Mi madre cumplirá en el mes de julio ochenta y tres años y, todavía, es un punto de mujer, pues aún me sigue pareciendo “el bicho que picó al tren”. Empezaré diciendo que –desde que me trajo al mundo– casi siempre he visto animales de compañía en su casa, y, a su vez, ha mantenido con ellos una estupenda relación, curiosa de comentar.
Los animales la entienden de maravilla y, por añadidura, pues también se entiende con ellos: los habla, los besa, los canta, los baila... sí, sí: los baila y todo; al final, por amor, por cabezonería o por puro cansancio, terminan aprendiendo las rutinas “viruquiles” (por que yo la llamo "Viruquiqui"): Sus costumbres animalísticas son como un virus que entra en la cabeza y aturde: Instiga para que se cumpla su dictamen. Por que esta madre mía es "dictamentosa" hasta la médula: chiquita pero mandona.
Año tras año he ido comprobando como el ama de la casa daba una rigurosa orden que se debía cumplir, si no quería que perdiese la paciencia, y, sus animales, por la cuenta que les traía, aguzaban el entendimiento, pues sabían que, después de la orden cumplida, venía la consabida golosina, luego, si no obedecían, era fácil que les cayese alguna reprimenda.
Durante años tuvimos animales de muchos tipos: desde un burro, además de gatos, perros, pájaros, peces, cerdos, hámters, tortugas, hasta ratas: sí, sí; las últimas eran enormes, y se comían lo que echábamos a las gallinas: Toda la peña transitaba a sus anchas por las antiguas cuadras, donde también teníamos palomas, conejos comunes y de la india (de varias razas); por eso, la casa de mi madre parecía una granja: criábamos animales por gusto; e incluso los cogíamos del campo: caracoles, cangrejos, erizos, sapos, una zorra; hasta nos regalaron un mono, porque a todos nos encantaban los animales (padre, madre, hermano y yo, componíamos la familia). Cuando se hacían numerosos, los regalábamos a los clientes, y quedaba la mar de bien.
Años atrás, mis padres habían comprado “la posada del tío abuelete”; esta poseía dos amplias instalaciones, donde podíamos tener alojados toda clase de bichos, y, en ellas, mi madre no ejercía su control ni dominio; no obstante, entre la tienda y la puerta de la calle transitaba el perro de la casa, con salida libre al corral, compartiendo recinto con unas gatas "chuchurrías" y bien "lampuzas". Éstas, en cuanto habrías la puerta del frigorífico empezaban a maullar latosamente y te aturdían... Para colmo las tres eran puntualmente fértiles, y, cada cierto tiempo, nos teníamos que deshacer de las camadas para no colmarnos de mininos.
La eliminación de los gatinos se hacía por tocas; cuando llegaba mi turno se los llevaba a los chamuscas: Ellos sabrían sacrificar a los animales mejor que yo, pues eran carniceros (había que darles un cosque para pasar a otra vida... no obstante, aquella acción me traumatizaba en grado sumo).
Pasado un tiempo las ratas comenzaron a campeaban a sus anchas y se ventilaban la comida. Para impedirlo teníamos que estar presente en el momento en el que caía el grano al suelo. Aquella situación vino a mayores al no poder acceder las ratas al grano... Como el hambre acuciaba, empezaron a comerse los huevos de las gallinas y atacar a los nidos de las palomas... aquello fue una hecatombe devoradora ratonil. Nos deshicimos de la granja y dejamos libre a unas cuantas palomas que fueron a establecerse al candelecho del corral, donde dormía el perro y la compañía minina.
Las tres gatas, en casa, estaban junto a nosotros (Chiripita, Pingui y Ramona). Después de comer llegaba el momento esperado: Venían a nuestros regazos, al calor del brasero de la mesa camilla y, durante una media hora, con la TV encendida, gozábamos de su compañía, mientras dábamos la cabezada... Cada vez que abríamos los ojos, solíamos pasar la mano por el lomo de la minina; entonces, el animal de turno, nos respondía con mimosería para volver a trasportarnos a la galaxia durmiente.
El tránsito acababa en cuanto uno de los cuatro se levantaba y abría la puerta del frigorífico (...) Entonces las gatas saltaban como tres resortes e iban al encuentro del golosineo: Lugar donde nos disputábamos los cariños de las mininas; el resultando fue que las gatas se acostumbraron al continuo "golimbreo" de tal modo que, nunca más, volvieron consumir sobras de comida; aquella mala costumbre se fue reflejando en sus ralos pelajes, y, las tres, se fueron quedando chuchurrías.
Las sobras íntegras eran consumidas por Tarzi; no obstante, como podenco que era poseía un claro instinto cazador, y, en cuanto vio a las palomas afincadas en su séquito, éste comenzó atacarlas sin tregua alguna... Al final tuvimos que deshacernos del can, no pudiendo soportar por más tiempo aquel exterminio paulatino.
Conscientes de que se iba reducido el séquito animal, pues hasta las gatas fueron muriendo de viejas, trajimos a casa dos gatitos, machos, y... vuelta a empezar; no obstante, en cuando crecieron y les llegó la época del celo, duraron en dos años: debido a las ratas, habían echado veneno por todo el vecindario.
Esta vez cogimos un perrillo faldero y, para nosotros, fue una decisión mágica: Tenía el tamaño del gato y lo podíamos controlar en todo momento. Desde entonces los hemos tenido de compañía, luego no me extraña nada el dicho de “el perro es el mejor amigo del hombre”, una antigua frase que se remonta al año 1869, pero esa es otra historia: Felicidades pues, a los amantes de los canes.