Tras este empacho de separatismo catalán –me voy a referir a los últimos acontecimientos– me he dado cuenta de cuánta mina antiespañola tenemos oculta en este país. Y no hablo ya de las evidentes.
Minas antiespañolas que, por otro lado, han sido puestas con la connivencia de los distintos gobiernos desde hace muchos años que habían pensado, no sé, que solo eran petardos o fuegos artificiales para llamar la atención.
Años costeando las singularidades regionales como si ello fuese en pos de incrementar el común patrimonio de nuestra diversidad como país. Años ayudando a fomentar las peculiaridades, destinando ayudas a reforzar aquello que nos hace excepcionales con respecto a otras comunidades autónomas. Años enriqueciendo el ego de las minorías. Años sembrando semillas de pasión por lo propio. No hablo solo de Cataluña o el País Vasco, lo expongo en general. Quizás, en los primeros pasos de nuestra actual democracia, existía la necesidad de sacudir el centralismo de una dictadura que duró toda una generación, y el hecho de generar cierta autonomía sociocultural, económica y política era, más que una obligación, una muestra de confianza en el nuevo modelo de nación. Confianza he dicho, recuérdenlo.
La llegada de las autonomías, la delegación de competencias para cada una de ellas, el renacimiento de las identidades en cada una de las enseñas que se izaban junto a la nacional, el resurgimiento autorizado de partidos y colectivos que, amparados por la mismísima Constitución Española, promovían el derecho de autodeterminación. Una incipiente vorágine donde reivindicar nuestros pequeños reinos de taifas. Tras décadas de permisividad a aquellos reinos, estos se han convertido en guetos mafiosos donde, por supuesto, todos los que estén en él no pueden disentir y se deben a las leyes impuestas por estos que, además, han logrado hacer prevalecer o disimular frente a la que nos es común al conjunto.
Ello, unido al revanchismo ideológico que venimos arrastrando, sobre todo, desde la Guerra Civil –antes en realidad, pero ante la relevancia de la fecha…–, y que algunas entidades políticas han abanderado casi como único motivo de su existencia, han conseguido que sentirse español en España sea, poco menos, que motivo para acomplejarnos. Un español que se declare tal y considere suyos los distintivos constitucionalistas, o es un borrego o un facha; pero no un facha de los de ahora, no... Los fachas de hoy son, qué paradoja, los que te dicen facha por no pensar como ellos; y ellos se refieren a uno de los de antes, de los de 1936. Ese es el argumentario tipo. La gran baza, la gran explicación, la gran motivación para no querer sentirse, reitero, español bajo nuestros símbolos actuales que de forma tan sacrificada se lucharon.
Ser español es un derecho de nacimiento. Es una adquisición administrativa lógica; porque es una realidad que sucede en cualquier país del mundo. Y no. Cataluña no es un país, ni el País Vasco, ni Galicia, ni Andalucía, ni Valencia… Nunca fueron países. Por tanto, desde que España es España como unidad territorial –y mire si ya ha llovido–, el nacido en Lalín, en Medina del Campo, en Tomelloso, en San Millán de la Cogolla, en Elgóibar, en Mollerusa, en Valdepeñas o en San Fernando es, con todo el derecho, insisto, español.
Las pequeñas independencias, concedidas en pos del reconocimiento del artículo 2 de nuestra Carta Magna, sin embargo, no han servido para enriquecer aquel acervo que, como país, nos debe enriquecer en solidaridad. Para nada. Tan solo han sido útiles para crear más división, incluso, dentro de estas mismas. Los sucesos de septiembre y octubre de este año lo han terminado por aclarar por si aún había alguno despistado durante estos años; cosa que parece que así era. Se han convertido, en algunos casos muy notables, en auténticos sagrarios del secesionismo con dioses nada piadosos que adorar. Han convertido las escuelas en madrasas donde adoctrinar a sus niños, con libros de textos más parecidos a tebeos de ficción que dispuestos a cumplir una función lectiva coherente y realista; con actividades que, en la moldeable mente de un crío, pueden llevar a crear auténticos fanáticos que vivan en un mundo paralelo donde solo existe su nación oprimida por el Estado opresor; siendo, además, incapaces de recriminar las acciones perniciosas de sus mandatarios que, visto lo visto, les conducen a una quiebra social y económica; además de haber roto ese voto de confianza al que antes refería.
Pero, a pesar de todo ello, usted tiene derecho a ser español, a sentirse español sin ser señalado por ello. ¡Manda narices! A lucir una camiseta, una pulsera, un pin, un llavero, una pegatina en su vehículo, con los colores rojigualda y que nadie tenga que hablarle de Franco. Usted tiene derecho a estar orgulloso de la vasta historia de su país, de su lengua universal, de su cultura, de su idiosincrasia, de su diversidad, de sus instituciones que promueven lo hispánico –y lo digo como miembro de la Asociación Internacional de Hispanistas–; de su Día Nacional, que es un ejemplo envidiable de cómo hacer hermandad, por mucho que algunos quieran denigrarlo y convertirlo en un circo mediático sobre no sé qué resistencia del indigenismo. ¿O será sobre algún tipo de indigencia neuronal apátrida?
Usted tiene derecho a decir ¡Viva España! , y punto. A que se respete su sentimiento patrio y su afecto por sus símbolos, y que no vengan a darle clases de memoria convenida; a vivir bajo la seguridad de unas normas de respeto básicas y fundamentales que resaltan que nadie puede agraviarle por condición personal alguna (Cap. II, art. 14 de la C.E.). Usted tiene derecho, ¡fíjese!, a no adherirse a la Constitución y a atacar el sistema democrático que la sostiene, dentro de la democracia, claro está (Cap. I, art. 15 v. sinopsis de la C.E. y L.O. 6/2002 B.O.E.). Usted tiene derecho, incluso, a no querer ser español y puede dejar de serlo según lo establecido (C.C. arts. 24 y 25), o previa consulta a nivel nacional (Cap. X, art. 168 de la C.E.) para aplicarse modificaciones al respecto de un caso legal de independencia. Ya está bien de vejar a este país y a sus ciudadanos por parte de quienes no lo quieren y, sin embargo, se benefician de él. Ya está bien de menospreciarlo.
Ya está bien de plurinacionalidades de conveniencias partidistas y de memeces de política vacua, que eso ya está recogido y ordenado. Ya está bien de populismos de baratillo y de políticas para adolescentes que repercuten en una peligrosa concepción alterada de la realidad. Usted, esté de acuerdo conmigo o no, tiene inherente los mismos derechos que yo –qué grande–y yo, como usted, tengo derecho a querer ser español.