Por Ezequiel Marín
Aquella mañana, aquel día. Aquel 11 de marzo de 2004. Aquellas mochilas, bolsos, maletines, repletos de ilusión del inicio de un nuevo día. Aquella rutina. Aquellos billetes de ida y vuelta coartados por lo que, para algunos, hoy en día, sigue siendo sinónimo de libertad. Aquellos billetes que se esfumaban… Aquellos vagones cargados de felicidad, estrés o nervios; cargados de vidas.
Vagones que viajaban por las vías férreas siguiendo su curso como si de una vida ya encauzada se tratase. Vías férreas que se pierden en el horizonte como el sol se pierde en un atardecer. Ese sol que se desvanece poco a poco para dejar al mundo en oscuridad y silencio. La misma oscuridad, el mismo silencio, que aquel día invadió los corazones de todos los españoles. Ese sol que, al día siguiente, va llenando, primero con una luz tenue, el día de las personas.
Una ida… Con un punto de partida, sin un punto de llegada. Una noche, oscura y silenciosa. Un haz de luz que se perdía. Un vagón que se difuminaba en el horizonte… Una vuelta que se esfumaba de las vías para surgir de la ciudadanía, para brotar en las calles que querían silenciar.
Una vuelta… Realizada por la unión de los ciudadanos españoles. Que, como el amanecer, triste y cálido, con luz tenue, iban sacando de su corazón toda fuerza para hacer frente a aquellos que querían eso: una ida sin vuelta, sin retorno alguno.
Una vuelta que no esperaban, pero que movilizó a once millones de personas en ciudades y pueblos de toda España. Una vuelta que encendía la vela de la Constitución, de la unión, de la libertad y de la concordia.
Una vuelta que protagonizamos entre todos, por esos 193 billetes que se encontraron sin un retorno… Una vuelta que, hoy en día, sigue encendida, más encendida que nunca.
Una vuelta que, sin aclamar venganza, sigue aclamando justicia y dignidad.