La adicción de Nicanor II


Por C.R. Worth crw


(Continuación)


Un lunes cualquiera, mientras dormía durante el día, le despertó un delicioso aroma. Su vecina del primero, Carmelita, estaba cocinado, y el olor del cocido de calabazas y habichuelas llegó a sus orificios nasales como bálsamo celestial.

Un impulso sobrehumano le hizo desear engullir, saborear ese platillo, matar si era preciso para deleitarse paladeando ese manjar.

Bajó las escaleras, y llamó al timbre. La sesentona señora abrió la puerta, estaba vestida con su batita estampada, tan fresquita y ordinariamente vulgar, con sus senos y barriga en un mismo nivel, babuchas de felpa y los inevitables rulos en la cabeza.

— Ah hola, ¿qué le trae por aquí, Nicanor? ¿Está usted bien?, tiene mala cara.

— Nunca me he encontrado mejor.

Sentía el palpitar de su latido en las venas del escote, quería morderla.

— ¿Tengo algo en el cuello?

— No, nada, disculpe, admiraba su cadena.

— Me la regaló mi Manué por nuestro cuarenta aniversario de bodas…

Dijo la regordeta señora con cara ensoñadora.

— Y bien, ¿que se le ofrece?

— Quería hablar con su marido de un asunto de la comunidad, ¿está en casa?

— No, estoy sola, ha tenido que salir a un mandao.

— Ah…

Hizo una pequeña pausa y continuó diciendo:

— No sé que está preparando, pero huele delicioso…

— Uuuu, es el platillo favorito de mi Manué. Cocido de calabazas y habichuelas, con su pringá, claro. El secreto es una morcilla de Cártama que es exquisita.

¡Morcilla! ¡Eso era! ¡Por esa razón le atraía tanto el olor de la comida, era la morcilla, que estaba hecha de sangre! Sintió más que nunca el deseo de devorar ese alimento, le atraía incluso más que la palpitante sangre en las venas de la anciana.

Se adentró en la casa camino de la cocina.

— ¿Dónde va usted Nicanor? Dijo Carmelita, siguiendo a su vecino.

El vampiro, se dio la vuelta, agarró el cuello de la vieja y se lo retorció como a un pollo, de un golpe seco. La mujer se desplomó, inerte, como un saco de patatas contra el suelo. No tenía ni interés en morderla, solo estaba obsesionado por la morcilla.

Allí en la cocina, apartada del fuego y tapada, estaba la olla con el cocido.

Nicanor destapó la cazuela, y el vapor embriagador de olores deleitantes de la morcilla mezclados con los vegetales, inundaron sus sentidos. La boca se le estaba haciendo agua. Cogió un tenedor, y pinchó la tripa negra y la mordió con todas sus fuerzas, sintiendo como sus jugos penetraban en las papilas gustativas produciéndole un inusitado placer, intenso y casi sexual. La comió despacio paladeando cada bocado, dejándose arrastrar por las sensaciones. Era como un afrodisíaco, como una dulce droga que sólo produce deleitación y con la que deseas más y más…

Cuando terminó de comerla, quería continuar con ese manjar de dioses, verdadero néctar y ambrosía.

Sin duda, el cocido tendría sabor a morcilla. Tomó una cuchara y comenzó a devorar los garbanzos, la calabaza y las habichuelas… eran muy sabrosas, y podía detectar el sabor del embutido de sangre en cada bocado, pero no le producía el mismo placer que la morcilla. Devoró todo el guiso dejando solamente la carne, el chorizo y el tocino en la olla.

Miró en el frigorífico y allí encontró otra morcilla, se la zampó; y al saborearla supo que ese sería su alimento de ahora en adelante, que no podría tomar nada más, ya que cuanto más morcilla comía, más deseaba tomar.

Se fue de la cocina para regresar a su casa y salir cuando el sol se ocultara para la nueva caza de morcillas. Allí en el salón estaba Carmelita en el suelo, y pensó en la reacción de la policía cuando viera el cadáver, sin faltar nada en la casa, solo el cocido; hizo una mueca sonriendo, y pensó: es como la película Rufufú.


Fue a su casa para esperar el ocaso, y horas más tarde escuchó las sirenas de la policía. Nadie fue a su puerta para preguntar, si había visto u oído algo extraño, aunque vivía dos pisos más arriba de la víctima.

Impaciente hasta la puesta de sol, al crepúsculo salió para adentrarse en las calles de Sevilla con una idea en su mente… ¡morcillas! También ésta nueva adicción le hizo pensar en otros platillos típicos de la cocina sevillana, como eran la «Sangre con tomate», o la «Sangre encebollá»… así que fue por la ruta de la tapa sevillana donde recomendaban Sangre Encebollá, como el Bar Victoria en el Duque, o el Bar Tino en la Alfalfa para la Sangre con Tomate. Y aunque las devoró con ansias, teniendo la sensación de que nunca las cebollas o el tomate le había sabido tan rico, lo suyo era la morcilla.

La sangre de seres humanos no era una opción para él, pero su naturaleza semihumana/semidemoníaca no le hacía sentir remordimientos si mataba para conseguir morcillas, aunque sentía repugnancia asesinando para beber sangre.


No podía alimentarse a base de ir a bares que sirvieran montaditos o papelones de morcilla, eso no era suficiente, así que empezó a asaltar las empresas que vendían el negro embutido, para devorarlo; acometiendo contra supermercados y almacenes. Su experiencia como agente de seguros le hacía saber donde estaban instaladas las medidas de seguridad y las alarmas, y la rapidez como el viento de su naturaleza vampira, le permitían inutilizar las cámaras de videos y las sirenas tras entrar en los establecimientos, antes de que pudieran grabar algo o empezar a sonar. A veces se encontró a algún vigilante nocturno, al que partió el cuello sin miramientos.

La policía estaba desconcertada por este nuevo atracador en serie que solo robaba morcillas, dejando las cajas llenas de dinero sin tocar, y rara vez habían victimas. Pronto lo conectaron con el asesinato de Carmelita Garzón, que estaba clasificado como el «enigma del potaje», ya que no encontraron ni una sola huella, pelo o pista que pudieran acercarlo a la identidad del asesino o asesinos.


Se volvió selectivo, un verdadero gourmet de las morcillas. Las españolas tenían más variedad: la de Burgos hecha a base de arroz, cebollas y especias era deliciosa, aunque él prefería las andaluzas, como las de Cártama o las rondeñas. Las aragonesas le hacían salivar profusamente con esa combinación de arroz, anís, piñones, avellanas, pimentón, sal, y cebollas. En cambio las de León le gustaba hacerlas fritas y tomarlas como un paté, al igual que la de Matachana. Se volvió tan experto que solo con olerlas podía distinguir una morcilla de Palencia, Villada, Valladolid, Murcia, o las suculentas y aromáticas morcillas manchegas. Le extasiaban todas, las que tenían como base arroz, hígado, cebolla, fueran patatera o de calabaza, así como las que estaban hechas a base de miga de pan, piñones (como el Berrodo) e incluso productos dulces.

Le gustaba la variedad, por eso empezó a ampliar su horizontes morcilleros, ya que casi todas las culturas de la tierra tienen embutidos hechos a base de sangre, por lo que empezó a asaltar mercados internacionales, devorando los Blutwurst alemanes, con sus variedades Flönz, Möppkenbrot, Grützwurst o Wurstebrot. Se deleitaba con las Morcelas o Alheiras portuguesas, los Sanguinaccio italianos, los Boudin Noir franceses o los Black Pudding ingleses, e incluso mató por alguna Moronga sudamericana. Asaltó los bazares chinos para conseguir Pinyin, y Soondae coreanos; aunque no le gustó mucho los denominados Dinuguan filipinos.

Ese afán morcillíl le hizo plantearse ir a ferias de morcillas, como la de Sotopalacios en Burgos que se celebraba en Noviembre, la de Beasáin en Guipúzcoa, o las de alheiras en Mirandela, en la región portuguesa de Braganza. Esas estaban muy lejos de su Sevilla natal, y no eran hasta noviembre, además de añadir el inconveniente de tener que viajar de noche para llegar a esos lugares. Pero en cambio sí que fue al malagueño Día de la Morcilla en Canillas de Aceituno, que se celebraba el último domingo del mes de abril, coincidiendo con las fiestas patronales en honor a la Virgen de la Cabeza.

Viajó de noche a este precioso pueblo blanco de la costa del sol malagueña, al pie de la Sierra de Tejeda. No podía asistir a la feria de día, por su incompatibilidad solar, así que debía de esconderse en algún lugar para asaltar los almacenes de morcilla de la feria. Pensó en la Cueva de la Rábita, pero estaba demasiado lejos del pueblo, así que lo hizo en un local abandonado que encontró a las afueras de la ciudad; donde pasó el día aguardando hasta el ocaso y, así poder arremeter contra los depósitos de morcillas antes de que empezara la feria. Lo tenía todo bien estudiado, había localizado uno de los almacenes y se dirigió hacia él por las sinuosas y estrechas calles blancas jalonadas de macetas, tenía aparcado cerca el coche, y lo cargaría con su embutido favorito.

Vigiló el almacén para entrar en el mejor momento bien entrada la madrugada, aunque por desgracia se encontró dentro con dos vigilantes, padre e hijo de la empresa familiar; los mató sin compasión. Después de hastiarse de morcillas como para reventar, comenzó a llenar el maletero de su coche con el delicioso embutido, pero algo inusual ocurrió.

— Eres patético… dijo una voz femenina con fuerte acento francés.

Nicanor se volvió, exclamando:

— ¡Miranda!

— ¿Te he dado la vida eterna y así es como has decidido vivir?, un perdedor maniático en vida y un lastimero vampiro en la muerte.

— ¡Tú tienes la culpa de todo!, ¡de convertirme en un monstruo asesino, y relegarme a una existencia de sombras empujándome a alimentarme así!

— ¡No! Te hice un regalo, para que supieras lo que es la delicia de la carne, la sangre palpitante de los que nos alimentamos y que conocieras placeres que nunca habrías imaginado!

— ¿Placeres como qué? ¿Matar?

Miranda rio a carcajadas

— ¡Es más delicioso que sigas teniendo humanidad y conciencia! …pero tan patéticamente incongruente como en vida… no quieres beber sangre, pero no tienes reparo en partir cuellos por una morcilla.

Y siguió riéndose burlonamente de él.

Nicanor se abalanzó sobre ella con instintos asesinos. Quería despedazarla, destruirla por haberlo convertido en un vampiro y encima reírse de él. Sus colmillos crecieron y sus uñas también, y ambos sucumbieron en una encarnizada lucha. Las manos como garras actuaban como cuchillos, y se mordían el uno al otro como animales salvajes. Miranda se zafó, corrió y de un salto, como si volara, se subió al tejado de un edificio… Nicanor la siguió, no sabía que podía casi volar, e hizo lo mismo que ella. Corrían de tejado en tejado, ella miraba hacia atrás divertida, parecía que le excitaba la persecución. Una de las veces que miró hacia atrás, resbaló por el tejado y calló por la claraboya de un almacén de madera. Él saltó tras ella, pero ella hábilmente brincó encima de una pila de tablones.

— ¿De verdad quieres matarme?, ¿o prefieres que lo hagamos? Dijo ella entre carcajadas mientras se sujetaba insinuosamente los pechos. Volvió a reír.

Saltó hacia donde ella estaba, Miranda corría entre los tablones, brincando entre pilas de madera. Finalmente Nicanor se abalanzó sobre ella, rodando hacia el suelo y cayendo los tableros encima de ellos. Volvieron a luchar, mordiéndose, cortándose, saboreando la sangre el uno del otro.

La sangre de las venas de Miranda era como un elixir afrodisiaco, quería beberla y a la vez matarla, se sentía débil por la que él también estaba perdiendo, y se debatía entre el vampiro que quería chupar del cuello, y el hombre justiciero contra el ser que le había convertido en un monstruo.

— Me estas cansando, amor, dijo la vampiresa. Si no quieres ser como yo, y realmente disfrutar de la muerte, acabaré contigo. Yo te creé y puedo terminar tu existencia.

Acto seguido, cogió un tablón y partió una esquina haciéndose de un triangulo puntiagudo. Cuando Nicanor lo vio, comprendió que la estaca de madera en el corazón no era un mito, y él hizo exactamente igual.

Volvieron a la lucha, Miranda intentó sin éxito clavarle la estaca varias veces en el corazón, y le hizo algunos cortes con la madera que le dolieron sobremanera, más que los mordiscos o los tajos con las afiladas uñas. Pronto amanecería, estaba empezando a clarear.

Eran como dos animales salvajes luchando por sus vidas, finalmente, con un golpe de suerte, Nicanor le hincó su estaca en el corazón de Miranda. Sus pupilas se clavaron en las suyas, y los ojos color marrón rojizo de reflejos anaranjados de ella volvieron a su color natural celeste, los colmillos remitieron, y las uñas decrecieron; color volvió a sus mejillas. Los ojos de Miranda se inundaron de lágrimas y le dijo:

— Mi amor, que pálido estás. Nunca te he dicho lo mucho que siempre te he querido…

En eso ella expiró, y su cuerpo empezó a secarse como una momia en los brazos de Nicanor. Se sintió más hombre y menos vampiro cuando Miranda recuperó su humanidad antes de morir. Lloró amargamente y decidió que no podía seguir una existencia así. Estaba debajo de la claraboya y pensó que solo tenía que dejar que la luz del día hiciera su trabajo. Estaba muy débil. Los rayos del sol entraron por la ventana cenital y dulcemente sintió como la piel se le secaba abrazado al cuerpo de su amada Miranda, tenía sed y hambre… si al menos pudiera tomar una última morcilla.

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