'Criatura secreta': Capítulo II

Por Diego de los Santos


Capítulo II


Diario de un preso


Día 9

El eco del cerrojo electrónico cerrándose a mis espaldas hizo que literalmente me “cagara por la tacona”, y al meterme en la celda hice la primera defecación de mi vida en presencia de otra persona. El preso no me prestó apenas atención, él llevaba ya un año en el trullo, como le dicen aquí a la cárcel, en vano intento de quitarle hierro al asunto. Quién no haya pisado la trena, como también se la nombra, no tiene ni idea de lo que supone para la integridad existencial de un individuo corriente que lo arranquen de su cotidianidad y, de buenas a primeras, lo arrojen aquí dentro. Te quitan tu vida, sencillamente es eso. Porque tu vida no es respirar, comer y evacuar, como equivocadamente creen los detractores honestos de la pena de muerte. Tu vida es lo que laboriosamente construyes a tu alrededor, como saben muy bien los partidarios malintencionados de la cadena perpetua. Y no solo te quitan tu vida, es que te dan otra a la fuerza, una que no quieres, que no hubieras elegido nunca jamás. Frente a la que, probablemente, si fueras un poco más valiente, solo un poco, hubieras preferido morir.

Ya no eres un ciudadano ni eres nada. Ahora se te puede atar como a un animal, se te puede transportar en jaulas, y se te puede hacer esperar en cuartuchos cerrados de los juzgados todo el tiempo que sea, incluso mientras todos se van a almorzar. De pronto, sin solución de continuidad, te dejan de hablar, a nadie le interesa ya lo que tengas que decir, el poli que te lleva te termina ignorando, eres un objeto incómodo, porque sigues comiendo, bebiendo, meando, cagando… De pronto descubres que todo lo que tenías, todo lo que eras, dependía de eso que ahora te han quitado. “¿No habría una forma de congelar a los presos para que pasaran su condena sin molestar tanto a los funcionarios del orden y a los jueces de vigilancia penitenciaria, y costándole menos dinero al honrado ciudadano, que freído a impuestos apenas llega a fin de mes?” Sí, esta podría ser la reflexión de un ciudadano estúpido, de los que inocentemente creen que esto de la cárcel no va con ellos, que tendrán buen cuidado de no meter la pata para no pisar su feo suelo. “No, porque entonces estarían dormidos, y no sufrirían el paso del tiempo -¡ni siquiera envejecerían!-” le contestaría el tertuliano de turno de la televisión, haciéndose eco con sagacidad del sentimiento innato de venganza del vulgo de los mortales, que aún creen ver los toros desde la barrera. Hasta que les toca a ellos. No se lo podían ni imaginar, pero les toca. Y entonces empiezan a entender.

De pronto, ya cerca del ecuador de tu vida útil, te ves hablando todo el rato de lo mismo, o sea de tu caso, de lo que te está pasando, no puedes pensar en otra cosa, como es natural. Pero ya da igual lo que digas, porque has dejado de importarle a todo el mundo –salvo a tus padres, que ya no están- porque has pasado de persona a condenado, las dos categorías más drásticas –además del sexo- en que esta sociedad divide a los individuos, ¡tan corta y tan frágil es la humanidad que se nos presuponía al nacer! Y piensas seriamente que ese ecuador es realmente el final de tu existencia, si como tal entendemos la que un ser humano puede experimentar como criatura libre sobre la faz de la tierra. Y cuando tomas conciencia de esto te encuentras mal, de una manera que no habías sospechado siquiera en tu vida anterior. Y extrañas ideas empiezan a desfilar por tu cabeza.

Aquí dentro la gente se suicida treinta veces más que en la calle, y se vive un veinte por ciento menos de tiempo, de media. La pena de muerte aparece, de forma espontánea en este submundo, en esta infra realidad, como algo caritativo, capaz de aliviar el sufrimiento mental que aquí tanto abunda, que todo lo corroe. Capaz de aliviar el horror de los que no lo pueden soportar más. “¿Y qué es eso que no pueden soportar?”, preguntaría de nuevo el tertuliano, “si tienen dos comidas al día, una cama para dormir e incluso una TV de plasma en la celda, amén de cuadro médico gratuito, y encima están todo el día sin doblarla…” En una semana aquí dentro ellos también lo comprenderían. Que digo una semana, en un día. Debería ser práctica obligatoria para todo estudiante de derecho, de judicatura, de periodismo…. el pasar aquí dentro quince o veinte días haciendo vida de preso normal; aún sabiendo que en dos semanas estarán fuera creo que todos lo comprenderían. Comprenderían el sentido de la “muerte en vida”, como se le llama aquí a las largas condenas, cuando el reo tiene pocas expectativas de traspasarla con los años que le quedan según reza en su carnet de identidad (que te retiran, por cierto, en cuanto pisas estos pasillos, durante la “muerte civil” que acompaña al cautivo). Todos lo comprenderíais en seguida, porque es algo que entiendes desde el primer día en que amaneces aquí (creyéndote, por lo general, hasta que abres los ojos, que te acabas de despertar en tu cama de siempre). Solo a los sádicos esta experiencia los volvería más estrictos.

Para un tipo como yo, amante de la libertad, un poco vividor podríamos decir, alguien que siguió suelto más tiempo del que le correspondía, sin esposas ni grilletes que lo encadenaran ahí fuera, resulta doblemente duro estar aquí. A quién ha hecho de la libertad su credo, respetuosa y sagrada libertad de vivir, el encierro lo aniquila, lo mata. He leído como los indios de Norteamérica languidecían en las reservas, pero cuando los encerraban en una celda simplemente se apagaban, y se morían en silencio. Algo parecido les pasa aquí dentro a los gitanos y a los bereberes, nómadas por naturaleza, a quienes el llamado de la luna los impulsa a escapar de donde estén, como hacen los atunes a través de los mares, obedeciendo al instinto de su libertad congénita e inaplazable. Yo, por mi parte, me aferro a la lectura, una forma de libertad interior; me agarro a este gusto de sumergirme en los libros para retrasar el momento de llegada al punto “NR” de No Retorno, también llamado estado Zombie. Punto que a algunos conduce directamente al suicidio físico, y a muchos otros al suicidio de la resignación, peor aún que el primero, porque le permite al cuerpo seguir viviendo vaciado de su alma.

Pero antes de llegar a ese punto fatídico de inflexión, previamente y como causa del mismo, tiene lugar un proceso inevitable: la Recircularización Neuronal del Cautivo, en terminología del Profesor “X”. Consiste en la sustitución progresiva del pensamiento lineal por el pensamiento circular; por el anillo vicioso de la rutina mental, que hace desaparecer, literalmente, al individuo que entró por estas puertas. Si somos nuestros pensamientos, cuando los circuitos neuronales se cierran en un bucle, el pensamiento en una repetición exacta de una rutina mental anudada a sí misma. Una vez perdida la direccionalidad, el sentido, el individuo deja de serlo. En dos años, me ha dicho el Profesor, un humano ya no volverá a ser nunca más lo que fue. La esencia de su “ser” se perderá para siempre en el circuito cerrado de su mente. El humano se transforma en un circuito cerrado, en un eco de sí mismo, en una pelota que rebota una y otra vez en la pared de la nada, como una letanía, incapaz de levantar la vista del suelo, porque ya todo es suelo.

-¿Cómo va todo? me dijo el otro día el Profesor, que también ejerce como Doctor auxiliar en el centro penitenciario.

-Ahí vamos, le contesté yo, agradeciéndole con la mirada su modesta atención.

-No se rinda. No se rinda nunca en su interior, me dijo antes de irse.

He tenido ocasión de hablar con la familia, o con las novias, de algunos de los internos que llevan aquí muchos años, y he constatado su desolación al comprobar cómo, año a año, sus seres queridos se iban disolviendo como un azucarillo en el río implacable del tiempo de condena. Al ver cómo, aunque mantengan la presencia física, el tono de voz, y toda la apariencia original, se van vaciando por dentro, hasta que no son más que una sucesión de repeticiones sin sentido que los convierten en tristemente insoportables, incluso para quienes más los amaron. Pero no hace falta irse al extremo. Estos circuitos rutinarios de supervivencia mental se hacen tan sólidos en dos o tres años que ninguna terapia podrá ya erradicarlos del todo, y el cerebro del ex recluso, o sea, el propio ex recluso, arrastrará de por vida formas de pensamiento inútil e incapacitante. Pero eso es tema para el Profesor, así que a lo mío.
El Profesor “X” (omito su nombre por petición expresa) había sido alumno de mi padre en la Facultad de Medicina, de modo que se mostró especialmente atento conmigo en cuanto supo que estaba allí. Él era entonces uno de los responsables psiquiátricos del centro penitenciario, de modo que me referiré a él indistintamente como Doctor o como Profesor “X”. Me sugirió, nada más llegar, y precisamente como defensa contra la circularización neuronal, que me dedicara a escribir un relato pormenorizado y lineal de mi vida. Me dijo que no tuviera prisa, que me recreara, y que no lo hiciera todo de golpe, sino cada día un poquito. Que lo ideal sería que el proceso total durara por los menos seis meses, si podía alargarlo a un año, mejor. Y que no era de rigor seguir un orden cronológico en la escritura, sino que atendiera a los episodios que con más fuerza irrumpieran en mi mente; ya tendría después tiempo de ordenarlos en una sucesión cronológica adecuada.

Parece que la terapia preventiva de recopilar sensaciones, emociones y datos autobiográficos era un antídoto eficaz que contra la Anudación Cerebral carcelaria previa al estrangulamiento moral e intelectual completo, y a la conversión irreversible del ser humano en humanoide, es decir, en algo con aspecto humano, y poco más. Todavía en aquella época el Profesor estaba ocupado en la demostración científica de sus teorías sobre la Anudación, una primicia en psiquiatría, por lo que las terapias eran solo experimentales. Fue una suerte que me tocara en aquella prisión, porque allí el profesor aplicaba directamente sus técnicas, aún no validadas oficialmente por la ciencia. Unas técnicas de gran eficacia, como pudo demostrar algunos años después el Doctor, pero que nunca llegaron a aplicarse de modo generalizado en España, pues sus fundamentos contradecían radicalmente la estructura de todo el sistema carcelario del país.

Estaba a la espera del juicio cuando el profesor me propuso participar en sus experimentos. Él suponía, por la naturaleza de mi acusación, que cumpliría íntegramente una larga condena, sin ninguna clase de beneficio o permiso hasta el final. Por lo que yo era un espécimen ideal para estudiar el alcance extremo de sus investigaciones. El centro penitenciario, diseñado para dos mil internos, albergaba más de tres mil, y el Profesor “X” estudiaba allí de modo pormenorizado más de cien casos. Para ello tenía una ayudante, una becaria, digamos que se llamaba Adelina. Ella se centraba en la resilencia al Anudamiento Cerebral en función de la biografía del condenado. Y especialmente de su biografía emocional y también erótica, que eran los aspectos que más influjo parecían tener en el proceso. Las emociones –el recuerdo de las emociones, o mejor dicho su evocación, hermosa palabra para todo presidiario- reconectaban áreas cerebrales conscientes con otras inconscientes, y así se reforzaban las unas a las otras; y por este mecanismo la autobiografía era capaz de generar resistencias al anudamiento. Era a Adelina a quién debía entregar, semanalmente, las hojas de mis diarios, poniendo especial énfasis en los recuerdos eróticos, que eran los que se suponía contribuirían con más eficacia a preservar mi identidad original. Y era con Adelina con quién debía discutir, también semanalmente, el resultado de mis escritos, aclarándole los extremos que ella necesitara para las investigaciones de su tesis doctoral.

El código deontológico no permitía al Doctor “X” ni a sus ayudantes filtrar ninguna de mis confesiones, ni a la juez ni a la fiscalía. Además, legalmente, no podrían usarse formalmente como pruebas incriminatorias. No obstante, lo consulté telefónicamente con mi abogada, que no estuvo en absoluto de acuerdo con mi participación en aquellos experimentos. Me dijo literalmente que podría “echarme la soga al cuello”, aunque creo que estaba convencida de que ya la tenía anudada y bien anudada, a mi garganta. Aun así, y en contra del consejo letrado, decidí por mi cuenta y riesgo participar en los experimentos del profesor “X”, que me parecía una persona cabal, y que además me mostraba abiertamente su afecto, en unos momentos en los que, quizás, eso era lo único que podría salvarme. Además, yo le tenía un miedo atroz al punto NR (de No Retorno), también llamado R (Resignación), ese momento clave, al año aproximadamente de reclusión, en el que simplemente aceptas tu destino. Dejas de sufrir, sí, pero porque tu mente adopta las dimensiones y los colores opacos del encierro. Eso que para un budista sería una liberación, a mí entonces me aterraba. Porque después de eso te conviertes ya en un recluso, no en un civil encerrado. En un preso desde dentro. Una criatura que deja de contar los días. Para sobrevivir. Este punto de inflexión inicia el primer bucle del anudamiento cerebral de los cautivos. Como rebelde sin causa que aún era entonces, rebelado incluso contra mis propias normas por el hecho de ser normas (y por tanto a menudo sumido en el caos más absoluto), la idea de rendirme simplemente por desgaste me parecía aterradora. La buena noticia era que aquel punto R podía combatirse con las nuevas terapias del profesor. Por otra parte, quizás también podría obtener algunos beneficios penitenciarios en el futuro, me dijeron. Y, para terminar de inclinar la balanza, estaba Adelina. Debo reconocer que aquellas entrevistas constituyeron para mí un alivio insospechado. Tenía que escribir a mano, la tenencia de ordenadores personales estaba –y sigue estando- prohibida, por “motivos de seguridad”, según rezaban las ordenanzas. Una crueldad gratuita a mi modesto entender, que quiero denunciar desde aquí expresamente.

Las páginas del Diario encargado por el Profesor “X” fueron entregadas puntualmente a Adelina para su análisis pormenorizado. No puse la fecha real en sus páginas (por consejo letrado), tan solo las referencié respecto al día de mi ingreso en prisión. Recuperé todo el texto cuando Adelina, terminada al fin su concienzuda tesis -que a tantos habría de ayudar- dejó de ir por allí. Me dio todo lo había mecanografiado e impreso en papel, con sus notas personales a mano, igual que yo escribí los originales, que también conservó con celo para devolvérmelos encuadernados. Como es natural, los primeros capítulos de éste Diario aluden al episodio que me había llevado hasta el lugar donde entonces me encontraba en trance de desaparición.

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