Diez


Inmaculada soñaba cada noche con su hombre ideal, no tenía rostro, y tampoco le importaba que fuera rubio, moreno o pelirrojo, alto, bajo, gordo o flaco. Había tenido tantos sinsabores con sus anteriores parejas que solo quería que fuera un hombre trabajador, buen marido y mejor padre. Que no bebiera, podía soportar que fumara, pero que no se drogara; y sobre todo que no tuviera la mano larga. Ella pensaba que estaba maldita y solo atraía abusadores; ya había visitado el hospital demasiadas veces con el rostro morado y los huesos rotos, así que soñaba con un hombre normal, pero bueno.

Para Norma su sueño era pegar un «gayumbazo», así lo llamaba ella; si los hombres hacen el negocio del año casándose con una rica heredera pegando un braguetazo, el símil debía de ser un «gayumbazo». Tampoco le importaba su aspecto y menos su edad; para ella Ana Nicole Smith era su ídolo, y le encantaría encontrar un vejete forrado de dinero, que la palmara pronto y así dedicarse a «la buena vida».

Elena era una profesional que se dejaba la piel en el trabajo, así que su hombre ideal tenía que estar en su mismo estatus, ni se le ocurriría estar con un tipo espléndido en todo los sentidos pero que no tuviera donde caerse muerto; tenía que ganar lo mismo que ella como mínimo, o más. Ella se cuidaba, iba al gimnasio y no esperaba que su hombre soñado estuviera fofo, sino con la tableta de chocolate bien definida. Le gustaban los morenazos de ojos verdes, y si no tenía una carrera universitaria, lo descartaba. ¡Qué iban a pensar sus amigas! Tenía que ser perfecto en todos los sentidos.

Leticia estaba estudiando la carrera, y decía que no quería complicarse la vida, que ya tendría tiempo cuando terminara y consiguiera un trabajo. Eso era lo que le decía a sus amigas, pero en verdad bebía los vientos por su profesor de Lengua, que no era mucho mayor que ella. Le enamoraba la labia que tenía, ese don de palabra, ¡y era tan simpático! Sus alumnos se partían de risa con sus ocurrencias; y con el batir de ojos de las chicas y sus suspiros, podía causar un huracán cuando pasaba a su alrededor. Era alto, rubio, con unos increíbles ojos azules y con un corte de pelo tan «chic» que podía pasar por un modelo porque además tenía buena percha.

A sus quince años Daniela en lo único que pensaba era en el amor, soñaba con el primer beso, que la abrazaran y le dijeran lo mucho que la querían. Su príncipe azul tenía que ser como en las películas, romántico, considerado; y su cita ideal sería una cena delante de una chimenea con dulce crepitar, champagne, y un señor con esmoquin tocando el violín. Pero sobre todo guapísimo, como esas estrellas de cine que ella estaba tan enamorada, o su cantante favorito con el que soñaba todas las noches.

Myriam tenía seis años y decía que cuando fuera mayor se quería casar con su papá, que era lo mejor del mundo entero.

Inmaculada conoció a Ramón, que vino por derecho, pero lo descartó en cuanto vio que de una sentada se tomó seis cervezas. Norma conoció a un chico majísimo pero no vestía como alguien que tuviera una cuenta en Suiza o Panamá, así que siguió buscando su vejete millonario. A Elena le presentaron a Tomás, era perfecto en todo los sentidos, pero cuando se enteró de que era fontanero dejó de contestar sus llamadas. Leticia no le hacía ni caso al compañero de clase que estaba claramente enamorado de ella, y sobre todo no podía soportar lo gordito que estaba, seguía soñando con su profe.

Myriam creció y en su adolescencia pensaba que su padre era lo más estúpido que había en la faz de la tierra; Daniela a sus cuarenta seguía enamorada de su estrella cinematográfica que nunca conoció, y jamás tuvo con nadie esa cita a la luz de las velas. A Leticia se le cayeron los palos del sombrajo cuando se enteró años después que su adorado profesor había salido del armario, y que aquel compañero gordito que fue premio extraordinario de la carrera y que era su sombra, ahora iba hecho un pincel, había adelgazado, tenía un cuerpazo y nunca había notado lo guapo que era hasta que lo vio del brazo de su mujer. Tomás creó un imperio, y su empresa de fontanería tenía sucursales en todas las ciudades de su país; así que el chico sin estudios acabó siendo un magnate y Elena murió solterona buscando alguien a su altura. Norma nunca supo que aquel muchacho desgarbado era el heredero de una estirpe de multimillonarios; e Inmaculada perdió la oportunidad con Ramón, que era el mejor hombre que ninguna mujer pudiera soñar, aunque bebiera mucha cerveza.

El hombre diez sólo existe en la mente, y las mejores oportunidades quizá pasen desapercibidas, camufladas en un dos.

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