Por Ezequiel Tena
No iba a salir, pero tampoco quería estar, ni quedarme, ni ver televisión, ni estar con nadie, ni estar solo. Así que salí. Maldita la hora. Cuando me pregunto por qué no me dejé llevar por otro aburrimiento a mi alcance, enseguida sé la respuesta: el aburrimiento me asusta. No encontré la forma de no salir, de no quedarme, ni de apagar el televisor, ni de estar con nadie, así que salí. Visto así, estaba donde tenía que estar. No he vuelto a enamorarme. Esta es mi perra suerte.
Desde un rincón, en el mismo centro de la pista –cualquier sitio es un islote rodeado por el mar de la multitud- vi a otros seres danzar. Me reconfortan las sombras humanas. Somos animales. Al ritmo de la música frenética formamos sin quererlo, más bien sin pensarlo, una tribu absurda y patética.
Movemos el piso mientras hozamos el barro de colillas, ceniza y charcos. Las muecas viciosas y reconcentradas emergen de la vorágine de luces giratorias que nos bombardean desde los ángulos de la sala. El vídeo dura un segundo. ¡Y cuántas veces delata un estremecimiento! Un segundo de luz entre negrura y negrura es tiempo suficiente para descubrir la intimidad del grotesco espécimen. Basta un segundo para descifrar lo que la noche esconde. Nada podía sorprenderme. Entonces la vi. Aparté a la gente a manotazos y me planté dónde ella había estado. Se esfumó.
He pasado los últimos cinco años buscándola.