡Que no, que no!, que ya me he “borrao” y ¡se acabó!, no quiero volver hablar del tema.

Otra historia que ella siempre me repite, sobre todo cuando estamos las dos solas, es la del lugar que quiere ir a descansar. Muy misteriosa va y me dice: mira hija, cuando me muera quiero que me entierren con mi marido... si no puede ser pues, con mis padres. Yo tengo nichos en dos sitios: en tal... y en tal... y en el banco dejo el dinero para que corráis con los gastos”.

Esa es mi madre (“mi virukiki: porque Elvira es todo virus cascante”) siempre hablando de su dichoso viaje: ¡qué persona tan cansina!... Hasta que un día me dio por pensar: “¿Será porque cada vez es más consciente de su marcha? Sin embargo, nunca ha visitado el cementerio en veinte años que hace que mi padre falleció; pues dice que es como si su esposo se hubiese ido de viaje, y que cuando ella se vaya, irá a reunirse con él... En fin: paciencia y comprensión infinita” –me digo, mientras sigo con mi tarea.

No obstante, cada año y antes de pisar el mes de noviembre, ella suele encargarme flores repitiendo al final su consabida coletilla “correré con todos los gastos para que no le falte de nada”. También, por esas fechas, me llama la tía Francisca, desde Barcelona –una hermana de mi padre que nunca se han llevado bien– con el fin de que lleve flores, velas... al difunto y, de paso, haga la limpieza de la lápida de mi abuelo – el padre de mi tía– al que nunca conocí y..., ya me estoy hartando de poner ramos a muertos que no visita la familia ni por asomo, ¡caray! Pues, me digo que, las tumbas, se hermosean para que los seres queridos puedan estar a gusto en presencia de los restos de sus antepasados, ya que los difuntos no necesitan nada.

Tanta hipocresía me espanta y, ¡de repente!, me he vuelto terriblemente practica; por eso, al llegar del cementerio, envuelta un arranque de enfado, he soltado mi retahíla a la primera persona que estaba en mi casa:

“Hija: cuando me muera tan solamente deseo que me recuerden en vida: No quiero flores ni luto ni misa ni pésame, ¡ni nada de nada! (“Qué tonta: cómo me van a dar el pésame de mi misma: ¡Dios mío!, una se va volviendo cada día más carajota”).

Terminada mi exaltación, pude serenarme un poco, para llegar a sospechar que tal vez, hoy, Día de Difuntos, también yo haya comenzado a preparar mi largo viaje.

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* Que en todos los adioses de nuestros padres encontremos este profundo consuelo: el de amarlos y el de haber sido amados por ellos.

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