Por C.R. Worth
(Basado en hechos reales)Eran las Navidades de 1998, vivíamos en Calhoun, Georgia, EEUU; Henry contaba diez meses de edad y Christopher acababa de cumplir cinco años. En nuestra iglesia, en Nochebuena, se celebraba lo que se llamaba las “misa de los niños”, en el que los profesores de la catequesis organizaban una representación teatral con toda la chiquillería que asistía a la formación religiosa para mostrar el misterio de la Navidad en medio de la misa. La mayoría eran pastorcitos, y había papeles más codiciados como ser María, José, o los Reyes Magos. Los críos mayores tomaban por turnos el papel de narrador y ayudaban en la organización.
Christopher, que siempre ha sido muy alto para su edad, y por qué no decirlo, muy guapo (pasión de madre), fue escogido por sus maestras para ser San José, sus bucles rubios y ojos azules le hacían el candidato más atractivo para ese rol principal… pero va el niño y dice que no, que no quiere ser San José, que ¡prefiere ser “la mula”! Las maestras estaban decepcionadas, creo yo, por lo que le dieron un doble papel, fue mula, y la “Estrella de Oriente”. Así que vestido todo de oscuro y con careta de mula se dispuso a dar su aliento al Niño Dios, y cambiar de careta en medio de la representación, para ser la estrella que seguían los reyes magos.
En esa época había dos bebés en la iglesia, mi hijo Henry de diez meses y una niña hija de la secretaria de la parroquia. Aunque la madre insistía que siendo tan pequeños no se notaba que fuera una niña, mi hijo fue el escogido para representar al Niño Jesús. Mis dos hijos estaban de estrellas principales (¡y uno una estrella de verdad!) en el portal de Belén.
La principal preocupación de los organizadores era que el niño que representaba al redentor tuviera un berrinche de llanto como años anteriores, así que me aseguré de cambiarlo antes de empezar y que estuviera bien alimentado para que no llorara de hambre.
La iglesia estaba abarrotada de público, ¡hasta la bandera!, no solo por los familiares de la chiquillería, sino por muchos parroquianos que preferían ese servicio tempranero que ir más tarde a la Misa del Gallo. Henry, contra toda predicción, estaba en su elemento, sonriendo a todo el mundo, feliz y pendiente de todo; y sabiendo que su hermano estaba allí, intentando quitarle la careta. La gente estaba embelesada ante tan adorable Niño Jesús. Los otros críos, por su parte, estaban haciendo un gran trabajo: serios, disciplinados, siguiendo el programa al pie de la letra. Cuando de repente, en una pausa del narrador, se escucha el eructo más fuerte que nadie pudiera imaginar, una flatulencia que impensablemente pudiera salir de un cuerpecito de diez meses que llenó todo el templo con su sonoridad, ¡un regüeldo más propio de la caja torácica de un individuo de trescientos kilos!
La iglesia al completo estalló en una carcajada, los niños del teatro se desmadraron partidos de risa y el cura estaba revolcado en la silla secándose las lágrimas de tanto reír. Pasó un tiempo hasta que el teatro se recompuso de nuevo, y a la madre (moi) mientras, creo que le subieron todos los colores del arcoíris a la cara. Tras la representación, el cura llegó a decir a la congregación que si sacaban al mercado “Burping Jesus” tendría más éxito que “Tickle me Elmo”, que era el juguete de moda entonces.
A pesar de ese momento de bochorno paternal, los asistentes se nos acercaron para felicitarnos y decirnos que era la misa más divertida a la que habían asistido, y que los niños eran absolutamente adorables.
A partir de ese día, Henry fue conocido en la iglesia como “Burping Baby Jesus”.