Los gemelos


Nacieron hace más de setenta años, el veintitrés de Enero de 1938, en el momento preciso en el que las bombas republicanas caían a las afuera de su casa, en el Barrio Voluntad de Sevilla. Su madre, mujer de armas tomadas, acompasaba sus gritos de dolor con el estruendo de los obuses; y se aferraba a la cama sin saber que era peor, la lluvia de proyectiles o lo que ella misma estaba a punto de «proyectar». Su hermana, que hizo de comadrona, para animarla, le decía que se comportara como las gaditanas, y se hiciera tirabuzones con «las bombas que tiran los fanfarrones». Tras la mirada asesina de Bernarda, supo que no estaba de humor; y quizá eso marcó el nacimiento de Justo y Pastor.

Gemelos idénticos, solo lo eran físicamente, porque en carácter y modo de afrontar la vida, no podían ser más dispares, aunque como el yin y el yang, complementarios.

Justo era serio y circunspecto, mientras que Pastor era todo humor y alegría. Desde su nacimiento eran inseparables, hasta tal punto que su madre decía que parecían siameses. Eso cambió en su juventud, cuando ambos se enamoraron de la misma muchacha, Adela. Bella y pispireta, coqueteaba con ambos, hasta tal punto que alternaba tálamos enseñándoles a pecar con el fruto prohibido, y, en un juego despiadado con el corazón de los jóvenes, poniéndolos en competición para ver quién le agasajaba con más regalos para conseguir sus encantos.
Cuando ambos supieron que se habían beneficiado la misma moza, fue cuando ese cordón umbilical invisible que los unía, se seccionó. Justo lo tomó como una traición, mientras que Pastor le acusaba de haber actuado con alevosía cuando sabía perfectamente que él la amaba.

Sus vidas tomaron caminos distintos, hasta se mudaron a parajes alejados, jurando que no se volverían a ver jamás. Ninguno se recuperó de la «traición» del otro, y ese amor juvenil, de poemas de Bécquer, gardenias y absenta, jamás murió, viviendo en el recuerdo de los dos. No podían estar con la muchacha sabiendo que el otro la había poseído, pero esa pasión les carcomió el alma.

Años después, se volvieron a ver en el entierro de su madre. Ya eran sexagenarios. Ambos andaban con un bastón, la sopa genética que compartían había hecho aparecer a la vez la enfermedad degenerativa que los postró a la larga en una silla de ruedas. Cuando observaron el reflejo de uno en el otro es sus penetrantes ojos grises, solo vinieron a la mente los juegos infantiles, las chapas, piola, el trompo… todo aquello que los unía, pasando a un segundo plano ese amor de juventud que los separó.

Volvieron a la misma ciudad, y se mudaron a la casa heredada de su madre. Nuevamente eran los gemelos inseparables. Pasaban la mañana en el parque, como caracoles al sol calentando sus atrofiados huesos. Leían el periódico y como un ritual, empezaban con las necrológicas. Amigos, conocidos, todos estaban partiendo poco a poco hacia el viaje final y desconocido... Al unísono, sus ojos se enturbiaron. La esquela Adela Espín ocupaba media página. Ya todo había terminado, no existía la causa que los separó, ni excusa de rencor. Solo el recuerdo de su gran amor.

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